Uno de los patios centrales del Alcázar de Madrid estaba decorado con bustos. Los que representaban figuras o personajes femeninos tenían los hombros y las mejillas pintados de colorete. Es un reflejo de la gran difusión de los afeites en la España del siglo XVII. Causaba, ese hábito de maquillarse, gran contrariedad no sólo entre moralistas y censores sino en personajes tan conocedores del mundo como Quevedo y Lope de Vega, ya precedidos en estas posiciones por humanistas italianos como Piccolomini o Castiglione. Mariló Vigil cita a Francisco Santos, autor de Día y noche de Madrid, donde se menciona la existencia de "quitadoras de vello" a domicilio que vendían, además, "pasas aderezadas, canutillos de albalyalde, solimán labrado, habas, parchecitos para las sienes, modo de hacer lunares, teñir canas, enrubiar el pelo, mudas para los paños de la cara, aderezo para las manos..".
Ya podían clamar contra los afeites unos y otros pero todas estas mixturas, al margen de sus efectos secundarios, constituían una muestra del artificio barroco, un alarde de lujo y civilización al alcance de todos los bolsillos. Si por lujo se entiende, según la definición de Werner Sombart, todo dispendio que va más allá de lo necesario. La onza de albalyalde se vendía al módico precio de cuatro maravedíes y la libra de solimán, que daba para mucho, por menos de 27 reales. Ambos productos se empleaban para hacer más pálida la tez. Se contraponía de esta forma la vida urbana a la rural, representada ésta por el rostro bronceado por soles y viento. Los tiempos mudan todo, también esto.
El solimán era un producto muy tóxico, fabricado con azogue. Sus efectos sobre la piel debían de ser funestos. Ya existía en esos años una clara conciencia de su peligrosidad. En 1707 el Cabildo municipal de Jaén prohibió su venta, junto a la de rejalgar, a los especieros y mandó al alguacil mayor que requisase estos productos. Se impusieron multas, a diestro y siniestro, de hasta doce reales. Los honrados tenderos se quejaron de esta disposición y dijeron que era cosa injusta pues dichas mercaderías se vendían con total libertad en Madrid, Granada y Córdoba. Su indignación demuestra que eran demandadas con profusión. Hubo también órdenes, en otro momento, por las que se prohibió su venta a muchachos y gente de poca edad y conocimiento. Tengo constancia de su uso como veneno en un caso de 1696, recogido por un escribano de Huelma, en tierras también de Jaén, por el que hubo una mujer encarcelada "por dezir aber echado la susodicha a Catharina Martinez, su suegra, solimán en la ensalada". Estuvo implicado en el suceso un tipo muy desaconsejable, malvado y de malas costumbres llamado Lázaro Muñoz de Illescas.