EL AÑO DEL DILUVIO
1626 fue llamado el Año del Diluvio por sus lluvias furiosas. En Sevilla se padecieron muchas desgracias y grandes desastres. Los temporales comenzaron el 17 de enero, al día siguiente de san Antonio Abad, y no pararon hasta el 20 de febrero. El 24 de enero, a las doce de la noche, se desbordó el Guadalquivir.
Causaba espanto el rugido del agua y del viento. Desde los barcos, avisaban a los vecinos para que, con premura, subieran a las estancias altas de las casas si tenían en algo la vida. Los que escapaban –decía Rodrigo Caro- gritaban: “¡Que se aniega la ciudad! ¡que se aniega la ciudad!”. Un comentarista anónimo escribió que era “tan grande [el] estruendo y [el] ruido, que parecía que era el Diluvio general, y que era la fin del mundo”. Desde embarcaciones socorrían a los que estaban en mayor peligro. Hubo muchos actos de valor pero también infamias y pillaje. Se tocaban las campanas sin pausa y “en la oscuridad y tristeza de la noche, todo junto formaba un espantoso y confuso sonido, que parecía prevención del juicio final”.
La subida de las aguas se medía por varas y nadie recordaba nada igual. Fue forzoso, en tales aprietos, recurrir al amparo de Dios. Mostraron el Santísimo y el Lignum Crucis por las calles inundadas y conjuraron los vientos desde la torre de la Iglesia Mayor. Hubo procesiones con las imágenes de santa Ana, de Nuestra Señora de las Aguas y de Nuestra Señora de los Reyes. Se rezaron plegarias ante las reliquias de santa Justa y santa Rufina. Sevilla fue una cadena de lamentos y rogativas. En barcas iban los curas –viático al cuello- para ayudar a bien morir a los agonizantes y en barcas llevaban a los muertos.
Era Sevilla un mar. Rodrigo Caro a dijo a Quevedo en esos días: “viéronse los ratones y los gatos juntos en los tejados y azoteas, sin ofenderse unos a otros". Muchas cabalgaduras se ahogaron, olvidadas en los establos de las posadas. “Era cosa lastimosa –sigue Rodrigo Caro- mirar la ciudad inundada, desde la muralla, viendo las casas solas y abiertas, aullando en ellas los perros tristemente, otras caídas encima de sus habitadores”.
Los precios del pan subieron escandalosamente por la dificultad en los abastos, la inundación de las tahonas y la codicia de logreros y regatones. Lo ganado en un jornal no bastaba para pagar una hogaza. Los negociantes se lamentaban por la pérdida de las mercancías traídas de Indias. El diluvio costó hasta cuatro millones de ducados según Ortiz de Zúñiga. La riada cubrió un tercio de la ciudad, tres mil casas quedaron entre maltrechas y destruidas y en algunos conventos “caieron algunos aposentos y paredes. Las bóvedas y sepulturas se hundieron, y muchos cuerpos anduvieron nadando”. Gentes, sin cobijo ni amparo, fueron acogidas durante muchos días en las iglesias.
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