sábado, 15 de febrero de 2020

DÍAS DE EXILIO EN INGLATERRA (1842)

En nuestro siglo XIX la experiencia del exilio fue compartida por unos y otros: liberales febriles y exaltados, circunspectos progresistas, carlistas no controlables por abrazos y convenios, republicanos de distinta obediencia y moderados. Siempre imaginamos a estos últimos como aburridos administradores y burgueses de brasero y chocolate pero no, los hubo de vida arriesgada e incorregiblemente aventurera. Uno de ellos fue el general Fernando Fernández de Cordova. Dejó constancia de esta experiencia en sus memorias, publicadas en 1889. Partió al destierro durante la regencia de Espartero. Estuvo primero en Lisboa y Évora y, desde allí, acudió a la llamada del general Narváez en abril de 1842, entonces emigrado en París. Para llegar a esta ciudad, Fernández de Córdova, pasó primero por Inglaterra. Viajó en un buque llamado Britania, cuyo capitán conocía. Hizo la travesía sin grandes inconvenientes ni padecer mareos “sin duda para no desmentir mi raza, toda de marinos”. Desembarcó en Southampton, no muy sobrado de dinero, y tomó el primer tren de su vida. Al llegar a Londres se alojó en el Paris-Hotel, en Regent Street, un establecimiento donde se hablaba francés y español además de “un punto frecuentado por españoles y emigrados”. Le abrumaba al General su absoluto desconocimiento del inglés, algo habitual entre los españoles además de “cuestión grave e importantísima en Londres”. No le faltaron tiempos de soledad en esta enorme ciudad: “Londres me produjo una gran sensación de asombro y de tristeza”, escribió. Hubo otro militar, del que me ocupé hace años, llamado don Celestino del Piélago que estuvo allí por la misma época y que se expresaba en términos similiares. Volvamos a Fernández de Córdova y recordémoslo con sus añoranzas de la patria, de la familia y de los viejos amigos, todos tan lejanos. Un hombre duro y resuelto al que le pesaba el incierto porvenir de los desterrados. Después, las buenas relaciones, propias de todo aristócrata y político de rango del siglo XIX, le abrieron las puertas de casas grandes y de mucho empaque. Pronto pasó a París y allí se dedicó, como era de rigor, a conspirar.