domingo, 28 de febrero de 2016

UNA CESTA DE LA COMPRA DE 1819

Portada del Pósito de Jaén

No había mucho que comprar y vender en la España del reinado de Fernando VII. Las finanzas de la Monarquía estaban al borde de la bancarrota y al desbarajuste fiscal se unía un caos monetario en el que circulaban monedas de la más diversa época y procedencia. Aunque en las sociedades premodernas lo normal era pasar penurias, éstas se hacían insoportables si las cosas adquirían un cariz peor del habitual. No es cierto que antes de la Revolución Industrial se viviese en armonía con la naturaleza y en medio de la abundancia. El desarrollo del mercado y de la libertad económica fue el único medio para dejar atrás la pobreza y la precariedad crónicas en que vivían la gente corriente. Una lectura atenta de los datos que aporto contribuyen a demostrar lo dicho:

Trigo: 34-38 reales (fanega rasada)
Cebada: 14-16 reales (fanega rasada)
Habas: 25-28 reales (fanega colmada)
Centeno: 26-29 reales (fanega colmada)
Escaña: 12-14 reales (fanega colmada)
Yeros: 27-30 reales (fanega colmada).
Maiz: 18-20 reales (fanega colmada)
Garbanzos: 55-70 reales (fanega colmada)
Alubias: 60-80 reales (fanega colmada).
Arroz: 24-30 reales (fanega colmada).
Patatas: 5-6 reales (arroba)
Tocino: 2-2,5 reales ( libra castellana)
Jamón: 4-4,5 reales (libra castellana).
Carnero: 12-16 cuartos (libra castellana).
Oveja: 10 cuartos (libra castellana).
Macho cabrío: 10-12 cuartos (libra castellana)
Aceite: 47-50 reales (arroba castellana)
Vino común: 16-32 reales (arroba castellana)
Aguardiente: 70-100 reales (arroba castellana)

Eran productos de primera necesidad. Lo imprescindible en la cesta de la compra de una familia aunque falten otros artículos básicos de comer, beber y quemar: velas de sebo, tabaco, jabón y carbón o leña. El trigo era un gasto obligado al ser la base de la alimentación. Su precio en Jaén, a mediados de noviembre de 1819, era el doble que en las provincias castellanas. Hubo años, como en 1825, en los que se llegaron a pagar en Jaén hasta 75 reales por fanega. No era por falta de fincas cerealistas -de las 25.000 hectáreas cultivadas en Jaén, 14.000 se dedicaban al trigo- sino por la mediocre productividad, la precariedad de los abastecimientos y la tradición intervencionista concejil o estatal.  También era práctica habitual que los productores de trigo lo detrajesen del mercado, ocultándolo, a la espera de que subiesen los precios, con evidente perjuicio para los abastos y los consumidores. El consumo variaba dependiendo del precio y de la clase social. Los españoles se alimentaban de pan. Los que comían menos pan eran los poderosos y los muy pobres. Un jornalero consumía, si las cosas venían bien, una libra y media de pan al día. No siempre era, desde luego, así. El precio del trigo dependía, además, de manera muy directa del volumen de las cosechas y estaba sometido a grandes oscilaciones. Junto al trigo los alimentos menos caros eran el arroz, las habas y las patatas. Las alubias y los garbanzos, que siempre asociamos a la cocina popular, eran caros. Respecto a la carne, debemos indicar que quedaba fuera de la dieta cotidiana por su elevado precio. Es de destacar que no se mencione, en la citada relación, la carne de vacuno que suele aparecer regularmente en las relaciones de precios emitidas por el Cabildo municipal en el siglo XVII. El cerdo tampoco se menciona, salvo el jamón, muy caro, y el tocino, por supuesto más barato pero no demasiado. Los huevos eran asimismo muy caros al igual que la leche y tampoco aparecen en la lista. En la alimentación diaria eran imprescindibles el vino y el aceite. No aparecen incluidas, asimismo, determinadas mercancías que, sin embargo, se vendían en la ciudad a precios altos como frutas frescas, hortalizas de las huertas cercanas y frutos secos. No eran inalcanzables para el bolsillo del vecino medio pero no se incluían de manera cotidiana en la dieta.

Estos precios poco nos dicen si no los relacionamos con el poder adquisitivo y los ingresos de los vecinos. En aquella época los jornaleros recibían unos cuatro reales por día de trabajo. En el caso de trabajadores cualificados y artesanos el jornal podía elevarse hasta diez reales. Es evidente que los jornaleros constituían la mayoría de la población activa de Jaén y provincia. Si hacemos un sencillo estudio comparativo de precios y salarios podremos obtener algunas conclusiones interesantes. Así, una familia de cuatro personas, que percibiese unos ingresos diarios de diez reales, procedentes de dos jornales, podía adquirir diariamente:

Tres kilos de pan: 2,30 reales
Un cuarto de litro de aceite: 0,94 reales
Medio kilo de habas: 0,28 reales.
Medio kilo de arroz: 1,05 reales.
Medio kilo de patatas: 0, 22 reales
Medio litro de vino: 0,50 reales.
Un cuarto de kilo de tocino: 1 real.
Una copa de aguardiente: 0,54 reales,

El tocino bien podía alternar con un gasto equivalente de carnero, oveja o unas tajadas de un macho cabrío. No era una mesa patangruélica precisamente pero, en todo caso, con estos víveres se podía sobrevivir mal que bien. El coste de la cesta de la compra propuesta suma 6,83 reales, lo que constituye algo más del 68 % de los ingresos diarios. Los 3,17 reales restantes -un 32 %- se emplearían en alumbrado, lumbre, brasero, tabaco, jabón, mantenimiento de vestido y pago del alquiler de la vivienda. La asistencia de cirujano, médico o botica quedaba a cargo, en desigual medida, de las instituciones de caridad. Estas cuentas, por lo demás, corresponderían a una familia de austeridad impecable y regida por un orden ejemplar, en la que nadie frecuentaría tabernas, cafés, espectáculos taurinos, cuando los hubiere, ni se permitiría alguna desenfadada partida de naipes**. Si estos excesos se producían sólo se podía esperar un completo desbarajuste en las finanzas domésticas. El panorama no era muy alegre. La situación, de hecho, era mucho más terrible si se tiene en cuenta el paro estacional -tres meses anuales como media- derivado de la inactividad en las labores agrícolas en determinadas épocas del año que dejaba en la más absoluta miseria y desamparo a numerosas familias. 
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*Miscelanea de Comercio, Artes y Literatura del 26 de noviembre de 1819.
**Sobre la afición al naipe, aunque centrado en siglos anteriores, puede ser de utilidad al lector: https://neupic.com/articles/juego-tablajes-y-casas-de-conversacion


lunes, 22 de febrero de 2016

BUHONEROS FRANCESES EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XVII


Los franceses ejercieron distintos oficios y menesteres en la España del siglo XVII. Eran tareas, en muchos casos, no ejercidas por los españoles al ser consideradas ingratas, mal pagadas o de escaso o nulo prestigio social. En otros, sencillamente, los franceses demostraron ser más competitivos que los españoles y ocuparon determinados servicios, ramos y mercados. Martínez de Mata, en sus memoriales y discursos, denunció con virulencia este hecho. Este autor exageraba, de manera notoria, los males propiciados por estos laboriosos franceses. Además, en aquellos años, la opinión general no era muy favorable a éstos tras décadas de guerra. La hostilidad de Martínez de Mata se manifestaba en sus escritos en los que tronaba contra "aquestos franceses, homicidas de la república". Entre los oficios con los que se habían"alzado" los franceses estaban los de capador, calderero, posadero y chocolatero, entre otros. 

Los franceses eran muy aficionados a la venta ambulante. Cajeros, merceros y buhoneros vendían hilo de Flandes, también llamado hilo portugués, peines, baratijas, abanicos, relojes, medias italianas, colonias venecianas, espejos, cajas de concha, agujas, cintas y otras menudencias. Algunos de estos artículos son mencionados en una obrilla, publicada en la segunda mitad del XVII y por tanto contemporánea de Martínez de Mata, llamada Baile del hilo de Flandes y escrita por Pedro Francisco Lanine. Mercancías de poco fuste, superfluas, es cierto, pero que oxigenaban la vida y que eran demandadas por los compradores. Los vendedores ambulantes franceses, además, llevaban a cabo eficiantes estrategias para endosar sus géneros y existencias pues acudían a los domicilios de sus clientes con la natural contrariedad de joyeros y merceros que despachaban su género en tiendas abiertas.

Los comerciantes franceses eran acusados de extraer plata, acuñada o no, con sus tratos para llevársela a Francia. Era una denuncia constante entre mercantilistas y arbitristas. Es evidente que preferían cobrar en plata que en vellón y que sus ganancias acababan en sus lugares de origen, más allá de los Pirineos. En la obra antes citada un cajero francés dice: "yo siempre ando buscando la plata vieja". Se les acusaba de engañar a a gente al pagarla a precio de plomo. Es algo difícil de creer. También de receptar plata robada por criados desleales.
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*Pueden ustedes, si así lo consideran, publicar sus comentarios. Quedaré muy agradecido.

domingo, 14 de febrero de 2016

EPITAFIO A UN MASTÍN DEL SIGLO XVIII



Jules Klein en su obra La Mesta (1936) afirmaba que en los tiempos antiguos cada rebaño de ovejas era guardado por cinco mastines. Eran cuidados con el mayor esmero y se les suministraba la misma cantidad de comida que a los pastores. Los mastines extraviados no podían pasar a posesión de pastor o ganadero alguno sin la autorización del Honrado Concejo. Klein consideraba que algunos de los perros pintados por Velázquez pertenecían a esta raza. Vivieron con los rebaños, custodiaron los vellones, honraron apriscos y majadas, recorrieron las tierras de España por cañadas, cordeles y veredas, lidiaron con lobas pardas, soportaron en sus guardas calores, tormentas y escarchas. Fueron la silenciosa compañía de los pastores y compartieron el pan, de trigo y cebada, con sus hermanos los careas, y ennoblecieron los horizontes del paisaje ibérico. Mucho le es debido a estos perros, criaturas de romance viejo. Por cierto, el Diario de Madrid, de 16 diciembre de 1796, publicó, sin firma, este Epitafio a un mastín que no puede ser leído sin emoción.

                        Aquí descansa, ó caminante, un perro,
                       de quien jamás el mundo tuvo quexas;
                       defendió de los lobos las ovejas
                       con robusto vigor y hábiles zancas.
                       Sus dientes y carlancas
                       fueron defensa al tímido rebaño,
                       y atronando los vagos horizontes
                       con fiel ladrido en las nocturnas horas,
                       ahuyentó de los montes
                       las bestias carniceras,
                       y a los hombres más fieros que las fieras.
                       Hizo bien a su grey, a nadie daño
                       con intento maligno.
                       Agradeció leal parco sustento,
                       y vigilante a su deber, y atento
                       no a ambición, no a interés, no a gloria vana,
                       no a delicia liviana
                       le ajustó; más a sola la obediencia
                       de obrar, qual le dictó la Providencia.
                       Bien tan gran perro de epitafio es digno;
                       o si no lo confiesas, caminante,
                       búscale entre los Héroes semejante.

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domingo, 7 de febrero de 2016

MISAS DE JUGUETE

En tiempos pasados los niños jugaban a ser curas. Algunos tenían altarcillos con todo tipo de objetos litúrgicos en miniatura. El equipo podía complementarse con casullas de talla pequeña. Esto era, eso sí, entre gente muy principal. Los de familias más modestas, o más ahorrativas, siempre podían improvisar lo necesario, para tales juegos, con ropones viejos, vasos desportillados y algún escaño de pino. Debía de ser cosa graciosa ver a aquellos chiquillos de antaño predicar e impartir penitencias y bendiciones, según tocase, a una feligresía -entre divertida y fastidiada- formada por familiares y criados. Estos entretenimientos eran también un buen medio para encaminar a algunas de estas criaturas, dentro de la más concertada política familiar, hacia la vocación sacerdotal o conventual. Otros, más arriscados, jugaban a ser soldados o toreros. Tenía que haber de todo. Al leer una hagiografía, escrita en el setecientos, dedicada a sor Martina de los Ángeles y Arilla, monja barroca con fama de santa y natural de Zaragoza, descubro que "en sus niñezes" -como se dice con donosura en el libro- en las primeras décadas del siglo XVII, componía altarillos con las estampas que encontraba por su casa y "de los cascos de naranja hazia Turibulos, e imitando lo que veia hazer en la Iglesia, incensaba las imágenes, haziendoles con mucha reverenzia sus inclinaciones". Un turíbulo es un incensario. Los que la conocieron veían en estos gestos una clara señal de su inclinación hacia lo sagrado y la vida religiosa.