MUY PLAÑIDA DE TODOS LOS SUYOS



La muerte medieval se vivía como un camino de partida desde este valle de lágrimas, en el siglo XIX era un naufragio y ahora, desorientados y espantados, no sabemos muy bien qué pensar, y la hacemos invisible. Una parte de estas concepciones de la muerte quedan desveladas en las maneras de manifestar la tristeza y el duelo. Hasta el siglo XII prevaleció, en palabras de Phillipe Ariès, el duelo desmesurado. Después, esta actitud se moderó mediante una ritualización que exigía una puesta en escena, una expresión formal, visible y legible, sujeta a unos códigos y exigencias sociales. De aquí proceden los largos lutos vigentes hasta hace no demasiado tiempo. A pesar de todo, las manifestaciones de duelo de los tiempos altomedievales se conservaron, con desigual persistencia, hasta la irrupción de la modernidad e, incluso, después.

Los ejemplos tomados, entre otras fuentes, de las historias caballerescas pueden probar lo dicho. En La Muerte del Rey Arturo, escrita hacia 1230, aparece este monarca “lamentándose mucho, golpeándose con las dos manos” y exclamando que “ha vivido demasiado”. Era su reacción al conocer la muerte de dos caballeros de su corte, Gariete y Garrehet. Al ver el cadáver del primero, “hace el mayor duelo que se puede hacer: corre a él en plena carrera y lo abraza con fuerza. Vuelve a desmayarse, de forma que no hay noble que no tema que se les muera allí entre ellos”. Era tal el dolor del Rey que se desvaneció, una vez más, durante el tiempo que “se necesita para recorrer media legua”. Arturo se lamentaba: “¡Ay muerte, si tardáis más os consideraré muy lenta”. Similar fue el desconsuelo de Galván, hermano de Gariete, que descubre la desgracia avisado, en mala hora, por unos funestos presagios. Su pesar era tan intenso que no se podía mantener en pie pues “le falla el corazón y cae desmayado a tierra”. Estos vahídos que cabe considerar como ejemplares se daban, no lo olvidemos, en un mundo de guerreros bien oreados, familiarizados con la caza, la guerra y la muerte temprana, entre varones habituados a una dureza difícil de concebir en nuestros días. Tales muestras de dolor eran, por lo demás, generales y no sólo propias de reyes y nobles. Nuestro López de Ayala, en sus crónicas, registra la consternación producida por la muerte, en 1362, del Infante Don Alfonso, hijo de Pedro I El Cruel. Escribió: “fueron fechos por él muy grandes llantos en Sevilla e en todo el reyno e en Calatayud mucho más”. También dio cuenta de la muerte de Enrique de Trastámara, en 1379, que fue “muy plañida de todos los suyos”. 

Nadie comprendería ahora estos desmayos, golpes de pecho y llantos. No tanto por ser una muestra de debilidad como por constituir un espectáculo bochornoso propio de gentes sin clase, sin modales ni educación. Lo que ayer era reacción de príncipes hoy es objeto de la censura general. Y así en todo. Es digno de considerar, por lo demás, que esto ocurra en nuestro tiempo tan dado a la ostentación sentimental. Lo suyo, hoy, es que ante la muerte todo esté contenido y que ella pase a nuestro lado sin molestar ni avisar. El dolor, sin embargo, sigue ahí. Igual que en el siglo XII.
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*Las citas de La Muerte del Rey Arturo corresponden a la edición de Carlos Alvar, Alianza 1986.

Comentarios

  1. ¡Extraordinario articulo Señor Aponte!, para San Francisco de Asís " la hermana muerte". Saludos Cordiales. Teresa.

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  2. Muchas gracias, doña Teresa. Me alegra poder saludarla.

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