lunes, 2 de noviembre de 2020

SOBRE LA RECLUSIÓN DE UN CLÉRIGO EN EL SANTUARIO DE LA VIRGEN DE LA CABEZA

 En el invierno de 1987 o quizás de 1988 -no lo recuerdo con exactitud aunque da igual-  publiqué en Ideal, un breve artículo que, entre mis papeles, he recuperado. No el recorte de prensa, que tengo por ahí perdido, sino el texto mecanografiado. Tal y como lo escribí, con toda la ingenuidad, la precipitación y el entusiasmo de los pocos años, lo reproduzco en Retablo de la Vida Antigua:


Un dato inédito sobre el Santuario de la Virgen de la Cabeza.

<<El Santuario de la Virgen de la Cabeza ha sido, a lo largo de la historia, un símbolo de la vida de Andújar y como tal ha participado de forma directa en el acontecer de la mencionada ciudad. En estas líneas no vamos a hablar de la romería ni del culto mariano, sino de un aspecto interesante y desconocido del Santuario.

El 17 de noviembre de 1661, ante el escribano público Ramos de Ulloa, un clérigo llamado Juan López de Almodóvar, presbítero y vecino de Andújar, declaró estar en la Cárcel Eclesiástica de Jaén “en razón de haberse ordenado en la Curia Romana, hasta ser sacerdote”, por lo que fue condenado a ocho años de reclusión y a pagar “cierta cantidad de marabedís”. Hasta aquí no hay nada extraordinario en un siglo en el que los hombres, pertenecientes o no a la Iglesia, siempre estaban enzarzados en pleitos, pendencias y querellas; lo más relevante del suceso es que la condena la debía cumplir el atribulado clérigo “en la Iglesia y Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza, termino de la dicha ciudad de Andújar”. Es interesante la descripción del entorno de dicho templo como “parte disierta, sin población”. Es indudable que el presbítero debió de observar un sombrío panorama, y bien de forma real o imaginaria, como en el famoso personaje de Molière, “estando cumpliendo la dicha sentenzia cayó malo y por no tener quien le curare en su enfermedad […] pidió licencia a el Señor Probisor para yr a curarme a la dicha ciudad de Andújar donde tiene su casa y abiendola pedido por tres beces se la denegó”. Debieron de ser momentos críticos ya que al verse “apretado decidió abandonar, por su propia cuenta, su lugar de encierro y marcharse a su casa para efeto de curarme y estando bueno volverse a dicho Santuario.” Pero poco debió de durar la vuelta al hogar pues pronto fue capturado y enviado a la Cárcel Episcopal de Jaén, donde se encontraba, como hemos indicado, en el momento de firmar la escritura, una vez más, por aber quebrantado su reclusión”.

Sirva este modesto dato para dar a conocer un aspecto del Santuario, testigo de los siglos y de la historia, incluso en sucesos tan oscuros como éste.>>



domingo, 25 de octubre de 2020

EL ANILLO EN LA MANO O CUANDO LOS CAMPOS ALBERGABAN MILAGROS, PRODIGIOS Y AVENTURAS

El Padre Francisco de Bilches, jesuita y rector del Colegio de San Ignacio de Baeza, escribió a mediados del siglo XVII, Santos y santuarios del Obispado de Jaén y Baeza. En esta obra leemos la vida de santa Eufemia. Defiende el autor, frente a otros estudiosos y hagiógrafos, que la Santa era natural de Cástulo, población cercana a Linares, famosa por sus minas desde muy antiguo, y no muy alejada de Baeza. Al tratar sobre la familia de la Santa, que vivió en los tiempos de las persecuciones romanas, Francisco de Bilches no puede evitar describirla con los rasgos que constituían las familias de lustre del siglo XVII. Él, cosa que a todos nos pasa, escribe como veía el mundo. Así, sus padres eran de linaje noble y cristianos “y como ellos eran, así salió la hija”. Llevaba Eufemia una vida decorosa y, sin caer en rasgos precoces de devoción, que se sepa, se dedicaba “sin hazer caudal de la abundancia de su casa […] cosas de manos por su voluntad, que no es bien que estén ociosas las señoras, sino es cuando la devoción las retira del trabajo”. Cuando llegó “a los años de discreción”, tendió a mostrar cierto desprecio a las galas y regalos que, según opinión del jesuita, son muy gratos a las mujeres. Al ser mayor de edad, se aficionó a la oración “arma ofensiva y defensiva contra las adversidades de esta vida” y, en busca de soledad y recogimiento, se retraía a las estancias apartadas para orar. Una vez más, encontramos vivencias propias el siglo XVI o del XVII aplicadas a la mentalidad religiosa del primer cristianismo.  Llegaron días siniestros y la religiosidad de santa Eufemia se fortaleció en la persecución y el ejercicio clandestino de la fe y las virtudes cristianas. Al final, fue apresada por un pagano con mando en plaza llamado Apeliano. Éste, trató de persuadirla para que retornase a la vieja religión romana, que era lo que le correspondía, según él, por su origen patricio y que abandonase el cristianismo que era religión de gente de poco viso. Al final, harto ya Apeliano, la condenó a muerte. Trataron de descuartizarla sobre un tablón pero no fue posible pues el hierro de la sierra, en contacto con el cuerpo de la Santa, se ablandaba como si fuese cera. Los verdugos, estupefactos y espantados, se negaron a continuar con la tarea pues lo que veían no era cosa normal ni de este mundo. Y el que dirigía el suplicio, no se precisa si era Apeliano, igual. La volvieron a encarcelar y, tras unos días y esta vez con triste éxito, acabaron con su vida y ella entregó el alma a quien la creó. 


Sus padres la sepultaron cerca de Cástulo y en un determinado momento, no precisado por el Padre Bilches, sus restos acabaron en Galicia, donde permanecieron ocultos. La historia de su descubrimiento parece prueba de libro de caballerías, tiene el tono de las historias de Perceval o de Lanzarote del Lago. Seguramente hay tradiciones o leyendas piadosas que repiten tal episodio aplicado a otros lances, otros santos u otras reliquias. Así ocurrió: un día una zagala cuidaba unas ovejas en un sitio, llamado El Campillo y vio salir de unas peñas una mano adornada con un anillo. La pastora cogió el anillo y quedó muda en el acto. Asustada recurrió a su padre al que, por señas, informó del suceso. Decidió este buen señor lo más prudente que era devolver el anillo que “puso con reverencia en el mismo dedo que antes tenía”. La zagala recobró la palabra de manera inmediata y escucharon, imagino que sobrecogidos, una voz que decía: “aquí está el cuerpo de Santa Eufemia daos priessa a sacarle”. Este prodigio tuvo lugar en la proximidad del río Caldos, lugar de El Valle, tierra de Orense y en la raya de Portugal. Era en los tiempos en que los campos albergaban milagros, prodigios y aventuras.  Ante tal llamamiento, todos los de esos pagos acudieron a desenterrar el cuerpo, que llevaron a una iglesia cercana hasta que, en 1153, fue trasladado a la Catedral de Orense “donde es venerado en todo el Reyno de Galicia”. El anillo, afirma el padre Vilches, “que es de oro baxo, testimonio de la modestia de la Santa”, era tenido por muy milagroso y se llevaba a los enfermos para su consuelo y curación.

 

domingo, 18 de octubre de 2020

EL MÁS INERME

Alfonso García Valdecasas publicó en Escorial, en 1943, “El hidalgo”. Es una reflexión sobre la hidalguía y la figura del hidalgo, en contraposición a otros modelos o tipos, o arquetipos, sociales, dentro de la línea de pensamiento de Ortega del que fue discípulo el autor. Hay un párrafo en dicho escrito que conmueve y que me hace reconocer situaciones vividas y estudiadas. Se refiere García Valdecasas al lazarillo y al hidalgo: 

Sus amos sucesivos (el ciego, el clérigo, el fraile mercedario, el vendedor de bulas, el capellán, el alguacil...) son otros tantos bellacos que quieren explotarle. Al lazarillo no le remuerde de burlarles o vengarse de ellos. Les gana en donaire y picardía, no es inferior moralmente. Pero aparece el hidalgo con su andar sosegado, su cuerpo derecho, su buen talante, su espada que no cambiaría por todo el oro del mundo. Alejado de su lugar de origen, donde estaban las raíces de su hidalguía es un mutilado social, no tiene misión, no tiene obras, es el más inerme, con su bella espada, de todos los amos del lazarillo. Mas una atmósfera de dignidad y elevación le rodea. El lazarillo no le abandona, no le burla. Le da de comer, le quiere. Estaría dispuesto a volverle a servir, a él o a cualquier otro que fuera como él.

domingo, 23 de agosto de 2020

EL VISITADOR GENERAL DE TINTES DEL REINO

Se llamaba don Luis Fernández. Ejerció el oficio de visitador general de tintes del Reino cuando acababa el Antiguo Régimen. Inició su tarea cuando reinaba la devota, ilustrada y cazadora majestad de Carlos III, padre de sus pueblos. Supongo que las obligaciones de este oficio, consistirían en fiscalizar y contrastar la calidad de los tintes para evitar fraudes y desengaños. Nada más dieciochesco y de mayor utilidad pública. Los tintes, antes de que los químicos alemanes democratizasen las posibilidad de vestir ropas de colores, eran caros y escasos, frecuentemente de origen exótico. Me pregunto si el colorido de majas, currutacos y chisperos goyescos debió algo al rigor y a los desvelos de nuestro visitador. Tenía que saber mucho del añil, del índigo, la grana o la cochinilla. Vivió don Luis cuatro reinados -no cuento el del Intruso-, sobrevivió a la guerra y quizás admiró secretamente los colores de coraceros, dragones y mamelucos. En aquellos días de revoluciones y reacciones, abrazó convencido la causa absolutista. Sentó plaza, de los primeros y a pesar de su edad, como voluntario realista. Le hizo gracia el gesto a Fernando VII, al que le gustaban estos detalles. En 1824, cuando la persecución a los liberales arreciaba, le concedió 12.000 reales para que encargase un uniforme de granadero “para estímulo de unos y confusión de otros”. Con los mejores tintes, por supuesto.


lunes, 17 de agosto de 2020

UNAS NOTAS SOBRE EL MARQUÉS DE SALAMANCA

 Paso las horas, en estas tardes de verano, con las memorias de don Fernando Fernández de Córdoba, un militar de los tiempos de Isabel II. Este personaje, de interesante biografía, estuvo unos años al servicio del futuro marqués de Salamanca. Fue en los tiempos de la unificación de Italia y de la caída del Rey de Nápoles. Entre sus muchos negocios, Salamanca era contratista de la construcción del ferrocarril en Roma, durante el pontificado de Pío IX. La empresa concesionaria era de capital francés. Fernández de Córdoba fue llamado por Salamanca para ejercer un alto cargo en estos negocios romanos. Aunque nuestro general no disimula en sus recuerdos cierto desdén hacia la clase media, relativizó sus escrúpulos aristocráticos con el eficaz lenitivo de un sueldo de 24.000 duros anuales que era mucho dinero en aquella época. No era hombre de empresa pero sí de mundo, con desenvoltura, relaciones y acceso a los más altos despachos y salones. Así, reconoce que su cometido “tendría ante todo un carácter político y diplomático, porque era preciso entenderse con el Gobierno de Su Santidad”. En las citadas memorias, Fernández de Córdoba se detiene con detalle en describir algunos rasgos de José de Salamanca, en particular su privilegiada inteligencia para los negocios y la “seguridad de su golpe de vista que tenía algo de inspiración”. Llegó a contar, afirma, con la mayor fortuna de España y una de las mayores de Europa. Su forma de vida era “grande y magnífica, pero agitadísima y devoradora, casi nómada.” Nada que ver con el estereotipo del burgués rentista y sedentario. Fernández de Córdoba prueba lo dicho con la correspondencia que mantuvo con él y cita, a modo de ejemplo, sólo la del año 1861. Constata que, en enero y febrero de 1861, Salamanca le escribió desde París; en marzo desde Lisboa; en abril desde París y Madrid; en mayo estaba en Turín y durante los meses siguientes vivió en Berlín, Roma, Nápoles, París, Madrid, Pamplona y Lisboa. Viajaba en trenes especiales, ocupaba plantas enteras en los mejores hoteles, o fondas - como se llamaba entonces a los establecimientos hoteleros de postín- cuando no se alojaba en los palacios que tenía en Madrid, Vista Alegre, París o, éste alquilado, en Roma. Estas residencias contenían valiosas obras de arte, libros raros, antigüedades y todo tipo de alhajas además de caballerizas. No sin admiración, que no era para menos, Fernández de Córdoba, asegura: “no recuerdo ninguno de sus viajes a Roma en que no trajera 4 ó 5 millones de francos en oro para atender sus negocios, gastos y caprichos”. Era como un personaje de novela de Dumas.

martes, 23 de junio de 2020

SOBRE TRUCHAS Y BARBOS.

El caballero portugués Bartolomé Pinheiro da Veiga, estuvo en Valladolid en tiempos de Felipe III, cuando esta ciudad fue Corte. Don Pascual de Gayangos publicó en la Revista de España las notas que tomó de su estancia allí*. Llamó mucho la atención de Pinheiro la gran cantidad de truchas que, procedentes de Burgos y de Medina de Rioseco, se consumían en Valladolid. Decía: “nunca llegué yo a comprender, ni se puede concebir, como en ciertos días, la mitad de la población las come y se alimenta casi exclusivamente de ellas, como si fueran pescado de mar.” Algunas truchas pesaban varios arreldes, un arrelde equivalía a unos dos kilos, “y no pocas son espantables a la vista por lo crecidas”. Menciona un ejemplar que regaló el duque de Lerma a los frailes de San Pablo que, servida en un gran tablero, dio para que comiesen ochenta frailes. Muchos parecen. También menciona el viajero portugués la afición a los barbos que podían ser, algunos buenos ejemplares, de tres o cuatro arreldes. Tengo noticia, por otra parte, de que los barbos se servían fritos con tocino y picatostes de pan. A rodajas, si era lo suficientemente grande. También, en el siglo XVI, preparaban el barbo, en especial si estaba fresco, cocido en vino tinto y algo de vinagre, pimienta, nuez moscada, sal y manteca de vaca fresca. Se acompañaba con rebanadas de pan tostado. Cuando mejor calidad tenían, según decían, era por mayo.
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*He utilizado la recopilación de García Mercadal sobre viajes por España.

martes, 9 de junio de 2020

LA DUQUESA DE CHEVREUSE LLEGA A MADRID


El 30 de noviembre de 1637 la duquesa de Chevreuse, gran conspiradora y después frondeuse, llegó a la Corte de España. Fue hospedada y regalada, dice el autor de unos avisos*, por los marqueses de los Vélez. El seis de diciembre se presentó en Madrid de manera pública y todos se lanzaron a las calles para verla. Fue un acontecimiento memorable y de mucho lucimiento, "saliéndola a recibir toda la nobleza y despoblándose Madrid para verla entrar y aun Sus Majestades vieron la entrada por unas celosías que pusieron en unas puertas del Buen Retiro". El vecindario, todo alborozado y soliviantado. Fue acompañada por grandes y títulos de Castilla como el Almirante, el Condestable, los duques de Híjar, Villahermosa, Alburquerque, Pastrana y Peñaranda, además de los condes de Alba, Veragua y Santa Cruz. Muchos más títulos y caballeros escoltaron el coche donde la de Chevreuse viajaba con las marquesas de Mirabel y de las Navas y la condesa de Santisteban. Iba, según testigos, "ella muy bizarra, despechugada y desenfadada". Hubo, en medio de esta alegría de vivir, un tráfico de coches nunca visto. No es verdad que el Barroco español fuese siembre triste, entre calaveras y mortajas. Aquí, cuando nos lo proponíamos, sabíamos quedar mejor que nadie en el mundo. Sobra decir que, según el cronista, la duquesa de Chevreuse, era del agrado general. El retrato, sin ofender a nadie, nos presenta a una belleza discreta pero no a una mujer de rompe y rasga. Al natural, lo tengo por seguro, tuvo que ganar mucho ante los españoles del XVII. 
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*Lo entrecomillado es recogido por Rodríguez Villa en La Corte y la Monarquía de España en los años de 1636 y 1637, Madrid 1886.

lunes, 8 de junio de 2020

SOBRE HUERTAS Y HORTELANOS

Recientemente he publicado en Zibaldone, de The Objective, un artículo que habla de huertas antiguas -y no tan antiguas- y de hortelanos. Creo que puede ser del interés de los ilustrados lectores de Retablo de la Vida Antigua que, por lo general, han tenido siempre un probado interés por el campo. Aparecen algunos datos sobre utillaje agrícola, variedades de frutas y aspectos relativos a las labores que se hacían en las huertas. 
Aquí está el enlace:
https://theobjective.com/elsubjetivo/elogio-de-huertas-y-hortelanos/

viernes, 24 de abril de 2020

MARIDILLOS

En los siglos XVII y XVIII había mujeres, para soportar los fríos, se ponían bajo las faldas unos hornillos de barro con una rejuela que recibían el jocoso nombre de maridillos. En vez de ascuas llevaban, en su interior, una pieza de hierro que se calentaba previamente al fuego. Así se evitaban accidentes e incomodidades con los tizones. En realidad, con tan sencillo ingenio, guardainfantes y tontillos y demás vestuario acampanado, hacía las funciones de la castiza mesa camilla en los fríos inviernos barrocos. Todo esto lo escribo al leer, en esta tarde de clausura -como fraile travieso castigado en cárcel episcopal- una relación de precios de 1622 en la que se indica: “maridillos ordinarios,  seys maravedis”. Se labraban en Alcorcón y se vendían en muchas partes del Reino.

miércoles, 15 de abril de 2020

NADIE TENÍA DINERO

En los tiempos antiguos lo normal era ser pobre. No mísero, que tampoco era raro, sino nada más que pobre. En unas épocas más que en otras. Fueron muy malos, de estar a dos velas, los años del siglo XVII. España, la verdad sea dicha, fue poderosa pero nunca rica. Ricos eran los holandeses pero no los españoles. Aunque campeamos invictos por Europa durante más de siglo y medio, aquí nunca estuvimos muy sobrados de mercaderías, abastos y reales. Azorín reflexionó al respecto. Contaba como una gitanica entró en la casa de un personaje principal de la villa de Madrid. Cantó, bailó e hizo sus gracias ante la familia del caballero. Al terminar, lo suyo era agasajarla con una propina pero, quién lo diría, nadie tenía un real en la faltriquera. Ni la señora de la casa, ni el escudero, ni las criadas a las que se les pidió prestado. Llegó el caballero a sus casas, teniente en el Cabildo -no se indica si lo era del corregidor, del alcalde mayor o de otro oficio-y tampoco tenía un maravedí. Esto, afirma Azorín, “sucedía en casi todas las casas españolas del siglo XVII. Nadie tenía dinero”. El que esto escribe lo ha podido comprobar en el caso de Jaén, en el mismo siglo: su concejo con las arcas con más borra que reales y, los pocos que había, de vellón. Lo tratos y los pagos se efectuaban con unas pobres monedas reselladas, mal acuñadas, maltrechas de las que todos se querían desprender. La plata desapareció de la circulación y las rentas se cobraban, al menos en parte, en especie. Y no por apego a las viejas costumbres o por nostalgia señorial o señal de vasallaje sino por la pérdida de valor de la moneda adulterada. Los caballeros del Cabildo se vieron con sus salarios, que no eran gran cosa, embargados y no faltó algún título de Castilla que pidió licencia al Rey para liberar bienes vinculados. El reconocimiento de la propia pobreza no era motivo de vergüenza. También en esto nos diferenciábamos de los holandeses y en esto para bien. Era la tradición católica entreverada en un orgullo de raíz aristocrática y extendido a las clases populares, que no veía en la pobreza motivo de deshonra ni, menos todavía, de la desaprobación divina.

sábado, 28 de marzo de 2020

DE ROGATIVAS Y DEVOCIONES CONTRA LA PESTE

Ante la amenaza de epidemia se recurría a dos medios. En primer lugar, los concejos tomaban medidas preventivas para evitar la expansión del contagio; después, y esto no era menos importante, se decidían las de carácter espiritual, representadas por las penitencias y rogativas. En Jaén durante el siglo XVII, se recurrió al amparo de la Virgen de la Capilla y de los santos especializados contra la peste: san Sebastián, San Roque y san Nicasio. De san Sebastián se decía en Alcalá la Real que era “patrono e defensor de cloración de los aires e pestilencia e reparador de las ruynas”.La popularidad de estos santos queda demostrada por la existencia de muchas ermitas que, bajo su advocación, se erigieron en la provincia. Era, en muchos casos, la consecuencia de votos pronunciados por los concejos al superar alguna epidemia. Estos votos, que obligaban al mantenimiento del culto en dichos santuarios y a una fiesta anual, a veces se olvidaban para ser otra vez reanudados, en medio del espanto general, ante la aparición de nuevas epidemias. Recordemos unos datos de mediados del siglo XVII. Entre los abogados contra la peste, el santo que contaba con más ermitas dedicadas en el Reino de Jaén era San Sebastián, con nada menos que 38. Después, a gran distancia, era seguido por san Roque, con ocho, y san Nicasio, con siete ermitas, respectivamente. En Jaén, además, se hacía una procesión anual dedicada a san Nicasio en la que participaba el Cabildo municipal. Las rogativas se oficiaban antes de la llegada de la epidemia, para prevenir acontecimientos, y cuando se tenía noticia de la presencia de la peste en ciudades y pueblos relativamente cercanos, como Málaga, Córdoba o Cartagena. Fue lo ocurrido en 1676, ante la noticia de la presencia de la peste en Cartagena. De igual manera se procedió en 1677, por la difusión del contagio en la tierra de Murcia y en 1678 en Málaga. Al final, el flagelo se extendió por Jaén en 1681. La victoria sobre esta enfermedad se atribuyó a la protección de Nuestro Padre Jesús Nazareno. En pleno zafarrancho se prohibía la concentración de personas para evitar contagios, aunque no siempre se seguía con rigor tan razonable disposición. Al finalizar las epidemias se mandaban celebrar oficios de acción de gracias y procesiones generales como la que tuvo lugar en diciembre de 1646.

martes, 24 de marzo de 2020

LA PESTE DE 1602 EN JAÉN

No fue demasiado diferente a lo de ahora. Corrieron noticias de una epidemia de peste que llegaba de Córdoba. Ya en febrero de 1601 el Cabildo municipal de Jaén prohibió la entrada de telas de cualquier procedencia, aunque su origen estuviese en lugares libres del contagio. Después se pasó al control de todas las mercancías y viajeros que llegaban a la ciudad. Pasaron los meses y en abril de 1602 se supo de la primera enferma, una mujer que fue aislada en la ermita de San Nicasio que al final fue convertida en hospital de apestados. Era natural que la inquietud y después el miedo se apoderasen de la ciudad. Mandaron a sus casas a los niños que estudiaban con sus maestros las primeras letras, cerraron la escuela de Gramática y dijeron a las mujeres que enseñaban labores a las niñas que dejasen la tarea para mejor momento. Preguntaban a los médicos y nadie sabía, a ciencia cierta, lo que podía pasar. El corregidor de Jaén advirtió con severidad a los médicos de las penas en que incurrirían si ocultaban la realidad y no revelaban las cifras reales de afectados. El Cabildo nombró al doctor Alonso de Freylas, facultativo de probada fama, como cabeza de una comisión de médicos de la ciudad, que dirigirían la lucha contra la epidemia. Participaron en estas tareas los doctores Soria Vera, González, Acuña del Adarve y Zafra de la Cueva; también los licenciados Pedro del Adarve Acuña, Higueras y Lorenzo de Vilches. Al frente del citado hospital de apestados, ubicado en la ermita de San Nicasio, estaba el licenciado Higueras, con un salario diario de ocho ducados, asistido por el barbero Antón Crespo que recibiría una paga diaria de dos ducados. Lo que hicieron, y pensamos que actuaron bien, no se pagaba con dinero. Se menciona también un boticario, del que desconocemos tanto su nombre como su salario, si lo tuvo. Para conducir a los contagiados al hospital se reclutaron cuatro ganapanes. Si se ofrecieron a esta tarea por desesperación, desprecio al peligro o generosidad nunca lo sabremos pero justo es reconocerles el mérito. Dios los tenga en su gloria. El hospitalico pronto quedó atestado y hubo que recurrir a unas casas cercanas a La Salobreja, un paraje entonces extramuros de la ciudad; tampoco fue suficiente de manera que también se habilitó, para recluir a los enfermos,  la ermita de la Virgen de la Cabeza. Los médicos estaban acuartelados en el convento de San Jerónimo. Y así transcurrió la primavera. En mayo, al parecer, disminuyeron los contagios y el número de muertos. En el Cabildo hubo disputas sobre si el mal había ya pasado o no, también sobre si era conveniente abrir las puertas de la ciudad y, de esa manera, facilitar los abastecimientos y el comercio. Decían que en otros pagos ya habían acabado con la clausura. Así se hizo. Hasta autorizaron la venta de queso añejo y fresco, alimentos considerados perjudiciales para la salud o que asociaban a la enfermedad. Fue una decisión precipitada pues en julio volvió a arreciar el mal y había más de cien contagiados en el Hospital de la Misericordia. Todo remitió en septiembre. En la Catedral se oficiaron exequias por las almas de todos los que habían muerto en esos tristes días. El número se desconoce.
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*Los datos sobre la epidemia los tomo del estudio del profesor Coronas Tejada, Jaén, siglo XVII, 1994.

lunes, 16 de marzo de 2020

LOBOS RELLENOS DE PAJA

Hubo un tiempo en el que el lobo era enemigo natural del pastor y del caminante. Ahora se concibe todo de otra manera y, sin desear el perjuicio de los ganaderos, nos alegramos de que este animal vuelva a nuestras sierras. Pero no era así antes. El lobo es una figura fascinante y amenazante, arquetípica incluso. No es casualidad que los lobos pueblen los romances, los escudos de armas y los cuentos o que, como escribió el sabio antropólogo Manuel Amezcua, a las criaturas de poca edad se les enseñase a cantar aquello de “Cinco lobitos tuvo la loba”. Luis González Ripoll, cuenta en sus Narraciones de caza mayor en Cazorla, el caso de un lobo cazado, mucho antes de la guerra de España, y que fue entregado al padre de unos críos que habían dado cuenta de su presencia. ¿Qué se podía hacer con un lobo muerto?. Pues bien, fue desollado y la piel, adobada y rellena de paja, la llevaron por los pueblos, aldeas y cortijos para pedir una gratificación a los ganaderos, que eran muchos. Ésta consistía, en ocasiones, en la entrega de una res: “el uno una borrega, el otro una chota. Cada cual lo que tenía voluntad”. Los afortunados zagales juntaron, por este medio, un hato de cuarenta reses. Un buen punto de partida para no pasar tantas penurias y para convertirse en un pequeño ganadero. Esta costumbre de presentarse en los concejos con patas, orejas o pieles de lobo para pedir donativos, no era, por supuesto, exclusiva de estas serranías del sureste español.

sábado, 15 de febrero de 2020

DÍAS DE EXILIO EN INGLATERRA (1842)

En nuestro siglo XIX la experiencia del exilio fue compartida por unos y otros: liberales febriles y exaltados, circunspectos progresistas, carlistas no controlables por abrazos y convenios, republicanos de distinta obediencia y moderados. Siempre imaginamos a estos últimos como aburridos administradores y burgueses de brasero y chocolate pero no, los hubo de vida arriesgada e incorregiblemente aventurera. Uno de ellos fue el general Fernando Fernández de Cordova. Dejó constancia de esta experiencia en sus memorias, publicadas en 1889. Partió al destierro durante la regencia de Espartero. Estuvo primero en Lisboa y Évora y, desde allí, acudió a la llamada del general Narváez en abril de 1842, entonces emigrado en París. Para llegar a esta ciudad, Fernández de Córdova, pasó primero por Inglaterra. Viajó en un buque llamado Britania, cuyo capitán conocía. Hizo la travesía sin grandes inconvenientes ni padecer mareos “sin duda para no desmentir mi raza, toda de marinos”. Desembarcó en Southampton, no muy sobrado de dinero, y tomó el primer tren de su vida. Al llegar a Londres se alojó en el Paris-Hotel, en Regent Street, un establecimiento donde se hablaba francés y español además de “un punto frecuentado por españoles y emigrados”. Le abrumaba al General su absoluto desconocimiento del inglés, algo habitual entre los españoles además de “cuestión grave e importantísima en Londres”. No le faltaron tiempos de soledad en esta enorme ciudad: “Londres me produjo una gran sensación de asombro y de tristeza”, escribió. Hubo otro militar, del que me ocupé hace años, llamado don Celestino del Piélago que estuvo allí por la misma época y que se expresaba en términos similiares. Volvamos a Fernández de Córdova y recordémoslo con sus añoranzas de la patria, de la familia y de los viejos amigos, todos tan lejanos. Un hombre duro y resuelto al que le pesaba el incierto porvenir de los desterrados. Después, las buenas relaciones, propias de todo aristócrata y político de rango del siglo XIX, le abrieron las puertas de casas grandes y de mucho empaque. Pronto pasó a París y allí se dedicó, como era de rigor, a conspirar.