sábado, 27 de mayo de 2017

LOS ESPAÑOLES, LOS INGLESES Y AZORÍN

                                               (Spanish Battery, Tynemouth, Northumbria)

Cuando Alfonso XIII viajó a Inglaterra, en 1905, Azorín escribió unas espléndidas crónicas para ABC. Éstas se recogen, al menos en parte, en el estimable libro de Manuel María de Arrillaga, Lo que no se conoce de la vida del Rey (1955), con prólogo del conde de Vallellano y epílogo de Yanguas Messía. Azorín hace una inteligente reflexión que, como todas las suyas, hay que tener muy en cuenta aunque no deja de provocar cierta sorpresa:

"todos los prejuicios que sobre él [el pueblo inglés] tenemos los meridionales, se desvanecen cuando se les visita. No hay nación que se parezca más a la nuestra que Inglaterra. Los ingleses lo dicen y todos los españoles residentes en Londres lo confirman".

Parece una ocurrencia pero, si le damos unas vueltas a esta idea -como hacíamos hace un tiempo al citar el estudio de Ignacio Peyró- descubrimos que han existido notables semejanzas entre ambas naciones, mucho más evidentes hace cien años que ahora: el relativo aislamiento geográfico propiciado por el Canal de la Mancha y los Pirineos, la desconfianza hacia Francia cuando no una abierta hostilidad hacia sus pretensiones hegemónicas, la presencia de separatismos, el monarquismo, todavía muy sólido los tiempos de Azorín, un fuerte sentimiento de independencia -muy resaltado para el caso español, y en todo momento, por Anthony Eden en sus memorias-  y el individualismo esencial e irreductible de nuestros mejores momentos. También la impronta de lo religioso en la política así como la compartida condición de haber sido potencias imperiales y marítimas. El abandono inglés de la Unión Europea bien puede interpretarse como el rechazo irresistible de la vieja monarquía oceánica hacia las complicaciones e inoportunos compromisos continentales. Nuestra rivalidad, nuestros más y nuestros menos con Inglaterra son explicables a partir de estas coincidencias. Y también -aunque creo que esto ya no es así- la enigmática dificultad de españoles e ingleses para aprender otros idiomas, asunto sobre el que se ocupó, en algún momento, Ortega. En fin, si ellos medían su imperio en millas y yardas, nosotros lo hacíamos en leguas, varas, fanegas y celemines y si ellos ahogaban sus penas en pintas y medias pintas, nosotros en azumbres y cuartillos.



sábado, 13 de mayo de 2017

PARA VESTIR COMO UN CABALLERO (1761)


En enero de 1761, contrajeron matrimonio en la parroquia del Sagrario de Jaén don Diego Eleuterio Sanz y Atocha y doña Francisca Quiteria Fernández de Velasco y Carrillo de Monroy. Doña Francisca Quiteria nació hacia 1731. Casarse a los treinta años hace dos siglos y medio no era tomarse las cosas con demasiada prisa, de hecho, doña Francisca Quiteria tuvo tiempo para todo y fue afortunada, al menos en lo que a su larga vida respecta, pues conoció la mayor parte del siglo XVIII y las dos primeras décadas del XIX. Vivió bajo los reinados de Felipe V, Luis I, Fernando VI, Carlos III, Carlos IV y Fernando VII y fue testigo, ya octogenaria, de la invasión de Napoleón y hasta del pronunciamiento de Riego pues todavía vivía y tenía mando en plaza en 1823. Hay que decir, además, que fue señora muy linajuda -bien lo sabemos gracias a los estudios de don Enrique Toral y Peñaranda- pues era  descendiente de Antona García de Monroy, que levantó Toro a favor de la Reina Católica, del obispo don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, de honrada memoria, y de los señores de Sancho Íñiguez. Estaba también emparentada con caballeros veinticuatro y clérigos de renombre. Del pobre don Diego, y digo pobre porque parece haber quedado en el olvido, poco podemos decir, salvo que era hijo de don Luis Vicente Sanz y de doña María Feliciana de la Yedra y Palomares. No tenemos noticia de la fecha de su muerte y ni de otros detalles de su ascendencia. Sí conocemos, gracias a la correspondiente escritura notarial que fundamenta estas notas, su firma y su vestuario. No era muy abundante pero, la verdad, parece escogido y elegante. Es el que sigue:

Un vestido cumplido con casaca, chupa y un par de calzones: 304 reales y medio.
Una capa de paño de Albaicín: 90 reales.
Un vestido "de medio carro" con casaca, dos chupas y dos pares de calzones, la casaca forrada de seda: 316 reales.
Un par de calzones de ante "más que mediados" con botonadura de plata y charreteras: 60 reales.
Una capa de medio pelo "color café oscuro": 99 reales.
Unos botines y una montera de paño fino: 12 reales.
Dos gorros de seda: 20 reales.
Una casaquilla corta de paño fino: 48 reales y medio.
Dos sombreros, uno a tres picos y otro chambergo: 50 reales.
Un peluquín: 22 reales.
Dos pares de medias, dos de seda y otras de estambre, sin estrenar: 86 reales.
Un par de zapatos sin estrenar: 15 reales.
Seis mudas de ropa -camisas y jubones- de tiradizo y medianillo y seis pares de calcetas, todo sin estrenar: 363 reales.
Cinco camisillas, dos de estopilla y otra de Bretaña, sin estrenar, y otras dos mediadas, también de Bretaña: 208 reales.
Un "beriqui": ocho reales.
Una espada ancha: 50 reales.
Un espadín con su puño de plata de ley: 165 reales.
Un juego de hebillas de zapatos y charreteras: 50 reales.
Unas corchetas de corbatín: 16 reales.
Una botonadura de piedras: 16 reales.

Para completar el capital se añadían 1.300 reales de vellón en metálico, sumando todo 3.300 reales. La estimación del valor de los bienes anteriores estuvo a cargo del maestro sastre Sebastián Salinas. Dejo a los especialistas y a los estudiosos de la historia del vestido las consideraciones que correspondan pero no es aventurado pensar que estamos ante el fondo de armario de un caballero de discreta posición. Para acabar, dos reflexiones más: el chambergo, la espada ancha y quizás la montera son concesiones al casticismo; el sombrero de tres picos, el peluquín y el espadín simbolizan los tiempos ilustrados. Nunca sabremos qué le tiraba más a don Diego Eleuterio Sanz, si lo uno o lo otro.