martes, 24 de marzo de 2020

LA PESTE DE 1602 EN JAÉN

No fue demasiado diferente a lo de ahora. Corrieron noticias de una epidemia de peste que llegaba de Córdoba. Ya en febrero de 1601 el Cabildo municipal de Jaén prohibió la entrada de telas de cualquier procedencia, aunque su origen estuviese en lugares libres del contagio. Después se pasó al control de todas las mercancías y viajeros que llegaban a la ciudad. Pasaron los meses y en abril de 1602 se supo de la primera enferma, una mujer que fue aislada en la ermita de San Nicasio que al final fue convertida en hospital de apestados. Era natural que la inquietud y después el miedo se apoderasen de la ciudad. Mandaron a sus casas a los niños que estudiaban con sus maestros las primeras letras, cerraron la escuela de Gramática y dijeron a las mujeres que enseñaban labores a las niñas que dejasen la tarea para mejor momento. Preguntaban a los médicos y nadie sabía, a ciencia cierta, lo que podía pasar. El corregidor de Jaén advirtió con severidad a los médicos de las penas en que incurrirían si ocultaban la realidad y no revelaban las cifras reales de afectados. El Cabildo nombró al doctor Alonso de Freylas, facultativo de probada fama, como cabeza de una comisión de médicos de la ciudad, que dirigirían la lucha contra la epidemia. Participaron en estas tareas los doctores Soria Vera, González, Acuña del Adarve y Zafra de la Cueva; también los licenciados Pedro del Adarve Acuña, Higueras y Lorenzo de Vilches. Al frente del citado hospital de apestados, ubicado en la ermita de San Nicasio, estaba el licenciado Higueras, con un salario diario de ocho ducados, asistido por el barbero Antón Crespo que recibiría una paga diaria de dos ducados. Lo que hicieron, y pensamos que actuaron bien, no se pagaba con dinero. Se menciona también un boticario, del que desconocemos tanto su nombre como su salario, si lo tuvo. Para conducir a los contagiados al hospital se reclutaron cuatro ganapanes. Si se ofrecieron a esta tarea por desesperación, desprecio al peligro o generosidad nunca lo sabremos pero justo es reconocerles el mérito. Dios los tenga en su gloria. El hospitalico pronto quedó atestado y hubo que recurrir a unas casas cercanas a La Salobreja, un paraje entonces extramuros de la ciudad; tampoco fue suficiente de manera que también se habilitó, para recluir a los enfermos,  la ermita de la Virgen de la Cabeza. Los médicos estaban acuartelados en el convento de San Jerónimo. Y así transcurrió la primavera. En mayo, al parecer, disminuyeron los contagios y el número de muertos. En el Cabildo hubo disputas sobre si el mal había ya pasado o no, también sobre si era conveniente abrir las puertas de la ciudad y, de esa manera, facilitar los abastecimientos y el comercio. Decían que en otros pagos ya habían acabado con la clausura. Así se hizo. Hasta autorizaron la venta de queso añejo y fresco, alimentos considerados perjudiciales para la salud o que asociaban a la enfermedad. Fue una decisión precipitada pues en julio volvió a arreciar el mal y había más de cien contagiados en el Hospital de la Misericordia. Todo remitió en septiembre. En la Catedral se oficiaron exequias por las almas de todos los que habían muerto en esos tristes días. El número se desconoce.
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*Los datos sobre la epidemia los tomo del estudio del profesor Coronas Tejada, Jaén, siglo XVII, 1994.

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