domingo, 27 de febrero de 2011

POR UNA JÍCARA DE CHOCOLATE




"Predicó en San Gil al Consejo Real un fraile descalzo y dijo que había llegado a sus pies un penitente que mezclaba el chocolate con tierra de difuntos, que lo engrasaba mucho y hacía muy bueno, y que con esto lo vendía a muy subido precio". Pasó este suceso, contado por Barrionuevo, en el Madrid de 1657.

Arcadas aparte, este producto fue adulterado con las más diversas sustancias y se le añadían propinas como pan rallado, harina de maíz y corteza seca de naranja, práctica que era perseguida por la Justicia del Rey y los veedores municipales con desigual fortuna. Se agasajaba a los más altos personajes con chocolate, en especial con las cajas de Guajaca, procedentes de Guatemala, que también eran objeto de falsificaciones para perjuicio de cándidos. El duque de Alburquerque, virrey de Nueva España entre 1653 y 1660, regaló a distintos consejeros y señores 16.000 libras de chocolate a razón de dos reales de a ocho por libra. No se contaban en esta partida las 8.000 libras enviadas al Rey, la Reina, a una infanta y al valido don Luis de Haro. Nada más que el porte de este detalle ascendía a 8.000 ducados, sin contar derechos de aduana. Con mucho menos se fundaban mayorazgos muy lucidos en España. Conveniente es, para valorar en su justa medida el rumbo del Duque ,tener en cuenta que una libra equivalía a unos 460 gramos.

La afición por el chocolate era, por tanto, general. Incluso en las dotes modestas aparecen chocolateras, jícaras y mancerinas. El brebaje se ha asociado con frecuencia al clero. Leandro Fernández de Moratín, en una carta a Jovellanos en 1787, comentaba las dificultades del conde de Aranda: "no me extrañaría que en odio del mismo volviesen los Padres Jesuitas con sus orillos, su probabilismo y su buen chocolate". No era del todo justo Moratín pues no faltaban precedentes de regalistas, mal considerados por muchos clérigos, partidarios de tal colación. Recuerdo ahora a Melchor de Macanaz que todas las noches, hacia las nueve, y después de horas de escribir informes y memoriales, cenaba una jícara de chocolate, no muy espeso para prevenir indigestiones y con gran abundancia de pan. Al día siguiente, a las tres de la madrugada, comenzaba para él la jornada. Quedaba mucho día por delante.




jueves, 24 de febrero de 2011

AUSTERIDAD EN EL GASTO

El alcance de las arcas municipales era general. Años hubo en los que no se encontró un cuarto. Ni para el más ruin de los libramientos. En la primera mitad del siglo XVII decidió la Justicia y Regimiento de la Ciudad de Jaén recortar gastos. Comenzaron por la cera. Hubo muchas pesadumbres por esta medida pues, además del ahorro, se tocaban asuntos relacionados con el protocolo, en los que eran muy puntillosos los españoles de aquel tiempo. Tenían una memoria prodigiosa para recordar precedentes y agravios antiguos.

En las fiestas de la Virgen del Rosario, celebradas a inicios de octubre como es sabido, se dispuso que tuvieran derecho a llevar cirio, en la procesión correspondiente, el corregidor, los caballeros veinticuatro y el alcalde mayor. Los jurados, con menos mando en plaza, se irritaron por esta decisión que los relegaba a una posición sin lustre. No era la primera vez que los caballeros veinticuatro trataban de mortificarlos. Sacó de quicio a los jurados, en especial, que hasta los trompetas del Ayuntamiento, que hacían a veces de porteros e incluso barrían, las estancias municipales , imagino que sin mucho celo pues estaban achacosos y quebrantados, tuviesen derecho a llevar vela. En 1616 porfiaron tanto los jurados que consiguieron cera aunque a regañadientes y no sin muchas advertencias. En 1625 se amoscaron por lo mismo los dos escribanos mayores, Antonio de Talavera y Sotomayor y Pedro de Vera, ambos muy linajudos, y pidieron lo suyo. Otros oficiales y dependientes, menos ceremoniosos y más expeditivos, recurrían directamente al arca donde se guardaba la cera y se surtían por su cuenta. Después, en medio de las calles, durante la procesión, aparecían alumbrando tan ufanos pero no era cuestión, pensaban los caballeros veinticuatro, descomponerse, pedir explicaciones y, en fin, dar un espectáculo ante la general satisfacción del vecindario y el escándalo del clero local. Al final, en 1629, se tomó una medida: "haga se eche una cerradura en el arca donde se lleba la cera a las fiestas de la ciudad".

Tuvo que sentar mal la decisión aunque peor fue aquel año cuando, tras las procesiones, se mandó devolver los cabos de vela sobrantes tras el recorrido, para sacar algo con su venta.

domingo, 20 de febrero de 2011

CHAPINES

Los chapines tenían gran aceptación entre las españolas del siglo XVII. Era un calzado con una gruesa plataforma formada por varias láminas de corcho, reforzadas con láminas de estaño, o de otros metales, y clavijas de plata. El chapín se apoyaba en el suelo sobre dos protuberancias, una hacia la punta y otra hacia el talón. Sobre esta elevada base se disponían unos añadidos de cordobán o de badana que daba al chapín un aspecto similar a una sandalia. El pie, antes de calzarlo, debía ir previamente enfundado en unas babuchas o zapatillas ligeras. Las mujeres que decidían salir a la calle con chapines, pues no era calzado para estar en casa, solían llevar una bolsa,de cierto lujo, para guardarlos si era necesario despojarse de éstos. Medida de prudencia si había que apresurarse o, lo que era más improbable, correr. Era lo que se entendía por "soltar los chapines". Los chapines eran frecuente causa de caídas y torceduras. Calzar chapines indicaba que ya se contaba con suficiente edad para contraer matrimonio o que ya se había pasado por el Altar. Esto valía también para la misma Corte de los Austrias, como bien dejó escrito Gregorio Marañón.

Los chapines fueron objeto de todo tipo de sátiras, burlas y sarcasmos misóginos El doctor Laguna, Lope de Vega y por supuesto Quevedo escribieron sobre tales prendas. Se puede recordar, en concreto, la mención de este autor al respecto en su Instrucción y documentos para el noviciado de la Corte. También los moralistas que se espantaban ante las locuras del siglo mostraron una abierta antipatía ante estos andamiajes de corcho. Se unía la reprobación de los chapines a la de los bigotes engomados, las melenas, las gorgueras, los coches y los guardainfantes. No había cuartel. Es posible que estos catones barrocos asociasen los chapines al bullicio de la calle que tanto divertía a aquellos españoles.

Por último no quiero dejar de recordar el impuesto llamado "el chapín de la Reina" recaudado con motivo del casamiento del Rey. El Cabildo municipal de Jaén, en 1599, afirmaba al respecto: "quando las señoras reynas se casan le concede [El Reino] ciento y cinquenta cuentos pagados en tres años, como se a acostumbrado otras veces". El Concejo, por cierto, trató de zafarse de dicha carga alegando ciertas exenciones de las que no hizo caso alguno la Real Hacienda. Era contribución directa de la que estaban libres hidalgos y clérigos.

Miguel Herrero: Oficios populares en la sociedad de Lope de Vega, Madrid 1977.
La referencia al Chapín de la Reina y el Concejo de Jaén: Ángel Aponte Marín: Gobierno municipal, elites y Monarquía durante el reinado de Felipe III (1598-1621), Jaén 2010.


miércoles, 16 de febrero de 2011

SENTIDO DEL DEBER


En 1624 viajó Felipe IV a las Andalucías. Estaban soliviantados los cabildos de las ciudades con voto en Cortes. No querían dar poderes decisivos a sus procuradores. Desconfiaban de los nuevos servicios y arbitrios, pretendidos por el Conde Duque, para dar más sustancia a las arcas reales.

En una de esas jornadas pasó el Monarca por Cádiz. Cuenta un aviso que visitó de noche las murallas. Cuando se acercaba, un centinela le pidió el nombre. Lo dio Don Felipe y pasó sin más novedad. Pero no quedó ahí el negocio pues topó con otro centinela "que era moçuelo visoño", pidió a su vez el nombre y otra vez el Austria respondió: "El Rey". El soldado pensó que todo era broma y dijo, con llaneza y bronca claridad, ante el monarca más poderoso del mundo: "alarga allá, que de noche no conosco a nadie, diga el nombre o le dare un mosquetaso". Tuvo Don Felipe que identificarse como cualquier vecino para seguir su ronda.

De piedra debió de quedarse el soldado cuando vio pasar ante él a Su Majestad. Razones para desvelarse tuvo aquella noche. Pero Don Felipe era rey cristiano y no tirano pues al día siguiente, informado del nombre del soldado, le concedió, en recompensa, una ventaja.

(El suceso comentado viene recogido en Memorias de Sevilla, noticias del siglo XVII, edición de Francisco Morales Padrón, Córdoba 1981.)

jueves, 10 de febrero de 2011

POBREZA




En el siglo XVII lo normal era ser pobre. Había, con todo, grados en la indigencia. Desde los pobres vergonzantes a los de solemnidad y con licencia. Los más desgraciados eran los vagabundos, o los vagamundos como a veces se mencionan en los documentos y no sin evidente lógica. Erraban de pueblo en pueblo por los caminos, con la vida a cuestas y de milagro, trasegando soles y hielos, sin consuelo. Con el ladrido de los perros por cena y los postigos cerrados por colación. Siempre bajo la mirada de alguaciles y cuadrilleros de la Santa Hermandad.

El 21 de mayo del desolado año de 1698, cerca de Despeñaperros, en la villa de Vilches, tierra del Reino de Jaén, el párroco de San Miguel dio cuenta de:

"un pobre hombre que murio en el ospital desta villa y no se supo como se llamaba ni de donde era. Recibio los Santos Sacramentos y no tenia aun ropa que ponerse por ser de los pobres viandantes".

Difícil es expresar mejor, con tan poco, tanto desamparo.


domingo, 6 de febrero de 2011

EL TERREMOTO DE 1680 Y EL DESORDEN DE LOS TIEMPOS

La peste asolaba los pueblos desde 1679. Sin tregua alguna, el 9 de octubre hacia las seis de la mañana, día de san Dionisio Areopagita, hubo un terremoto. El párroco de San Lorenzo, don Antonio de Ulloa Salto, escribió tiempo después en un libro de bautismos:

"Un temblor de los maiores que se han visto, aviendo sucedido antes unas plubias horribles y truenos espantosos los quales duraron continuamente un mes y cayeron piedras el dia diez y ocho de septiembre de este año, como güebos gordos de gallina. Fue año esteril por no aber llovido desde enero, no llobio principios de maio. Y el mes de diziembre de este año despues de cogida la cosecha de la fruta volvieron a florecer los arboles frutales y por henero de ochenta y uno avia manzanas y a fin de este año se vio un tremendo cometa como lo certifico aver vistoy firme".

El terremoto podía inquietar, al igual que el cometa que se consideraba señal agorera, pero más espanto debía de provocar ver los árboles por la Pascua de Navidad como si fuese marzo o abril. Aquí había una clara señal de la locura de los tiempos, constatable por cada persona del Barroco. ¿Qué querrían decir estas señales?. ¿Era advertencia o castigo de la Providencia?. ¿O era una prueba más para la quebrantada Monarquía de España?.

Mucho debió de preocupar al Prior para que dejase constancia de todo por escrito, en la soledad de su sacristía. Le daría vueltas y más vueltas. Inquiriría entre hortelanos y labradores, en los pasillos del Obispado y en la tertulia de algún canónigo. Todos se preguntarían y tratarían de recordar aquel año en que también se movieron las estrellas. Si la sucesión de las estaciones estaba desquiciada, pensaban, ya todo se podía esperar.

(El testimonio del Prior fue recogido por el historiador Manuel López Molina y publicado en su libro Una década de esclavitud en Jaén (1675-1685), Jaén 1995. Hay referencias al terremoto de 1680, además, en el libro de Ángel Aponte Marín y Juan Antonio López Cordero: El miedo en Jaén, Jaén 2000.)

martes, 1 de febrero de 2011

LOS ESCOPETEROS DE LAS REALES DILIGENCIAS

En la España del siglo XIX eran ásperos los caminos. Las ventas no eran como aquellas posadas de las novelas de Jane Austen o como las referidas por Dickens en sus historias sobre el Club Pickwick. Aquí todo esto era distinto. Bien lo demuestra Moratín en sus notas de viaje por Inglaterra. Viajar en España era padecer fríos y peligros, mal comer y peor dormir. Y jugarse la vida a pares y nones. Cuando no eran los barrancos, acechaban los ladrones. Y los lobos, como aquellos que atacaron a la silla correo, en tierras asturianas y camino de la Corte, un primero de febrero de 1863. Fueron dos guardias civiles, con ejemplar valor y resolución, los que rechazaron a las fieras. Hace hoy 148 años.

En el reglamento de mayorales de las Reales Diligencias, editado en 1835, se menciona la figura del escopetero. Tenía la obligación de proteger a los pasajeros y custodiar sus propiedades. Era obligado que los escopeteros fuesen unos hombres fogueados, conocedores de la vida de viaje. Las advertencias contenidas en el mencionado reglamento indican mucho con pocas palabras. De esta forma se les prohibía viajar en el interior del carruaje para evitar a los pasajeros impertinencias, confianzas y otros enojos. Tampoco se les permitía acceder a los equipajes, moverlos y trastearlos. No podían llevar por su cuenta portes y paquetes. Sí se les autorizaba a traer consigo una maleta pequeña y una prenda de abrigo, además de sus armas. Sería cosa de interés en verlos en las mañanas de helada, envueltos en el capote, monumental tagarnina encendida, y subiendo al pescante. De su carácter airado da cuenta la siguiente advertencia recogida en el reglamento: "el Mayoral reconvendrá siempre a los Escopeteros en términos que no se originen disputas", pues como eran aficionados a encampanarse podrían dar algún escándalo y vocerío ante los viajeros. En caso de diferencias mejor comunicarlo, con más calma, a la superioridad.