viernes, 28 de diciembre de 2018

NAVIDADES EN TIEMPOS DE FERNANDO VII


España estaba quebrantada, las colonias perdidas sin remedio y la Real Hacienda acogotada. Conspiraban los liberales y los realistas tramaban venganzas. Fernando VII imponía, sobre todos y sin creer demasiado en nada, su taimada voluntad y su mal gobierno. A pesar de todo, las Pascuas llegaban y los madrileños, transeúntes y estantes se permitían algunos lujos y legítimos esparcimientos.
Los españoles de esos años desayunaban café con tostadas y molletes con manteca del país o de Flandes, también huevos con jamón o torreznos y, si venía a cuento, una copa de aguardiente.  Al mediodía, acudían a cafés, botillerías, fondas y figones. También, cuando era oportuno, a las acreditadas tiendas de ultramarinos de la Villa  para avituallarse con motivo de las fiestas navideñas. No reinaba la abundancia en días tan de capa caída pero algo había. En el Café del Sol -Horno de la Mata, 13-  se servían, en esas fechas, fiambres de jamón dulce y quesitos helados. La clientela podía, incluso, jugar al billar y refrescarse, entre carambolas, con unos espléndidos vasos de leche asorbetada adornada con huevo hilado. Sorbetes y helados se preparaban, a pesar del frío y como cosa en especial, durante los días de Pascua. Una botillería de la calle Fuencarral, frente a los Agonizantes, servía pastel de ternera, jamón dulce, salchichón y butifarra. La fonda de Perona, en la calle de Alcalá, disponía de salmón, gallinetas, sopa de mariscos, chirlas, almejas, ostras, chipirones y langosta. En los ultramarinos de Francisco Pérez, en la Red de San Luis, se vendía merluza a quince cuartos la libra. Los aficionados al congrio escabechado lo podían adquirir en el puesto de un gallego, llamado Juan González, a cuatro reales la libra.  En una salchichería de la calle de San Alberto, se ofrecían barriles pequeños de ostras además de escabeches de lenguado, rodaballo y besugo. Las botillerías y cafés más afamados confeccionaban leche de almendras -a dos reales el cuartillo- para cocinar una sustanciosa sopa. Los quesos más celebrados eran los de El Cebrero y los asturianos. En la Fonda de los Dos Amigos, frente a la Aduana despachaban chacolí rojo y unos vistosos capones de Vizcaya. En la Hostería de la Aurora, en la calle de Toledo, se preparaban pavos rellenos a 22 reales la unidad. Galdós en La Fontana de Oro menciona un establecimiento en el que se asaban, por Navidad, hasta cuatrocientos pavos y se vendían empanadas de perdiz y de liebre. Los jamones dulces gallegos, cocidos en vino, y los de Candelas eran muy renombrados. Un vecino de Lagartera vendía, en un puesto -armado en la calle de Toledo- chorizos, cecina de Extremadura, morcillas y lomo.
Eran días de privilegio para las galguerías. El público podía llevar a sus casas turrones de mazapán, canela, Berbería, Portugal, fresa, Alagón, Granada, frutas, limón, yema, manteca de nieve, guirlache y  crema de Chanttilly. Mesonero Romanos menciona los turrones traídos desde Toledo, Zaragoza, Jijona, Alicante, Valencia, Vitoria y Barcelona, además de los de Madrid. Los turrones de Zaragoza costaban entre cuatro y nueve reales la libra.  En una confitería de Cuchilleros se vendían confituras, almíbares  y dulces de guindas, fresas, cabello de ángel, borrajas, melocotón, grosella, membrillo, calabaza, batata de Málaga, perada, ciruela, albaricoques y cidra “a precios muy arreglados” y en frascos de vidrio.  También elaboraban limoncillos de Valencia y,  para comprar los famosos chocolates de Guayaquil y de Caracas, era aconsejable acudir a un local de la calle del Estudio. Eran también muy afamados los elaborados en Zaragoza y Aranjuez. En la lonja de la calle de la Abada vendían café fresco de La Habana.
Para vinos, licores y otros brebajes era obligada la visita a Los Andaluces donde se podía adquirir legítimo ron de Jamaica, vino de guindas, manzanilla de Sanlúcar, “tintilla añeja” de Rota y Pedro Ximénez junto a vinos de Jerez –pajarete, seco, lágrima y moscatel- Málaga, Burdeos y Champaña. Esta casa también comerciaba con aguardientes, nacionales o extranjeros, y ginebra. En una lonja de ultramarinos de la Puerta del Sol, se vendía la botella de champán a 36 reales, el triple de lo que se pagaba por una de Jerez seco. En una botillería de Preciados, se servía vino caliente. En la calle de la Luna había un almacén en el que se vendían, además de aguardiente de Francia y marrasquino, vinos de Cariñena y Peralta, Oporto y Madeira.

jueves, 6 de diciembre de 2018

UN DIPLOMÁTICO ESPAÑOL EN PEKÍN (1868)




“Paréceme que estoy viendo á. V.M. al lado de su augusto esposo y acaso rodeado de toda su Real Familia, leyendo estos garrapatos de su leal Quevedo, escritos a tantos millares de leguas de distancia y con tantas regiones y mares intermedios”. Así comenzaba la carta, enviada a Isabel II, de don Heriberto García de Quevedo, ministro residente del Reino de España en China, con representación además en Japón y Cochinchina. Escribía a inicios de junio de 1868 y lamentaba la muerte del general Narváez. Hombre de convicciones moderadas y monárquicas, alababa desmedidamente a González Bravo entonces nombrado presidente del Consejo de Ministros: “este hombre público reúne a una grande iniciativa, una de las mayores inteligencias de nuestra patria”. Aunque don Heriberto pensaba que “estar en China es poco menos que estar en el limbo”, no carecía de información veraz sobre los malos tiempos que se avecinaban para el Trono.  Proclamaba ante la Reina que “si bien conozco mi pequeñez e insuficiencia; pero en las convulsiones que pueden sobrevenir, un súbdito leal y decidido nunca está de más y sobre todo mi corazón me arrastra hacia allí y jamás me consolaré de no haber estado cerca de V.M. si su Real Persona o la Dinastía corren algún peligro”. A Doña Isabel debieron de parecerle estas palabras tan agoreras como, pasado el tiempo, clarividentes pues tres meses más tarde partía camino del destierro. Sin embargo, continuaba don Heriberto, bien valía la pena la lejanía si se podían prestar servicios en China, Japón y la Cochinchina, útiles para la presencia española en Filipinas “y a otros muchos de los dominios de V. en ambos mundos”. Aquí comenzaba el diplomático, a narrar los problemas de la representación española en Extremo Oriente. No deja de producir cierto asombro que se padeciesen estas carencias cuando España contaba con intereses de primer orden en la zona, debido a sus posesiones en Filipinas y en el Pacífico. Conviene tener todo esto muy en cuenta para explicar la modesta política exterior española del siglo XIX. Los achaques padecidos eran “del tipo y modelo que los franceses llaman intenables, lea V.M. insostenibles”. El primero era la falta de una residencia en propiedad para la legación española en Pekín. Era imperdonable, afirmaba,  que se tuviese que habitar una casa de alquiler, en comparación las legaciones de Francia, Inglaterra, Prusia y Rusia que contaban con magníficas sedes. Bien podría comprarse una “aunque sea muy modesta”, decía, pues “China toda persona decente vive en casa propia y redunda en desprestigio de la Representación de V.M el vivir en casa alquilada”. Además, pronto habría que ceder el inmueble, por razones que no precisa en la carta, ante la inminente llegada de los representantes de Estados Unidos, sin que hubiese en Pekín otra medianamente aceptable para alquilar. Otro obstáculo que produce asombro era el desconocimiento del idioma por parte de la representación española. García de Quevedo recordaba con cierto pesar lo padecido  en una visita del Príncipe Kong, nada menos que Presidente del Consejo de la Familia Imperial y del Consejo de Ministros, dignatario de gran poder en la política del Imperio, acompañado por dos miembros de su gabinete. El Príncipe, como era de esperar, no sabía una sola palabra de español y don Heriberto estaba en igual situación respecto al chino ya que reconocía: “yo ignoro completamente este idioma”. Por la fotografía que se adjunta se podría decir que el Príncipe Kong no debía de ser hombre de muchas bromas ni especialmente llano en el trato. Obtenga el lector sus propias conclusiones.

Tuvieron que recurrir a un intérprete. Sólo Dios sabe de dónde saldría y qué traduciría. Tampoco sabía chino, justo es decirlo, el predecesor de García de Quevedo, llamado don Sinibaldo de Mas y a pesar de sus numerosos años de servicio en el Imperio del Centro. García de Quevedo era tajante al denunciar esta situación: “aquí no hay ni en la Legación ni en los consulados un solo español que entienda debidamente esta difícil lengua”. Menciona a un señor llamado Aguilar, cónsul general en Macao que “apenas puede chapurrearlo” y al que desenmascara sin piedad pues “causa en verdad maravilla que por tanto tiempo haya traído engañado al Gobierno con sus pretendidos conocimientos del idioma chino. A mi me consta que aun tienen al señor Aguilar en el Ministerio por eminente sinólogo y es positivo que ni siquiera puede leer el chino” y citaba a don Francisco de Quevedo “si quieres saber el griego, di que lo sabes y es probado”.



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 *La carta se conserva en el Archivo de la Real Academia de la Historia, está fechada a seis de junio de 1868.