miércoles, 28 de febrero de 2018

LAS GRANDES AGUAS DE 1739

Se llamaba don Miguel Jerónimo Ponce de León, Messía, Quesada, Toledo, Mendoza, Benavides, Bazán, Zuazola y Loyola. Era conde de Garcíez, vizconde de Santo Tomé, señor de la Torre de Don Rodrigo, de La Bajada y de las Ilustres Casas de Florenga, natural de Baeza y vecino de Jaén, en la colación de El Sagrario, con casas principales en la plaza de Santa María. Alguna vez he mencionado al Conde. También a su tía monja, a la que abasteció de chocolate, por vía testamentaria y de manera vitalicia. Hoy, que es día de grandes aires y lluvias, nos ocuparemos del quebranto sufrido por la hacienda condal en 1739, año en el que diluvió por la campiña de Jaén. El Conde dejó por escrito en 1763: "Declaro que el año pasado de mil setezientos treinta y nueve, con sus muchas aguas y crecidas de los ríos, fueron muchos y considerables los daños que causaron en las presas y molinos de mis estados de Garcíez, Santo Tomé y Menxibar". Para pagar las reparaciones que desembolsar nada menos que 9.000 pesos. Un cuarto de siglo después recordaba con dolor -como una dolorosa puñalada- el gastazo provocado por las aguas "porque solo un pie del portón de Menxibar tubo de costa más de seis zientos ducados: y en Garciez se hicieron diferentes murallas en la caxa del río para contenerlo". Compadezcamos al Conde en sus malos ratos, imaginemos su tribulación cuando su mayordomo le remitió el cargo de los alarifes. En vez de dedicar ese dineral a adquirir porcelana de Sajonia, perros, caballos o escopetas finas -entre otros empleos honestos chispeantes y festivos- tuvo que destinarlos a pagar jornales, cal, canto, ladrillos y piedra. Quedaron tan maltrechas sus cuentas que se vio obligado a imponer un nuevo censo sobre sus ya hipotecados bienes.

miércoles, 21 de febrero de 2018

PROTESTANTES DE EL CENTENILLO

Los ingleses explotaban las minas de plomo de El Centenillo, a pocos kilómetros de La Carolina, ya en Sierra Morena. Allí estaba instalados los Haselden, una familia inglesa, que corrió aventuras y trabajos en el pueblo y la comarca. Entre sus componentes podemos recordar a Arthur Haselden. Don Arturo, conocido así por el paisanaje, fue secuestrado en 1874 por unos facinerosos que obtuvieron un cuantioso rescate de 5.800 libras. En esos tiempos, Andalucía podía ser un lugar peligroso. Su hija, Mary Ethel Haselden, llamada por los del pueblo "doña Eze", según leo en Luis García Sanchez-Berbel, hacía proselitismo protestante entre los mineros, acompañada por una criada española llamada Flora y previamente catequizada. Llegó a existir en el poblado una iglesia de esta obediencia. Allí, los ingenieros ingleses y algunos mineros convertidos cantarían los domingos sus himnos como si estuviesen en Gales o en el Yorkshire. Entre los neófitos destacó un vecino llamado Raimundo Parrilla, de oficio practicante. Le puso a sus hijos los siguientes nombres: Federación, Borney, Democracia y Progreso. Parece evidente que Parrilla era librepensador además de protestante. Los católicos más conservadores no dudaban de la estrecha relación de una cosa con la otra. Éste era el caso del famoso Muñoz Garnica, lectoral de Jaén, que escribió al respecto y del que me ocuparé a no mucho tardar. Progreso, uno de los hijos de Parrilla, pasó de El Centenillo a Inglaterra y allí llegó a ser pastor protestante aunque no puedo precisar si era anglicano, presbiteriano o de otra obediencia.

lunes, 19 de febrero de 2018

ATUNES (1356)

Hubo grandes controversias en el pasado sobre si el atún rompía o no las vigilias cuaresmales, fue también un pescado apreciado por Santa Teresa y del que hizo mención en sus cartas. Las almadrabas del duque de Medina Sidonia fueron célebres en su tiempo además de punto de encuentro de la flor de la picaresca de nuestros siglos habsbúrgicos. Siglos antes, el canciller López de Ayala en sus Crónicas dejó escrito que Pedro I El Cruel “mandó armar una galea para ir a folgar e ver facer la pesca que se facía en los atunes en las almadrabas”. Era el año 1356. Llegó, para tal fin, el Rey con los suyos a Sanlúcar y allí pasaron unos días. Fue en aquella ocasión cuando, de paso, Don Pedro mandó tomar unos bajeles de genoveses y catalanes. Los había mandado el rey de Aragón para ayuda del Rey de Francia que estaba metido en guerras con el de Inglaterra.

domingo, 4 de febrero de 2018

FRÍOS DEL SIGLO XVIII


El viejo orden acabó entre inviernos rigurosos. Uno de los más ilustres fedatarios de ese mundo perdido, Chateubriand, recordaba los campos cubiertos de escarcha de su juventud. Observaba, tras los cristales helados del castillo de Combourg, la partida del marqués de Monlouet y del conde de Goyon-Beau –envueltos en mil pleitos con linajudos e irritantes parientes- camino de Rennes, a caballo, con pistolas en el arzón, cuchillo de monte y acompañados por un lacayo. En su Historia de los cambios climáticos (Rialp, 2011) José Luis Comellas analiza el empeoramiento del clima a partir de 1780. Unos años antes, en 1776, hubo un invierno muy duro en Francia. Mandó, entonces, María Antonieta buscar unos trineos olvidados en las cocheras palaciegas. Habían pertenecido al Delfín, padre de Luis XVI. Estaban, al parecer, un poco anticuados y ordenaron fabricar uno nuevo para la Reina. Evocaba Madame Campan en sus memorias aquellos trineos, gobernados por lo más brillante de la Corte, el sonido de las campanillas y cascabeles de los arneses y la elegancia de sus penachos blancos. Según el conde de Mercy, María Antonieta en 1774 ya paseaba en trineo por las cercanías de Versalles, el bosque de Boulogne e incluso por las calles de París. Mercy consideraba arriesgadas dichas diversiones por el suelo helado y la poca costumbre de los franceses en la correcta conducción de tales vehículos. Otros veían con hostilidad estos paseos por considerarlos una imperdonable influencia austriaca. No faltaban, según Mercy, los que criticaban el poco boato que acompañaba a la Reina en estas salidas pues la gente estaba “acostumbrada a ver a sus soberanos siempre rodeados de una pompa fastuosa”. Confesaba el Conde que, en honor a la verdad, no podían compararse, en grandeza y esplendor, con las organizadas en Viena. Emile Bouant en Les grands froids (1888) da cuenta de la dureza del invierno francés de 1783 y 1784. Las aguas arrastraron los puentes, faltaron los alimentos y los lobos devoraban a los caminantes. Luis XVI, compadecido, dispuso que se repartiesen cargas de leña y se encendiesen hogueras por las calles de París. La pobretería parisién erigió, en honor del Rey Cristianísimo, una escultura de nieve que acabaría por fundirse tras varios días. Mal presagio para la Monarquía de Francia. El invierno de 1788-1789 dejó también una ingrata memoria. Nevó de noviembre a marzo aunque hubo cierto respiro en febrero. Grandes bloques de hielo flotaban en el Canal de la Mancha. El pan, escaso y caro, parecía hecho de carámbanos y había que exponerlo al fuego para poder cortarlo. El Ebro permaneció helado quince días. Tras un viaje por los Altos de Barahona en 1787, Leandro Fernández de Moratín escribía a Juan Ceán Bermúdez desde Montpellier: “en mi vida he visto peor mes de enero, ni más nieve, ni más inmediato peligro de quedar sepultados en ella el coche y mulas y cofres y cuanto llevábamos. ¿Qué podía esperarse caminando entre Reyes y San Antón, por una tierra tan fría, tan castigada de la naturaleza y tan abandonada de los hombres?".
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 *Artículo publicado, hace ya unos años, en Neupic.