lunes, 25 de abril de 2016

PRINCESA TAN RECOGIDA Y TAN RELIGIOSA


Escribió el padre Pedro de Rivadeneira que Arturo de Inglaterra entregó su alma a Dios, cuando frisaba los dieciséis años, por una "calentura lenta". Quedó Catalina de Aragón viuda y allí, en esas islas, volvió a casar con Enrique VIII, hermano del muerto. Rivadeneira, que vivió entre ingleses, hizo un retrato admirable -con sutilezas de jesuita- de Catalina y desentrañó, con fría precisión, las consecuencias de un matrimonio entre personas de "costumbres desemejantes".

Fue Catalina de Aragón una mujer inteligente, sensata y virtuosa. Muy consciente de su dignidad real. No era para menos: sobre las espaldas de su Casa -con el recuerdo de la hermana loca y el hermano malogrado en su mocedad- se cargaba un imperio en ciernes, el vivido milagro de la España que veía morirse la Edad Media y alumbrar nuestro gran siglo XVI. Otro era el aire de Enrique VIII, descrito como "mozo brioso, dado a pasatiempos, liviandades y de las mismas criadas de la Reina tenía dos, y a veces tres por amigas". Mal iban a ir las cosas y los negocios del matrimonio. Dice, con rotundidad, nuestro autor: "aunque la Reina no era más de cinco años mayor de edad que el Rey [...] en la vida y costumbres parecía que le llevaba mil años".

La vida diaria de Doña Catalina la esboza el jesuita con maestría: se levantaba a media noche "y hallábase presente en los maitines de los religiosos". Después se retiraba y volvía a estar en pie a las cinco de la mañana y procedía a vestirse. Decía "que ningún tiempo le parecía que perdía sino el que gastaba en arrearse y componerse". Bajo sus ropas vestía un hábito de terciaria franciscana. Los viernes y sábados ayunaba, las vigilias de Nuestra Señora las pasaba a pan y agua. Los miércoles y viernes confesaba y los domingos comulgaba. Rezaba diariamente las horas de Nuestra Señora y pasaba sus mañanas en la capilla. En unos tiempos en los que cabildos e hidalgos de pueblo pleiteaban, hasta estragar sus caudales, por escaños, bancos y reclinatorios, ella rezaba "siempre las rodillas en el suelo, sin estrado ni sitial, ni otra cosa de regalo o autoridad". Después de comer dedicaba dos horas a leer vidas de santos "estando sus dueñas y damas presentes". Por la tarde volvía a la capilla y, después, cenaba con mucha templanza y se retiraba.  Declara Rivadeneira: "hizo siempre esta vida".

Rivadeneira, comprensivo y resignado ante las flaquezas humanas, sentenció: "no pudo corazón tan desenfrenado como el de Enrique tener paz con princesa tan recogida y tan religiosa".

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*Pedro de Rivadeneira, Historia del cisma de Inglaterra (1588).
La ilustración procede de aquí







domingo, 17 de abril de 2016

DON QUIJOTE Y SANCHO EN LA FRONTERA



Salió a los campos bien dispuesto con una armadura del siglo XV. Así lo asegura Martín de Riquer. La tenía allí, en su casa, olvidada. Era, quizás, de los tiempos de la Guerra de Granada, de los bisabuelos de Alonso Quijano. No dejaría de causar asombro: un hombre solo, arreado como el Doncel de Sigüenza y con una bacía de barbero en la cabeza. En La Mancha, donde nunca pasaba nada.

No había sido siempre así. Esos campos fueron tierra de frontera, lugar de cabalgadas y peligros. Las soledades de El Viso del Marqués, Quintanar de la Orden y Castellar de Santiago vieron correrías y episodios de crónica y romancero. Cuando Don Quijote decide salir a la aventura lo hace movido por sus lecturas de libros de caballerías pero, también, por un llamamiento atávico e irresistible que su falta de razón no pudo o no supo refrenar. Actuó con la lógica y las inclinaciones de un hidalgo, consciente, en su nobilísima locura, de su condición y sabiéndose una rama, decaída quizás, de un árbol de raíces muy viejas. Claudio Sánchez Albornoz escribió al respecto uno de los más solemnes y emotivos ensayos que yo he leído sobre Don Quijote. Defendía el gran historiador que tanto Don Quijote como Sancho eran herederos de la Castilla fronteriza y medieval, como todos los castellanos y andaluces -la Novísima Castilla- en la España de Felipe III. No estaba tan lejos ese pasado a inicios del siglo XVII.

"¡Un caballero y un labrador! [decía don Claudio] Dónde sino en España, en la España hija de la Reconquista multisecular, habría podido un gran escritor, sin escandalizar a la masa de sus lectores, sin chocar con las vivencias lógicas de los hombres de su época, presentar un caballero labrador de una generación entre renacentista y barroca, emprendiendo locas aventuras caballerescas apenas quebrados los frenos de la razón?". Y no le faltaba razón. Sólo en España se podría comprender, afirmaba, a Sancho, "un destripaterrones" seducido por "las quiméricas ofertas de ínsulas y reinos de un hidalgo loco". Estos personajes y estas conductas, en opinión de nuestro historiador, habrían sido inconcebibles, a inicios del siglo XVII, en Italia, Alemania, Inglaterra o Flandes. E igual fuera de Castilla. Cuando, en su estancia en Sierra Morena, Don Quijote y Sancho se asomaron a las campiñas del Alto Guadalquivir, otearon las lejanías con el mismo brillo en la mirada que sus antepasados de 1212.

Era Alonso Quijano descendiente de hidalgos, decíamos antes, y quizás también de caballeros villanos, ahidalgados a fuerza de mantener armas y caballo para defender la frontera. Hidalgos y caballeros villanos, unidos con el tiempo por vínculos familiares, formaron el patriciado urbano de Castilla que en nuestro gran siglo ejercieron regidurías, oficios públicos de diversa naturaleza y procuraciones de Cortes. De esa aristocracia, en muchos casos modesta, surgieron las elites que ganaron y gobernaron el Imperio. Y era Sancho, labrador manchego, hombre bueno y llano, descendiente de campesinos libres, acostumbrados a vivir en esa isla de libertades que fue Castilla cuando toda Europa estaba sujeta a servidumbres feudales. Se comportó como era de esperar, como lo habían hecho sus lejanos abuelos cuando llegaron, desde el otro lado del Tajo, a repoblar y formar los grandes concejos - la tierra era mucha y despoblada- que constituyeron la avanzada de la Castilla medieval. Extrañaría a sus coetáneos el verlos, a Don Quijote y a Sancho, en los grandes espacios de la Meseta, pero creo yo que no demasiado. O menos que en otros pagos. Eso -moverse de un sitio a otro- hacían los pastores. Y la Reina Católica, y Carlos V. También los reformadores de las órdenes religiosas, con sus caminos y fundaciones. Lo primero era no parar.

domingo, 10 de abril de 2016

VARAS DE ALGUACIL

Ilustración: BNE CC

En el Antiguo Régimen buena parte de los oficios o cargos públicos se compraban, vendían, arrendaban y heredaban. Hasta se vinculaban a los mayorazgos. También se hipotecaban para obtener, en momentos de cierto apuro, dinero contante y sonante. Era una práctica que se consideraba absolutamente normal y, por supuesto, no sólo en España. Se mantuvo durante siglos y estuvo vigente hasta la desaparición del absolutismo, en las primeras décadas del XIX. Los liberales abolieron estas transacciones al considerarlas vestigios del despotismo y consecuencia de un concepto patrimonial del Estado. La Corona vendía oficios para, entre otras razones, obtener fondos. También para premiar fidelidades y conceder mercedes. Un ejemplo tardío de lo descrito tuvo lugar en Madrid, en 1814, cuando Clara Fernández, viuda de Vicente Gandulla, solicitó a la Cámara de Castilla que se le concediese a uno de sus hijos, el mayor, una vara de alguacil de la Villa y Corte*. Alegaba que su marido había comprado dos varas en 1805 pagando por ellas 10.750 y 12.500 reales a sus propietarios, llamados Jerómimo Costa y Antonio Pedraza. Éstos eran dos alguaciles que, junto a seis más, habían sido premiados con la posesión vitalicia de sus varas por prestar servicio en "las funciones de toros que hubo en celebridad del feliz casamiento de VM [Fernando VII] concediendoles también la facultad de enagenar" dichos oficios. Los toros se jugaron en las fiestas reales organizadas en  Madrid, con motivo del enlace del Rey con Doña Antonia de Nápoles, el 19 de julio de 1803. Los dos alguaciles citados, en uso de su privilegio, se las vendieron al dicho Gandulla que las adquirió, según su viuda, como inversión "para asegurar un moderado rendimiento o interésa aquellas sumas y poder por consiguiente atender con más facilidad a las necesidades de su familia". El mencionado rendimiento se podía obtener mediante el arrendamiento de los oficios o, llegado el caso, con su posterior venta. Los algucilazgos, según la licencia real concedida a Gandulla, sólo podían ser ejercidos por personas "que fuesen adornadas de las qualidades de idoneidad y providad". Eran requisitos que, según Clara Fernández, cumplía sobradamente su hijo por lo que rogaba a Fernando VII, apelando a su condición de "grande, benéfico y padre de huérfanos", le concediese al menos una de las varas y, de esa manera, aliviar "a esta infeliz familia, privada de su padre, enbuelta en luto y desconsuelo y reducida a la mayor mendicidad".  No queda aclarada, en su petición al Rey, las causas por las que perdieron la propiedad de los dos oficios. Es posible que se relacionasen con la guerra y las reformas liberales. Aducía la viuda que la concesión de una de las varas podría considerarse una "recompensa o indemnización de lo que la han perjudicado y hecho perder los enemigos", refiriéndose a los franceses.
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* La solicitud de Clara Fernández en: Archivo Histórico Nacional, Consejos, legajo 1.403, expediente 62, 4-8-1814)

domingo, 3 de abril de 2016

PUERTAS

"Una puerta no es igual a otra nunca: fijaos bien. Cada una tiene una vida propia. Hablan con sus chirridos suaves o bruscos: gimen y se expresan, en las largas noches de invierno, en las casas grandes y viejas, con sacudidas y pequeñas detonaciones, cuyo sentido no comprendemos [...]


No hay dos puertas iguales: respetadlas todas. Yo siento una profunda veneración por ellas; porque sabed que hay un instante en nuestra vida, un instante único, supremo, en que detrás de una puerta que vamos a abrir está nuestra felicidad o nuestro infortunio".

(Azorín, Las confesiones de un pequeño filósofo, 1904).
Fuente de la ilustración: aquí.