lunes, 29 de agosto de 2011

ALGUNOS DATOS SOBRE MESONES

Los mesones eran establecimientos cuyo fin era alojar a los viajeros. Tenían menos categoría que las fondas y las posadas y se diferenciaban de las ventas en que éstas estaban en despoblado. Podían ser de propiedad concejil, señorial, eclesiástica y también particular. Poco se podía esperar de un mesón. O mucho, según se mire. El viajero recibía techo y cobijo para descansar, dormir o, por lo menos, pasar la noche. En el mesón no se proporcionaba ni vino ni comida pues el alojado debía traerlos por su cuenta. Las ordenanzas municipales y la costumbre establecían que el vino se comprase en las tabernas y la sustancia en figones y bodegones. También cabía la posibilidad de adquirir algún platillo o golosina en los numerosos puestos ambulantes si se trataba, naturalmente, de una población de importancia. En la aldea prevalecía la escasez más que la abundancia.
Los mesones no eran caros. Sus precios, muchas veces fijados por el pertinaz intervencionismo de los gobiernos municipales, debían estar expuestos al público en la correspondiente tablilla. El mesonero solía contabilizar en el correspondiente cuaderno la paja y cebada consumidas por cada caballería. A través de una tasa, establecida para Jaén en 1627, conocemos algunos datos al respecto: el mesonero estaba obligado a mantener las camas limpias, con dos sábanas, colchón de lana, jergón, dos almohadas y un cobertor. Debía suministrar a los viajeros agua, fuego, sal y manteles limpios, "sin llevar cosa alguna". Por pasar la noche se pagaban 16 maravedíes. Por cada mozo de camino y cabalgadura que trajese el viajero cuatro maravedíes. Estos mozos no tenían derecho a dormir en cama alguna, pudiendo agenciarse un acomodo con las albardas y las mantas de camino. El caminante pagaría por cada noche y cama ocho maravedíes. Nada se cobraba a  trajineros y arrieros salvo el forraje de sus acémilas. Tampoco al transeúnte que se limitase a parar para descansar y almorzar sin pernoctar. No podía haber moza de servicio alguna por salvaguarda de su honra y, también, para evitar pecados públicos y demasías pues no eran los mesones casas de mancebía que las había, y muchas, a costa de los concejos.
Los viajeros solían dormir, los más, en zaguanes y establos. Con un poco de suerte, en los inviernos, en bancos o poyos junto a la cocina de amplia campana. Si tenía mal tiro la chimenea todos amanecían bien sahumados. Los cuartos eran descritos por Saint Simon como "boquetes oscuros y cámaras", cabe pensar que sin ventilación exterior, al uso de la época. Recomendaba dicho personaje llevar en los viajes una cama desmontable e instalarse discretamente en los zaguanes. El ruido era de purgatorio, con arrieros dando voces entre naipe y naipe, rasguear de vihuelas mal templadas y el trasiego de cuartillos de vino con sopas de ajo. En fin todo muy poco pulido. Imaginemos lo que pasaría por la cabeza de Saint Simon. No era el rococó en su esplendor.  Pero mejor allí, a buen recaudo, que pasando, a cuerpo gentil,  la noche oscura del siglo XVII.

Las referencias a la tasa de 1627 en:  Ángel Aponte Marín, "Algunos datos sobre mesones de Jaén en los siglos XVII y XVIII", en Senda de los Huertos, 26, 1992.

lunes, 22 de agosto de 2011

UN OFICIO DEL CAMPO: EL VELADOR

 Sus tareas son descritas por Manuel Halcón, marqués de Villar del Tajo, gran conocedor de la vida del campo, en su novela Ir a más.  El velador vigilaba a los mulos durante la noche. Ocupaba un puesto modesto en la larga jerarquía de oficios agrícolas, sin duda por lo sacrificado de sus circunstancias. No carecía, sin embargo, de gran responsabilidad por el elevado valor de las yuntas, capaces de procurar un sobrado sustento a las familias labradoras. Comenzaba su labor por la tarde, al dar de mano los gañanes. Entonces el velador iba con las caballerías al pilar para que bebiesen. Después las conducía a las rastrojeras donde eran trabadas. Era fundamental que pastasen para reponer fuerzas. Si al día siguiente los animales no bebían del pilar era señal de enfermedad o de haber pasado la noche entre pasto esquilmado. No era esto de buenos veladores. Antes de oscurecer, el velador debía elegir dos mulos a los que colocaba sus correspondientes esquilas. Su sonido en la noche marcaba el terreno   evitando que los animales se desorientasen y perdiesen en la oscuridad. Era obligado que todo buen velador conociese los nombres, señas y temperamento de los mulos, tan variados como los de las mismas personas. Es sabido que hay mulos nobles y taimados, otros son tranquilos y nerviosos, dóciles y rebeldes, pacíficos y mordedores. La coz de una res herrada podía ser de funestas consecuencias. Respecto a los nombres cito, como ejemplo, varios que leo en un libro del siglo XIX: Generala, Capitana, Briosa, Carbonera, Valerosa, Pastora o Peregrina. No son, sin embargo, de animales de labor sino de mulas de diligencia.

lunes, 15 de agosto de 2011

SANCHO DÁVILA

Hubo un obispo de Jaén que se llamó así. Y un capitán de los tiempos de Carlos V y Felipe II. Y otros personajes más. Pero nos referimos a otro, de vida más oscura pero no menos valerosa, granadino y paje de santo Toribio Alfonso de Mogrovejo. Entró a su servicio cuando éste era inquisidor en Granada. Al pasar a Indias,cuando el Santo iba a ocupar el arzobispado de Lima por muerte de don Jerónimo de Loaysa, Sancho Dávila formaba parte de su séquito junto a veintiún más. Llegaron allí en 1581. Fue santo Toribio un decidido defensor de los principios de Trento y visitó con dedicación y riesgo de su persona la inmensa diócesis que estaba bajo su jurisdicción. Las leguas se contaban por centenas en aquellas salidas y había más peligros que lejanías. Una vez, en una de esas jornadas, camino de Moyobamba, estuvo santo Toribio a punto de entregar la vida y el alma. Hubo una tormenta terrible, resbalaban las caballerías en los barrizales. Entre juramentos y plegarias, hubo uno, llamado Diego de Rojas, que dio voz de alarma pues quedaba santo Toribio como muerto en un cenagal. Lo llevaron, con grandes trabajos, a sitio seguro aunque ya sin esperanza. Llegó a tiempo Sancho Dávila, a pesar de estar quebrantado y aterido por la violencia del temporal. Con yesca y lana que sacó de una almohada hizo lumbre. Cosa de pastores parece el remedio, recuerdo quizás de esa España en la que la gente era tan aficionada a lanzarse por caminos y veredas a conducir rebaños, buscar aventuras o a reformar el Carmelo. En fin, poco a poco y con el calorcillo de la candela salió su señor de tan apurado trance. No fue la única vez en la que le salvó la vida. Al día siguiente estaba bien, ofició misa y predicó pues era domingo. El testimonio de Sancho Dávila fue de gran peso para la beatificación de santo Toribio pues conocía bien sus virtudes heroicas. También debió de saber de las querellas del Santo con el marqués de Cañete, don García Hurtado de Mendoza, virrey del Perú, al que llegó a excomulgar. Éste había mandado picar las armas arzobispales del Seminario de Lima, atrevimiento que no podía quedar sin respuesta.  


Tomo estos datos de la obra de Enriqueta Vila, Santos de América, Bilbao 1968.