martes, 21 de junio de 2011

COSMÉTICA BARROCA

Uno de los patios centrales del Alcázar de Madrid estaba decorado con bustos. Los que representaban figuras o personajes femeninos tenían los hombros y las mejillas pintados de colorete. Es un reflejo de la gran difusión de los afeites en la España del siglo XVII. Causaba, ese hábito de maquillarse, gran contrariedad no sólo entre moralistas y censores sino en personajes tan conocedores del mundo como Quevedo y Lope de Vega, ya precedidos en estas posiciones por humanistas italianos como Piccolomini o Castiglione. Mariló Vigil cita a Francisco Santos, autor de Día y noche de Madrid, donde se menciona la existencia de "quitadoras de vello" a domicilio que vendían, además, "pasas aderezadas, canutillos de albalyalde, solimán labrado, habas, parchecitos para las sienes, modo de hacer lunares, teñir canas, enrubiar el pelo, mudas para los paños de la cara, aderezo para las manos..". 
Ya podían clamar contra los afeites unos y otros pero todas estas mixturas, al margen de sus efectos secundarios, constituían una muestra del artificio barroco, un alarde de lujo y civilización al alcance de todos los bolsillos. Si por lujo se entiende, según la definición de Werner Sombart, todo dispendio que va más allá de lo necesario. La onza de albalyalde se vendía al módico precio de cuatro maravedíes y la libra de solimán, que daba para mucho, por menos de 27 reales. Ambos productos se empleaban para hacer más pálida la tez. Se contraponía de esta forma la vida urbana a la rural, representada ésta por el  rostro bronceado por soles y viento. Los tiempos mudan todo, también esto.
El solimán era un producto muy tóxico, fabricado con azogue. Sus efectos sobre la piel debían de ser funestos. Ya existía en esos años una clara conciencia de su peligrosidad. En 1707 el Cabildo municipal de Jaén prohibió su venta, junto a la de rejalgar, a los especieros y mandó al alguacil mayor que requisase estos productos. Se impusieron multas, a diestro y siniestro, de hasta doce reales.  Los honrados tenderos se quejaron de esta disposición y dijeron que era cosa injusta pues dichas mercaderías se vendían con total libertad en Madrid, Granada y Córdoba. Su indignación demuestra que eran demandadas con profusión. Hubo también órdenes, en otro momento, por las que se prohibió su venta a muchachos y gente de poca edad y conocimiento. Tengo constancia de su uso como veneno en un caso de 1696, recogido por un escribano de Huelma, en tierras también de Jaén, por el que hubo una mujer encarcelada "por dezir aber echado la susodicha a Catharina Martinez, su suegra, solimán en la ensalada". Estuvo implicado en el suceso un tipo muy desaconsejable, malvado y de malas costumbres llamado Lázaro Muñoz de Illescas.

miércoles, 15 de junio de 2011

SIESTA Y ASCÉTICA

Trata la carta de mortificaciones y ejercicios espirituales. Era para un predicador que se adivina desasosegado, inquieto y riguroso. La escribe san Juan de Ávila. Uno de los grandes de nuestro siglo XVI. 
Dice, entre otras cosas: "Después de comer huelgue un poco el pensamiento, que aunque parecen que cuando pican la piedra del molino no se haze nada, mucho más se hace en aparejarla para más moler. Y si su cabeça a menester un poco de sueño, tómelo en hora buena".  
Nadie negará que es una brillante defensa de la siesta. Y un buen consejo ahora que los calores arrecian. Además, nadie ha dicho que el negocio de la salvación tenga que resolverse con sueño y bostezos.

domingo, 5 de junio de 2011

LOS MAYORALES DE LAS REALES DILIGENCIAS

Hace tiempo tuve ocasión de escribir unas líneas sobre los escopeteros de las Reales Diligencias. Figuras singulares, sin duda, pues en tan largos y penosos viajes era asunto de primer orden contar con un mayoral competente y formal. Según el reglamento de las Reales Diligencias de 1835 correspondía al mayoral conducir el carruaje con las riendas en la mano, sin abandonarlas en ningún momento, y conseguir que los viajeros, sus equipajes y los efectos a él confiados llegasen, sin novedad, a su destino. Antes de iniciar el viaje debía revisar con esmero el vehículo y comunicar a la Compañía cualquier deficiencia para su debida reparación. Una vez en el camino su mantenimiento era responsabilidad exclusiva del mayoral. Obligación ineludible era untar de sebo el carruaje. Debía hacerse esta enojosa operación, al menos, una vez por la noche. Para tal cometido podía recurrir a la ayuda de postillones, mozos de posada o de otras personas dispuestas. Todo mayoral debía revisar, con celo, tornillos y ejes y no olvidar la conveniencia de refrescar, en el momento pertinente, con agua el vehículo, en especial los cubos de las ruedas pues, con el roce, podían incendiarse. Además debía reparar todas las averías, siempre que no fuesen de mucha importancia e ir bien abastecido de cordelería de cáñamo para componer las ruedas deterioradas en la ruta. Al regresar a Madrid, el maestro de coches recibiría la correspondiente información del estado del carruaje para su arreglo y puesta a punto. El mayoral lo mantendría, además, bien limpio, por dentro y por fuera, con las colgaduras en buen estado, correctamente lustrados los correajes y a buen recaudo durante la noche. Al final de cada jornada le quitaría el barro y evitaría cualquier rigor inncesario cuando fuese obligado castigar a las caballerías. En caso de viaje nocturno tendría bien dispuestas bujías, velas y hachones de viento, extremando las precauciones. Más todavía si los viajes se hacían en "los tiempos de barros".

En las paradas el mayoral tendría especial cuidado en que el enganche y desenganche se realizase con la mayor diligencia, tarea que correspondería a los postillones. Éstos, junto a los zagales, los cuarteadores  y el escopetero estaban bajo su férreo  e indiscutible mando. El mayoral debía llevar sus cuentas claras, las tarifas oficiales siempre a mano, para evitar quejas infundadas, y una hoja de tránsito en la que constaban los nombres de los viajeros. A cada uno se le daba un asiento con su correspondiente número. Prohibiría, sin excepciones, que hubiese individuos en la baca, destinada a equipajes y otras cargas. Los viajeros estaban bajo su protección y debía velar por su seguridad y  buen acomodo en las posadas, tanto en la mesa como en los dormitorios.

El mayoral debía ser  "honrado, fiel y aseado", atento y correcto en el trato al tiempo que firme para evitar desbarajustes. Los mayorales negligentes, fulleros o groseros podían ser objeto de diferentes sanciones, desde la pérdida del salario al despido con malos informes. Los pundonorosos, rectos y cumplidores  tenían un alto porvevir pues "serían empleados en los viajes de preferencia, como son los de los Señores Ministros, Serenísimos Señores Infantes y SS.MM.", cuando hubiese ocasión. Y por supuesto serían favorablemente recomendados para ocupar plaza en las Reales Caballerizas además de merecer "el aprecio de sus Gefes y de todos los Socios de la Compañía".

miércoles, 1 de junio de 2011

HABLAR DE POLÍTICA EN EL SIGLO XVII


En unas cartas de jesuitas se da cuenta de un labrador que se plantó ante Felipe IV, en el desastroso año de 1640, y le dijo: "Señor, esta monarquía se va acabando y quien no lo remedia arderá en los infiernos". Felipe Ruiz Martín cita un caso, unos años antes, a inicios de dicho reinado, en el que dos operarios de un telar de Salamanca tuvieron una conversación sobre los asuntos de la república y acabaron a palos. Céspedes y Meneses, contemporáneo de estos hechos, describe en una obra a ciertos "caballeros mozos y paseantes de barrio" que en portales y escaños de parroquia hablaban sobre la expansión de los turcos, los asuntos de Hungría y los problemas de los estados italianos. Quizás era uno de esos corrillos que tanto disgustaban al padre Quintadueñas, en los que corría la conversación y el tabaco. También se hablaba de política desde los púlpitos y no sin desgarro. Bien fastidiaban a corregidores y alcaldes mayores estas libertades tomadas, a las bravas, por frailes que decían verdades como puños. Tenían, sin embargo, que aguantar pues no era fácil callar al clero de aquel tiempo. En los memoriales enviados al Rey y a los Reales Consejos se pergeñaban soluciones a los males de España, se restauraba la reputación de la Monarquía y se buscaban arbitrios para sanear las cuentas. A veces la opinión de los leales vasallos se reflejaba en libelos y pasquines colocados en puertas, con notorio anonimato, en letrillas satíricas, en las conversaciones a la luz del velón, junto al brasero de diciembre y en las largas jornadas de viaje. Cada cual tenía sus fuentes: el primo soldado, el sobrino canónigo, el escribano que estuvo de comisión en la Corte o el pariente oidor. Y, alguna vez,  la carta o la gacetilla. La sociedad que conocieron Cervantes y Velázquez estaba muy politizada. Es algo real, nada exagerado, que frecuentemente escapa al conocedor de nuestro pasado. Era normal entre los naturales de una gran potencia, estragada, gastada, quebrantada en su hacienda, con su tierra despoblada, harta de pagar, y más pagar, millones, alcabalas, sisas, arbitrios, más harta todavía de cobrar con moneda envilecida, resellada, recortada pero, y aquí está el enigma de España, capaz todavía de empuñar la pica y tomar el camino de Rocroi.