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EL AÑO DEL DILUVIO

1 626 fue llamado el Año del Diluvio por sus lluvias furiosas. En Sevilla se padecieron muchas desgracias y grandes desastres. Los temporales comenzaron el 17 de enero, al día siguiente de san Antonio Abad,  y no pararon hasta el 20 de febrero. El 24 de enero, a las doce de la noche, se desbordó el Guadalquivir.  Causaba espanto el rugido del agua y del viento. Desde los barcos, avisaban a los vecinos para que, con premura, subieran a las estancias altas de las casas si tenían en algo la vida. Los que escapaban –decía Rodrigo Caro-  gritaban: “¡Que se aniega la ciudad! ¡que se aniega la ciudad!”.  Un comentarista anónimo escribió que era “tan grande [el] estruendo y [el] ruido, que parecía que era el Diluvio general, y que era la fin del mundo”. Desde embarcaciones socorrían a los que estaban en mayor peligro. Hubo muchos actos de valor pero también infamias y pillaje. Se tocaban las campanas sin pausa y “en la oscuridad y tristeza de la noche, todo junto formaba un espantoso y confuso

LA MUERTE MEDIEVAL DEL REY DON FERNANDO

  Fernando Magno, rey de León, se sintió morir, cuando guerreaba en Valencia en el otoño de 1065. Decidió que era hora de volver a León. Tras un largo viaje en el invierno medieval, llegó el veinticuatro de diciembre de ese año. No lo esperaban palacios ni campamentos sino la sepultura. Esa nochebuena estuvo la iglesia de San Isidoro  iluminada por candelas, oraciones, cánticos y solemnidades mozárabes. Amaneció el día de Navidad, el Rey oyó misa y comulgó en las dos especies, como hacían los seglares del siglo XII. En brazos de sus fieles, volvió a palacio. Los que poco tiempo antes meneaban las armas y vestían lorigas llevaban a su Rey, muriéndose a chorros, ligero como pavesa al viento. Durante los dos días siguientes, Don Fernando se preparó a bien morir. El tránsito debía hacerse de manera pública, serenamente, sin veladuras, improvisaciones ni ocultaciones, ante todos. Así era la muerte medieval Así era la muerte medieval y así ha sido hasta no hace tanto. Volvió el Rey a San Isi

CARTAS CAÍDAS DEL CIELO

Hubo un tiempo en el que se enviaban cartas desde el Cielo. Una de éstas, "a nombre de Cristo", llegó hasta Vincencio, obispo de Ibiza en el siglo VI. La consideró tan verdadera que la hizo pública en el púlpito para general conocimiento y asombro de los fieles. Recoge el caso Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles que, además, menciona otros ejemplos de comunicación epistolar desde las alturas como la carta del Redentor a Abgaro de Edessa y otra que decían remitida por la Virgen a los ciudadanos de Messina. Todos estos prodigios y extravagancias fueron muy del gusto de la época, saturada de herejías y, en particular, de los gnósticos, aunque, según don Marcelino, la carta difundida por el obispo de Ibiza parece más obra de un cristiano muy influido por el fariseísmo, por su especial insistencia en respetar los domingos y en cumplir con ciertos rituales alimentarios. No hay que pensar que todos creían en estas historias y fantasías. La Iglesia ha sido sie

"SI JUSTICIA OVIERA EN EL MUNDO" (DEL HIJO DE UN MÉDICO CONFESO)

El licenciado Juan de Carmona, vecino de Montilla, era médico y confeso. Hacia 1575 el Santo Oficio procedió contra su hijo, llamado Antonio de Silva. Por el apellido parece que era de origen portugués. En una conversación, "tratando de conversos", dijo: "si justicia oviera en el mundo que el Papa, Rey, obispos y arzobispos avian de ser confesos, más que andava el mundo al revés y que lo mejor que el Rey tenía era traer una brizna". No le faltaba orgullo de casta a Antonio de Silva y no siempre se podía estar callado. Aunque las paredes oyesen. Respecto a la brizna de sangre judía de Felipe II, debía de referirse al linaje de Doña Juana Enríquez, madre de Fernando el Católico. Era asunto conocido en aquellos siglos. Alguien escuchó esta afirmación y fue denunciado. Desconozco cómo acabó todo.

NOMBRES DE LOS SIGLOS IX Y X

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Imagen: CC. Biblioteca Nacional de España. Leo una conferencia de fray Justo Pérez de Urbel* sobre los que, en el siglo IX, abandonaron sus refugios del norte de España y se lanzaron a la peligrosa empresa de repoblar Castilla. Fueron, en palabras del historiador, los más audaces, espíritus inquietos y aventureros, hombres libres, muchos de ellos monjes, que con la espada, el azadón y el arado, erigieron sus chozas y sus oratorios en los valles para cultivar y defender tierras que no eran de nadie. Recoge fray Justo algunos de sus nombres. No se pueden leer sin cierta emoción pues ahí está el origen de Castilla y, con ella, de España. Uno de estos hombres fue el abad Vitulo, hijo de un guerrero llamado Levato. A su paso -y al de sus juniores, antiguos siervos convertidos en compañeros de aventura o gasalianes, huéspedes y peregrinos- nacieron villas, iglesias y monasterios. De ese tiempo es Lupino, el primer notario castellano, q

CÓMO SE FIGURABAN LOS TURISTAS EXTRANJEROS LA PUERTA DEL SOL EN 1930

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Nadie podrá afirmar que faltaba la alegría de vivir y la acción en aquella España real e imaginada. Para bien y para mal ya no somos así. La ilustración es de Joaquín Sama Naharro (1902-1989) y fue publicada en Buen Humor, el 18 de marzo de 1930. Quizás la percepción que algunos tienen de los españoles no haya cambiado demasiado en casi cien años. Todavía produce asombro leer lo que piensan de nosotros. Da igual.  CC-BY 4.0 Imágenes procedentes de la Biblioteca Nacional de España.

MENUDENCIAS DEL SANTO OFICIO

No todo eran grandes autos de fe y condenados a la hoguera. El Santo Oficio tenía que resolver, con frecuencia, casos de poca monta originados por opiniones y afirmaciones arriesgadas, formuladas por gente corriente, que podían considerarse heréticas. En estos casos, las penas impuestas por los inquisidores solían ser leves, aunque con dolorosas consecuencias, y consistían en penas de destierro, cárcel, multas y azotes. En ocasiones, todo acababa con una reprensión y con el miedo metido en el cuerpo de por vida. Cabe pensar que, en la mayoría de los casos, se trataba de afirmaciones pronunciadas a la ligera, de manera temeraria y ante un público impresionable y no siempre bien intencionado. El Santo Oficio, sin embargo, hilaba fino en estas cuestiones pues, como bien indica Julio Caro Baroja, en el siglo XVI no era necesario haber leído o tener noticia de Lutero para opinar igual que él, en ciertos aspectos, y había que evitar la normalización de tales opiniones en el ámbito cotidiano.