jueves, 26 de mayo de 2016

DE LA POLÍTICA MONETARIA DE FELIPE IV ( y 2 )

La reducción del vellón, planteada en 1628, dio lugar a unos debates muy enconados en el seno de los cabildos municipales consultados por la Corona. En estas controversias, en términos generales, se defendieron dos posiciones. Unos caballeros eran partidarios de indemnizar a los poseedores de la moneda que iba a ser depreciada y otros, en cambio, eran de la opinión contraria. A favor de la primera opción se alinearon Madrid, Toledo, Burgos, León, Salamanca, Guadalajara, Murcia, Córdoba, Valladolid, Ávila y Jaén. En contra se manifestaron Sevilla, Segovia, Soria, Toro, La Coruña, Jerez de la Frontera, el Señorío de Vizcaya y Ávila. Conozco, de manera directa por haber consultado las correspondientes actas, las deliberaciones de los  componentes del Cabildo municipal de Jaén. En el cabildo celebrado el 10 de junio de 1628, el corregidor don Andrés de Godoy Ponce de León pidió a los caballeros veinticuatro que tratasen sobre la conveniencia de la bajada del vellón. Les concedió el plazo de ocho días. Las reuniones se celebraron por las tardes "guardándose sumamente secreto". El Corregidor defendió, como era su obligación pues para eso representaba al Rey, la conveniencia de bajar el valor del vellón. La consideraba una medida sensata "sin que los pobres padezcan por sisas por ser gravosas" y "para que antes se restaure el Reino". Eran, en verdad, argumentos muy poco elaborados. El Cabildo municipal, sin embargo, no estaba tan convencido de la conveniencia de tal medida. Uno de los adversarios del vellón fue el veinticuatro Alonso de Valenzuela que, por su trayectoria personal, había demostrado tener ciertos conocimientos en cuestiones de negocios y dinero. Así, afirmó: "es grandísimo daño que la moneda de vellón hace y que es fuerça para la restauración deste Reyno consumirla". Dijo, además, que era necesario reactivar la circulación de la moneda de plata que era, a efectos prácticos, inexistente "porque no corriendo [...] fuerça es que los tratos y comercios cesen”. Nadie quería vender nada a cambio de una moneda de incierto valor. Además de todo esto, añadió Alonso de Valenzuela, el vellón había sido muy nocivo por haber propiciado la difusión de moneda "que se ha labrado y entrado de los reinos extraños". Don Jorge de Contreras Torres, un regidor adscrito al bando más olivarista dentro del Cabildo, discrepó en esta ocasión de las posiciones oficiales y manifestó su desconfianza hacia las medidas deflacionarias propuestas y su temor de que los vecinos no pudiesen pagar sus tributos. Don Pedro de Biedma dijo que no era justo que los propietarios de moneda de vellón perdiesen "sin género de satisfacción las tres partes de quatro". A su entender, las principales perjudicados serían los conventos de monjas "al tener sus caudales en censos". En esta misma línea incidió don Íñigo de Córdoba y Mendoza, futuro conde de Torralba y seguidor de la línea política más oficialista. En este caso también se mostró contrario a la baja del vellón que, lejos de conseguir "el eficaz reparo destos reynos, sería su misma destrucción especialmente de los conventos de religiosas y demás comunidades que tienen su hacienda en censos", además se "estragarían los tratos" saliendo, a fin de cuentas, perjudicada la Real Hacienda pues menos acabaría recaudando*. Justo es decir que los regidores no sólo temían por los ingresos de los conventos sino también  por sus propias rentas. ¿Con qué moneda cobrarían los réditos de los censos y juros?, ¿qué valor real tendía la moneda que atesoraban en sus arquetas y bolsas?, ¿en qué medida estos cambios repercutirían en la rentabilidad de sus arrendamientos rústicos y urbanos?, ¿bajarían los precios o ascenderían?. Estos hidalgos no eran expertos en banca o finanzas pero intuían el imprevisible efecto de tales medidas.

La primera consecuencia de la bajada del vellón fue la desconfianza. Mencionaré un ejemplo que se debió de producir en muchos lugares de España. El siete de agosto de 1628 se decidió tal medida. Cinco días después llegaba la noticia a un pueblo del interior de España. En Pozoblanco, al norte del Reino de Córdoba, un auto del Cabildo municipal del doce de agosto de 1628, declaraba "que en esta villa hai rebuluzión de que hai bajada en la moneda de bellón y a sido causa de que las personas que benden mantenimientos en esta villa de pan y vino, y carne y aceite, sal y todas las demás cosas de mantenimiento no quieren bender y los pobres y pasajeros padezen con gran nezesidad de hambre". El Concejo ordenó, bajo pena de 1.000 maravedíes, que los que "hasta oi an bendido los dichos mantenimientos los bendan como asta aora, tomando la moneda que asta oi a corrido hasta que se sepa con zertidumbre de la cabeza de partido el horden que se a de tener"**. Ningún tendero se atrevía a vender sus artículos a cambio de una moneda cuyo valor real no podía estimar. Como escribió Stefan Zweig, refiriéndose a la Viena de entreguerras, asolada por la inflación: “Pronto ya nadie sabía cuánto costaba algo.***
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*Las deliberaciones en mi libro: Reforma, decadencia y absolutismo. Jaén a inicios del reinado de Felipe IV, Jaén 1999.
** Las noticias de Pozoblanco las publiqué en `Pozoblanco en la primera mitad del siglo XVII` Premio Juan Ginés de Sepúlveda, Pozoblanco, 1993.
***El mundo de ayer (1939-1941).

lunes, 23 de mayo de 2016

DE LA POLÍTICA MONETARIA DE FELIPE IV (I)

La Casa de Austria trató de paliar sus penurias mediante la emisión de moneda de vellón. Consistía en reducir la cantidad de plata en las monedas acuñadas, sustituyéndola por cobre y, de esta forma, aumentar el dinero en circulación sin emplear una mayor cantidad de metal precioso. Este sencillo remedio, a modo de alquimia, permitió, a corto plazo, que la Real Hacienda dispusiese de una liquidez mayor. Si faltaban reales se acuñaban más y todos felices. Sin embargo fue un ardid pernicioso. La emisión de vellón puso en circulación un dinero envilecido del que todos se querían desprender, provocó una evidente subida de los precios que agravó la tendencia inflacionista vivida en España desde el siglo XVI y, como por ensalmo, la plata dejó de circular. La moneda de vellón pronto fue rechazada por toda la sociedad española del siglo XVII. Todos querían pagar con cobre y cobrar en plata. Ya, de manera relativamente temprana, el jesuita Juan de Mariana condenó, con los más duros términos, estas acuñaciones considerándolas una desvergüenza. También los procuradores de Cortes, en nombre de sus ciudades, manifestaron lo que era opinión general en todo el Reino y, siempre que pudieron, pidieron a la Corona que dejase de ordenar estas emisiones. Justificaciones no faltaban según la Corte y los consejos: las necesidades eran muchas, graves los compromisos y pocos los medios para afrontarlos. Estaban en juego la unidad católica de Europa, la conservación de los reinos de la Monarquía y el tener la guerra fuera, bien lejos de las fronteras de España.

La Corona consciente del mal y de la impopularidad asociados a esta política monetaria decidió en 1628 reducir a la mitad el valor nominal de todas las piezas de vellón. Fue una rigurosa medida deflacionaria. Con este proyecto, la Corona pretendía aumentar la circulación de la plata además de bajar los precios y controlar el caos monetario vigente. Si bien el Rey podía decidir lo que considerase oportuno al respecto, no era prudente ir por las bravas. Era una decisión que se debía tomar con mucha prudencia. A la altura de ese año, 1628, los españoles ya estaban muy escarmentados en materia de arbitrios, tributos y manipulaciones monetarias. La precipitación en estas cuestiones podían ser el camino seguro hacia el motín y la algarada. Tampoco era conveniente dar pie a que circulasen memoriales, sátiras y pasquines. A los españoles del seiscientos les apasionaban estas controversias. Aquí, hasta los más rústicos sabían de arbitrios y se hablaba de encabezamientos y alcabalas. El tiempo era bueno, más que avanzado el verano, y nada mejor que comentar, en nerviosa tertulia, las noticias políticas. Ordenó el Rey consultar, de manera directa, a las ciudades con voto en Cortes y a otras que, sin tener voto en éstas, eran especialmente relevantes. Los corregidores recibieron instrucciones desde el Consejo de  Castilla para que las deliberaciones se realizasen con la mayor discreción e incluso en secreto. Había razones para ello. Debe tenerse en cuenta que en estas reuniones sólo participaron los miembros de las oligarquías locales que controlaban los cabildos municipales. Los vecinos de las ciudades, y no digamos los de las villas y lugares, quedaban al margen de tales discusiones. Tenían, sin embargo, las plazuelas y las gradas de las iglesias. El sigilo exigido prueba que se tenía muy en cuenta la opinión de los vecinos, del pueblo llano, y que se temía su reacción. No era para menos.


lunes, 16 de mayo de 2016

EL CAPITÁN VERDUGO, LA CERVEZA Y LOS PELIGROS DEL AGUA

Francisco Verdugo sirvió a Felipe II durante muchos años. Sentó plaza de soldado en 1557, cuando la guerra con Francia, nada menos que en San Quintín, demostró coraje y dotes para la vida castrense. Le dieron, entonces, una ventaja de ocho escudos. Desde unos orígenes oscuros, a fuerza de trabajos y peligros, llegó a mucho. Desde 1581, durante catorce años, estuvo en su puesto como gobernador y capitán general de la provincia de Frisia. Dicen que fue el más duro, cínico, frío y desilusionado capitán español del siglo XVI. Y bueno como el que más en lo suyo, añadiríamos nosotros. Decía, con escarmentado realismo, que "al fin las victorias vienen de Dios y él las da a quien es servido, pero también es necesario que los hombres se ayuden y provean de su parte sin dexar cosas a la ventura". Su mando en Frisia le ocasionó muchos desvelos y desengaños: "ha sido gran desgracia mía haber empleado catorce años, los mejores de mi vida, tratando con la gente que en este discurso he significado". Sin sustancia para las pagas de los soldados, con grandes aprietos para alojar y alimentar a las compañías, lo acusaron de administrar mal la bolsa del Rey. Pero dejemos, en esta ocasión, la guerra y la política. Mencionamos a Francisco Verdugo por una observación que recogió en su Comentario de la guerra de Frisia:

"Estas tropas que yo inviaba mataban mucho de ellos, y era lástima de ver a los gascones, que por no ser acostumbrados a beber cerveza, bebían agua, y con ella les vino una enfermedad, que se quedaban por aquellos caminos en tropas; había entre ellos mucha nobleza y joventud [...] fue tanta la mortandad que no escaparon de veinte uno".

Estos gascones se morían por beber agua corrompida. A falta de vino, cien veces mejor la cerveza que las aguas hediondas.

miércoles, 11 de mayo de 2016

EL VIAJE DE FELIPE IV Y LOS RECIOS TEMPORALES DE 1624

Con motivo de esta primavera lluviosa voy a recordar el viaje de Felipe IV a Andalucía en 1624. Un viaje real era empresa de mucha dificultad, trabajo y gasto. No era para iniciarlo a la ligera. Había muchos libramientos que contabilizar, numerosas partidas que barajar en una Real Hacienda quebrantada y unas arcas locales empeñadas y plagadas de trampas. Los concejos por donde pasaba la comitiva real tenían la obligación de aportar víveres, arreglar caminos y preparar aposentos. El dispendio era enorme y a todos estos gastos se unía la obligada organización de festejos y regocijos para honrar al Rey. Cada pueblo o ciudad festejaba su llegada como podía. Algunas demostraciones eran modestas e incluso ingenuas, como en Santisteban del Puerto donde, según Joaquín Mercado Egea, prepararon una iluminación con lamparillas y un cordel de cohetes "que venía uno y respondía otro". En Jaén, entre otros espectáculos y homenajes, hubo salvas artilleras desde el Castillo de Santa Catalina e "invenciones de fuegos" y luminarias, como bien recogió Rafael Ortega y Sagrista hace años.

El viaje a Andalucía no fue dispuesto por gusto o afición sino por empeño del Conde Duque. Se negaban los caballeros veinticuatro de las ciudades andaluzas con voto en Cortes a dar licencia a sus procuradores de Cortes para que autorizasen nuevas cargas tributarias. El patriciado urbano que controlaba los poderosos cabildos municipales con voto en Cortes desconfiaba de las reformas de Olivares. Desde la Corte no había manera de doblegar a los más incorregibles. Ni con la merced ni con la vara. Pensaba Olivares que la presencia del Rey movería los corazones de tan leales vasallos y que, al fin, se avendrían a autorizar lo que la Monarquía les pedía. Algo se consiguió al respecto pero no sin grandes esfuerzos y sinsabores. Salió el Rey de Madrid el 8 de febrero y volvió el 19 de abril.  El Rey viajaba en coche de seis mulas, a caballo y, a veces, en litera. Hubo días de mucho penar por las lluvias. Cuando preparaban la llegada de Don Felipe a Sevilla diluvió con furia. Los aires fueron tan rigurosos que arrancaron árboles de cuajo y derribaron - como si fuesen cartones- los andamiajes que se habían preparado para dar lucimiento a tan memorable jornada. En el Guadalquivir, según consta en lo escrito por un memorialista, el viento "trastornó muchos barcos, dos pataches junto a Borrego, y en Sanlúcar dos naos inglesas, y otros muchos daños". El temporal fue sufrido en Sevilla desde el atardecer del 15 de febrero y sorprendió a Quevedo, cuando formaba parte del séquito real, cerca de Linares. Desde Andújar, el 17 de febrero, le contaba el mal pasaje al marqués de Velada:

<<Del Condado pasamos a Linares jornada para el cielo y camino de salvación, estrecho y lleno de trabajos y miserias [...]  íbamos en el coche [... ] con diez mulas; y en ennocheciendo, en una cuesta que tienen los de Linares para cazar acémilas, nos quedamos atollados [...] determinamos dormir en el coche. Estaba la cuesta toda llena de hogueras y hachones de paja, que habían puesto fuego a los olivares del lugar. Oíanse lamentos de arrieros en pena, azotes y gritos de cocheros, maldiciones de caminante. Los de a pie sacaban la pierna donde la metieron sin media ni zapato.>>

Sería  de ver a aquellos caballeros de hábito y a los gentilhombres con sus llaves - la gloria de la nobleza de Castilla-  yertos, mojados, mal dormidos, peor comidos, las calzas perdidas de barro, entre reniegos de carreteros, caminos empantanados, juramentos de mozos de mulas y acémilas de imposible gobierno. Nunca olvidaría Quevedo lo vivido en esa primavera de 1624.

domingo, 8 de mayo de 2016

ALFONSO XIII EL SPORTMAN


En 1905 Alfonso XIII viajó a Inglaterra. Con motivo de su visita a Windsor, un periódico local -The Windsor Chronicle- no dudaba en elogiar a Don Alfonso: "El Rey de España es un sportman como no hay igual en Europa. Es un maravilloso y diestro jinete, un excelente automovilista, un hábil tirador de rifle y revólver; un soberbio esgrimidor y un excepcional boxeador, según el estilo inglés, para la propia defensa". Fueron alegres aquellos años eduardianos.
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La fotografía es posterior, de los tiempos de Primo de Rivera, y procede de BNE (CC). Un documento de Alfonso XIII en plena actividad deportiva en http://www.rtve.es/alacarta/videos/archivo-real-alfonso-xiii/alfonso-xiii-jugando-polo/2833071/

domingo, 1 de mayo de 2016

VIAJAR EN COCHE NO ERA PARA JOVELLANOS

Jovellanos tenía a veces un carácter un tanto descontestadizo. Veamos su opinión sobre los viajes en coche de caballos. No les podía negar ciertas ventajas: "es ciertamente una cosa muy regalada", decía, pero "no muy a propósito para conocer un país". La causa: "la celeridad de las marchas ofrecen a la vista una sucesión demasiado rápida". Además, "el horizonte que se descubre es muy ceñido, muy indeterminado, variado de momento en momento y nunca bien expuesto a la observación analítica". C.S Lewis, otro gran conservador, coincidirá, en cierta medida, con las apreciaciones de Jovellanos cuando, en Surprised by Joy (1955)afirmó que uno de los efectos más deplorables de los transportes modernos es que acababan con las distancias -"uno de los dones más preciados que hemos recibido"- y que un joven de su tiempo viajaba cientos de kilómetros con una sensación de liberación menor que la que experimentaban sus abuelos en un viaje de quince. Lo de la excesiva velocidad de los carruajes del siglo XVIII no deja de parecernos ingenuo en esta acelerada época en la que se tiene por alarde, y cosa de mucho mérito, el cubrir grandes distancias en poco tiempo. En 1831, décadas después de los viajes de nuestro ilustrado, una góndola con quince plazas salía de Madrid los jueves a las dos de la madrugada y llegaba a Cádiz, si todo iba bien, el lunes a las cuatro de la tarde. Tiempo para estudiar paisaje y paisanaje no faltaba. Claro que no era posible parar por los caminos para buscar minerales, cumplimentar a mayorazgos de pueblo, departir con párrocos y escribanos leídos, copiar lápidas romanas, dictaminar sobre la crianza del ganado mular o copiar legajos muy viejos que era lo que le gustaba a los ilustrados. Otra carga, sufrida por Jovellanos, era la de la compañía no elegida: el fastidio de soportar "la conversación de cuatro personas embastanadas en un forlón, y jamás bien unidas en la idea de observar, ni en el modo ni en el objeto de la observación". Mucho debió de padecer con este inconveniente. No hay que ser irremediablemente insociable para llegar a la más desolada autocompasión ante la mala fortuna de caer bajo la jurisdicción de un compañero de viaje parlanchín, impertinente, infatigable, tenaz y carente de cualquier sentido de la discreción. Y padecer tal flagelo no durante unas horas sino durantes jornadas completas. Quien lo probó lo sabe. Dejemos a un lado el ahondar en el fastidio del gran ilustrado al que nos permitimos imaginar, no sin sincera compasión, rechazando, educado e irritado, el ofrecimiento de cigarros, fiambres, dulces de membrillo, petacas de aguardiente y otras golosinas habituales en las meriendas de camino. Otra objeción más, nuestro Jovellanos detestaba de los viajes en coche: "el ruido fastidioso de las campanillas y el continuo clamoreo de mayorales y zagales con su bandolera, su capitana y su tordilla son otras tantas distracciones que disipan el ánimo y no le permiten aplicar su atención a los objetos que se presentan". Aquí hablaba el ilustrado en su versión más elitista, alejado del casticismo que tan grato era a tantos aristócratas de su tiempo. Nunca se dijo de él que fuese un hombre aficionado a lo popular.
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(Carta primera a don Antonio Ponz, en Jovellanos, Memoria del Castillo de Bellever -Discursos-Cartas, ed. Ángel del Río, Clásicos Castellanos, Espasa, 1969)