LA MUERTE MEDIEVAL DEL REY DON FERNANDO

 Fernando Magno, rey de León, se sintió morir, cuando guerreaba en Valencia en el otoño de 1065. Decidió que era hora de volver a León. Tras un largo viaje en el invierno medieval, llegó el veinticuatro de diciembre de ese año. No lo esperaban palacios ni campamentos sino la sepultura. Esa nochebuena estuvo la iglesia de San Isidoro  iluminada por candelas, oraciones, cánticos y solemnidades mozárabes. Amaneció el día de Navidad, el Rey oyó misa y comulgó en las dos especies, como hacían los seglares del siglo XII. En brazos de sus fieles, volvió a palacio. Los que poco tiempo antes meneaban las armas y vestían lorigas llevaban a su Rey, muriéndose a chorros, ligero como pavesa al viento. Durante los dos días siguientes, Don Fernando se preparó a bien morir. El tránsito debía hacerse de manera pública, serenamente, sin veladuras, improvisaciones ni ocultaciones, ante todos. Así era la muerte medieval Así era la muerte medieval y así ha sido hasta no hace tanto. Volvió el Rey a San Isidoro, se arrodilló ante al altar donde estaban los huesos del Santo y devolvió a Dios el Reino que de Él había recibido, se despojó del manto, cambió las vestiduras reales por un cilicio y la corona por la ceniza. Sin nada nacemos y sin nada nos vamos. El 27 de diciembre, entregó su alma a Dios. No tenía todavía cincuenta años. Menéndez Pidal, al que debo esto que escribo, nos dijo en La España del Cid (1928): “así se extinguió el verdadero cruzado de la multisecular cruzada de España”. 

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