domingo, 12 de febrero de 2023

LAS POSADAS DE JOVELLANOS


(Imágenes procedentes de los fondos de la Biblioteca Nacional de España.)


Madrugar entre el vocerío de los arrieros y el estruendo del vidriado, bajar con tiento por escalones mellados, dar los buenos días a la concurrencia entre aguardientes del alba y ruido de trébedes y así esperar la llamada de cocheros y mozos de mulas. Eso era ponerse en danza para una jornada de viaje. 

No carecían de mérito los que, desasosegados por los males de España, renunciaban a todas las comodidades posibles en el incómodo Antiguo Régimen y se lanzaban a los caminos. Así ha sido siempre entre ilustrados, regeneracionistas y noventayochistas. Concebían el viaje como vía ascética para meditar sobre el pasado, el presente y el porvenir de esta vieja, gloriosa y desventurada nación. Letrados y caballeros particulares recorrían la anchura de España para observar, describir, contar, medir, trazar croquis, dibujar retablos, copiar lápidas, recoger minerales, probar las aguas, reflexionar sobre si prosperarían o no las moreras en éste u otro lugar, analizar la decadencia de la producción de paños y sedas en tal pueblo, lamentarse ante los eriales, atacar sin piedad al gótico, reírse del barroco y sacudir la cabeza ante las piernas de cera, las muletas y las escopetas reventadas que, como exvotos, colgaban en los santuarios.

Dormían donde podían. Lo más sensato era alojarse en alguna casa particular, entre personas instruidas y cambiar impresiones, junto a la lumbre, con hidalgos de más cuarteles que dinero, labradores de muchos años, curas y escribanos. No siempre era posible esto y lo más frecuente era hacer noche entre los muros, nada acogedores, de posadas, ventas y ventorrillos. La disposición de estos establecimientos era muy sencilla. A finales del siglo XVIII, la Venta de Cárdenas, cerca de Despeñaperros, sólo era un caserón de tres naves destinadas respectivamente a los pasajeros, a las caballerizas y a los carruajes, carros y arrieros. A no mucha distancia, cerca de Santa Elena y de las Navas de Tolosa estaba la Venta Nueva que, a mediados del mismo siglo contaba con diez varas de frente por dieciocho de fondo y con un descargadero, una cocina, dos aposentos, cuatro cuadras, caballerizas y unas cámaras. La Venta de Arquillos, donde capturaron a don Rafael de Riego que tan triste final tuvo, una vez pasado Despeñaperros, era un poco más reducida y tenía un portal que servía de descargadero, dos cuartos, dos cuadras caballerizas y dos cámaras para la paja. La competencia por los cuartos o aposentos era feroz y todo viajero podía dar por seguro que, tarde o temprano, tendría que dormir junto a arrieros, caballerías, albardas y demás aparejos. Esta simplicidad era mayor todavía en el caso de los ventorrillos. Los mesones, dentro de las poblaciones, solían ser de dos plantas. Por lo general, la baja estaba reservada a las cuadras y establos, a veces con un patio central, y las estancias altas se reservaban para los dormitorios. 

Todo viajero bien concertado debía contar en sus expediciones con un equipo adecuado: fiambreras, cantimploras, vituallas, manteles, armas y, si era posible, una cama de camino. Las ventas y posadas no siempre disponían de víveres y éstos, cuando los había, eran de poca variedad y caros a pesar de las prohibiciones y aranceles que se mostraban al público en una tabla. No eran mesas para gustos delicados, así Leandro Fernández de Moratín avisará a su amigo Juan Antonio Melón: “guárdate de los hartazgos de callos, huevos duros, tarángana, sardina frita, chiles, pimientos en vinagre, queso y vinarra, que tanto apeteces por esos ventorrillos, rodeados de moscas y mendigos y perros muertos”. Mejor era resolver la papeleta con los propios recursos que depender de la despensa de venteros y mesoneros. La disponibilidad de un colchón decente era asimismo capital pues estaba fuera de toda discusión que una persona de mediana crianza no podía ni debía dormir en cama de galgos, entre chinches, pulgas, lienzos hediondos o lana mal lavada. En la correspondencia de la duquesa de Montemar, en unas cuentas de 1783 que leí hace un tiempo, se mencionan los gastos de viaje de una joven llamada doña María Francisca, que debía de ser de la familia, en los que se incluyeron la compra de dieciséis varas y media de tela de cuadros y dos arrobas de lana para colchones y almohadas. Se pagó una peseta al colchonero por su labor. Contar con una cama plegable con somier metálico, como la que Napoleón llevaba en campaña, sería un lujo inalcanzable para la mayoría.

Era inevitable que los viajeros ilustrados comparasen las posadas españolas con las del extranjero. Leandro Fernández de Moratín, ya citado, escribió en su viaje de Inglaterra: "de las posadas sólo diré que en lugarcillos de treinta y cuarenta vecinos las encontré tales que ¡ojalá pudieran compararse con ellas nuestras fondas de Madrid!". Y hay que recordar que las fondas ocupaban el lugar más alto dentro de los establecimientos hosteleros de la época. Los viajeros extranjeros también expresaron duros juicios contra los hospedajes españoles. En el prólogo del Viage fuera de España, Antonio Ponz, muy airado, acusó recibo de estas críticas. Respecto a lo escrito por Edward Clarke, dijo: “blasfeme quanto quiera de nuestras posadas y de los más de nuestros caminos que confesándole a boca llena las ventajas que en esto nos lleva Inglaterra, le acordaré también, que un siglo hace y mucho menos, dichos ramos de policía se hallaban tanto o más descuidados que en España” y le advirtió que no presumiese tanto ni se diese tantos aires pues había oído decir a los propios ingleses que, años antes, para viajar de Edimburgo a Londres “se solía hacer testamento antes de iniciar el camino”. Ya de paso, nuestro Antonio Ponz sostenía que el relato del viajero inglés estaba plagado de mentirones, desprecios e insolencias y que serían necesarias “tres esponjas, y aún seis [...] para purgarla de los desatinos que contiene”. Con todo, reconocía que las ventas y posadas sólo mejorarían cuando estuviesen bien surtidas de provisiones, contasen con camas aseadas y cuando los posaderos no fuesen los más pobres y despreciados vecinos de los pueblos sino individuos respetados y con posibilidades de labrarse un caudal. En el mismo sentido, Ricardo Wall, otro caballero sensato e  ilustrado, afirmaba que difícilmente podían mejorar unas ventas y posadas ubicadas en caminos y pueblos por donde no pasaba nadie.  Estas carencias se atribuían también a que estos establecimientos solían ser de propiedad concejil, eclesiástica o señorial y no particular. Pocas razones tenían los posaderos y venteros para invertir en lo que no era suyo. No debemos olvidar, sin embargo,  que había alojamientos bien dispuestos y mejor servidos como el que conoció en Valdepeñas, en La Mancha, nada menos que Guillermo de Humboldt. Nadie habría imaginado, en nuestros siglos XVIII y XIX, el lustre y esplendor de la actual hostelería española que bien puede contarse, con toda justicia, entre las mejores del mundo

Los diarios de Jovellanos, editados por José Miguel Caso González, nos muestran con absoluta claridad el mal humor y el desabrimiento de un viajero del siglo XVIII. Los ilustrados, hay que reconocerlo aunque los admiremos, nunca fueron simpáticos y desenfadados pero el  tono de Jovellanos, seco e incluso ingrato en ocasiones, se justifica cuando se conocen sus padecimientos. El sueño, la intemperie, el mal sustento y el quebranto de las coyunturas tras cabalgar jornadas enteras en mulas resabiadas no inducían a la euforia. Seamos comprensivos. Las apreciaciones de Jovellanos son tan escuetas como implacables, entre constantes alusiones a las pulgas, al humo, a las ventanas que no cierran y se tienen que calafatear, al calor insufrible, a las rendijas por las que entra el frío, a las malas camas, a las mantas de caballo por sábanas, a los candiles pestilentes, a la purificación con vinagre de aires enrarecidos , al agua ruin, a la falta de azucarillos, a la fetidez de la paja y a los chinches y pulgas que se emplearon a fondo para acribillarlo y atenazarlo como dogos. Jovellanos estuvo, además, en una posada en la que, por si fuera poco y para mayor tormento, "toda la sala está pintada por un tonto del país, que sacó esta habilidad y manchó con ella las casas hórreos y habitaciones de toda la comarca". En otra ocasión, un conde espabilado ocupó un cuarto que Jovellanos pensaba tomar y, resignado, buscó un rincón, intentó dormir y los chinches se lo impidieron “y éstos me llamaron a tomar la pluma.” Su experiencia viajera, en cuanto a alojamientos, se resume en esta apreciación:  “posada particular, mala, pésima, pulgas, humo”. Era lo habitual en cualquier parte de España. Ni camino del destierro, en marzo de 1801, se libró de los malos alojamientos, así en El Burgo escribió: “ruin posada y no limpia; ninguna comodidad para hacer noche, y poco para comer. Buen pan, agua de pozo y turbia, pero de lo nuestro comimos bien.” Menos mal.


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