lunes, 17 de agosto de 2020

UNAS NOTAS SOBRE EL MARQUÉS DE SALAMANCA

 Paso las horas, en estas tardes de verano, con las memorias de don Fernando Fernández de Córdoba, un militar de los tiempos de Isabel II. Este personaje, de interesante biografía, estuvo unos años al servicio del futuro marqués de Salamanca. Fue en los tiempos de la unificación de Italia y de la caída del Rey de Nápoles. Entre sus muchos negocios, Salamanca era contratista de la construcción del ferrocarril en Roma, durante el pontificado de Pío IX. La empresa concesionaria era de capital francés. Fernández de Córdoba fue llamado por Salamanca para ejercer un alto cargo en estos negocios romanos. Aunque nuestro general no disimula en sus recuerdos cierto desdén hacia la clase media, relativizó sus escrúpulos aristocráticos con el eficaz lenitivo de un sueldo de 24.000 duros anuales que era mucho dinero en aquella época. No era hombre de empresa pero sí de mundo, con desenvoltura, relaciones y acceso a los más altos despachos y salones. Así, reconoce que su cometido “tendría ante todo un carácter político y diplomático, porque era preciso entenderse con el Gobierno de Su Santidad”. En las citadas memorias, Fernández de Córdoba se detiene con detalle en describir algunos rasgos de José de Salamanca, en particular su privilegiada inteligencia para los negocios y la “seguridad de su golpe de vista que tenía algo de inspiración”. Llegó a contar, afirma, con la mayor fortuna de España y una de las mayores de Europa. Su forma de vida era “grande y magnífica, pero agitadísima y devoradora, casi nómada.” Nada que ver con el estereotipo del burgués rentista y sedentario. Fernández de Córdoba prueba lo dicho con la correspondencia que mantuvo con él y cita, a modo de ejemplo, sólo la del año 1861. Constata que, en enero y febrero de 1861, Salamanca le escribió desde París; en marzo desde Lisboa; en abril desde París y Madrid; en mayo estaba en Turín y durante los meses siguientes vivió en Berlín, Roma, Nápoles, París, Madrid, Pamplona y Lisboa. Viajaba en trenes especiales, ocupaba plantas enteras en los mejores hoteles, o fondas - como se llamaba entonces a los establecimientos hoteleros de postín- cuando no se alojaba en los palacios que tenía en Madrid, Vista Alegre, París o, éste alquilado, en Roma. Estas residencias contenían valiosas obras de arte, libros raros, antigüedades y todo tipo de alhajas además de caballerizas. No sin admiración, que no era para menos, Fernández de Córdoba, asegura: “no recuerdo ninguno de sus viajes a Roma en que no trajera 4 ó 5 millones de francos en oro para atender sus negocios, gastos y caprichos”. Era como un personaje de novela de Dumas.

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