lunes, 5 de diciembre de 2022

MANTOS POR LA NAVIDAD


En 1588, el año de la Invencible, Juan Pérez de Aranda fundó un patronato en la Santa Capilla de San Andrés de Jaén. Dejó a la Institución un molino de aceite, unas tiendas y unas casas en la calle San Clemente y otras más cerca de la sacristía de la Iglesia Mayor. Con el remanente de lo que pudiesen rentar y una vez pagados los gastos inexcusables, se debían comprar tantos mantos como fuese posible para viudas, doncellas de hábito honesto y, desde 1632, parientas del fundador que cumpliesen tales condiciones. La tarea de seleccionar y escrutar a las opositoras o posibles beneficiarias correspondía a la Junta de Gobierno de la Santa Capilla que debía llevar adelante tal misión con discreción y “sin nota de escándalo”. Después se efectuaba el correspondiente sorteo -cada año en una parroquia distinta- del que estaban exentas las emparentadas con el fundador del patronato. Los mantos se otorgaban y distribuían entre san Andrés y Pascua de Navidad. El proceso de elección y sorteo, no exento de cierta complejidad, está descrito con todo detalle en el libro de los Estatutos de la Santa Capilla, editado en 1882, y al que remito al lector.


En el testamento de Pérez de Aranda se especificaba que los mantos fuesen de anascote que era un tejido de lana, asargado por ambos lados y parecido al de ciertos hábitos frailescos y con el que también se confeccionaban, aunque en menor medida, trajes, fardeles, jubones, sayas, sotanillas y ferreruelos. Según Marta Pérez Toral, en España se comenzó a utilizar este término, el de anascote, en el siglo XVI y se difundió en el XVII. Procedía, como el de tantos otros paños e hilaturas, de Flandes, en particular de la ciudad de Hondschoote. La vara de anascote de Flandes costaba en Jaén, en el primer tercio del seiscientos, siete reales aunque es probable que los mantos entregados por la Santa Capilla estuviesen confeccionados con paños de la tierra ya que en Jaén, Baeza, Torredelcampo, Torredonjimeno, Martos, Andújar, Mancha Real, Cambil o Huelma, se elaboraban buenos veinticuatrenos, dieciochenos y catorcenos pardos y frailescos. Además, también se vendían en la ciudad paños labrados en Ávila, Segovia, Soria, La Rioja, Albarracín, Córdoba, Toledo y en otros lugares. El precio de un manto variaba según la calidad y el corte pero, en la década de 1620 era de unos cincuenta reales o más. No era poca cosa si se compara con los jornales de tres o cuatro reales que eran corrientes en la época. 


Era asunto de capital importancia disponer de un buen manto para recorrer con decoro calles, plazas y cantones y, sobre todo, para ir a la iglesia como era debido, en especial en aquellos días de hielo y viento de los largos y terribles inviernos de los siglos XVI y XVII. Más todavía en un tiempo en el que todo era escaso y caro y muchas pobres vergonzantes se veían en serios apuros para ir vestidas de acuerdo con su calidad y honrado nacimiento. Siempre era una buena acción vestir a los desvalidos y el patronato que nos ocupa no es el único que, dentro de la Santa Capilla, daba fe de esto y cumplía con tal obligación. Bien nos lo recuerda la pintura conservada en la iglesia de San Andrés, en la que aparece san Martín a caballo y partiendo su capa con un mendigo muy maltrecho, derrotado y cubierto de harapos. Este imperativo justificaba la fundación de patronatos como el de Juan Pérez de Aranda y otros más de la Institución; también explica que en los testamentos se incluyesen mandas en las que se legaban prendas de vestir. Así fue la voluntad del jurado Luis Martínez de Quesada que, en 1618, mandó entregar un manto de anascote a una viuda llamada María de Ortega o, la disposición del veinticuatro Alonso de Valenzuela que, en 1632, donó otro a Teresa Gutiérrez además de sendas capas, ropillas y calzones de paño pardo a dos de sus criados o dependientes. 


(Ángel Aponte Marín, Publicado en Siempre, Boletín de la Santa Capilla de San Andrés, Jaén, diciembre de 2022)

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