En los cabildos municipales de las ciudades con voto en Cortes se hablaba, y mucho, de política. No faltaban graves asuntos sobre los que discurrir: los males de la Monarquía, la quiebra de las arcas reales, el estado de las cosas de Flandes e Italia, la pobreza, que era mucha, las lluvias que no llegaban y los pobres que se morían por los caminos. Esta gavilla de pesadumbres lastraba como plomo las conciencias de los regidores. Y no siempre los confesores, a los que se les consultaba sobre cuestiones muy serias para el porvenir de la república, eran indulgentes. Hubo dominicos en Jaén que denunciaban desde los púlpitos -y muy claro- la insufrible presión fiscal, la carestía y la miseria de los más desgraciados. El pueblo no votaba pero hablaba , sin demasiados melindres, por las calles y en papeles puestos en las puertas de las iglesias. La censura y el descrédito podían recaer en sus dirigentes naturales y la dignidad de aquellos hidalgos, descendientes de tales, no casaba bie...