miércoles, 28 de diciembre de 2011

NOTA MUY BREVE SOBRE PASCUAS Y PASTOREO

Tengo por seguro que antiguamente, cuando los señores curas explicaban en las iglesias el Nacimiento de Nuestro Señor, todos entendían sin dificultad alguna lo acaecido en tan gran suceso. No en vano eran españoles, esto es, nacidos en una tierra famosa por sus grandes rebaños. Otros hechos de las historias sagradas, también de gran gravedad, no serían tan bien comprendidos como el de la asistencia y adoración de los pastores en la Natividad. La verdad es que nadie había visto nunca a profetas pasar por los pueblos, salvo en pinturas y tallas, pero sí a pastores. Desde los más modestos, custodios de una  punta de ganado en la dehesa del concejo, a los que pasaban, dos veces al año, y es un ejemplo,  por las cañadas que enlazaban los montes de Teruel, Cuenca, Soria y Guadalajara con Sierra Morena. Y creo yo que se imaginaban, allí en el banco de la iglesia, con no poco frío, a los pastores de Belén con las mismas mantas pardas y zamarras que los de Bronchales, Orihuela del Tremedal, Huélamo o Terzaga, cañada arriba, careando los ganados, guardados por los mismos perros, vigilantes en los majadales, asistidos por las mismas caballerías, mantenidos con los mismos avíos.  Don Manuel del Río, hermano del Honrado Concejo de la Mesta, dejó escrito lo siguiente: "Los sorianos, que son mucho más antiguos en el pastorío que los Montañeses, gobiernan un rebaño en los caminos con solo cuatro Pastores, que denominan Rabadan, Zagal, Ayudador y Rapaz: este último es el que los trashumantes llaman Zagal, nombre que viene desde la mas remota antigüedad, como lo atestigua la misma Escritura cuando dice que los Zagales y Zagalas bailaron en el Nacimiento de Nuestro Redentor".

lunes, 26 de diciembre de 2011

DEL SUCESO OCURRIDO CON UN NOVILLO EN VALDEPEÑAS EN 1876

El 15 de junio de 1876 hubo una novillada en Valdepeñas con cuatro reses de la vacada de don José Ginés, de Santa Elena, a cargo de la cuadrilla de Juan Ponce. El cuarto novillo, llamado Totobío, que así aparece en la prensa y los libros antiguos, era retinto, de cabos negros y con pies. Los toreros vieron algo raro en el novillo y se quedó solo en el redondel. Decidió entonces el animal saltar al tendido de sombra produciendo una espantada general del público, se arrancó hacia dos agentes de la autoridad que hirió y, a uno de ellos, lanzó al ruedo. Totobío volvió al redondel para, con gran rapidez, retornar al tendido en busca de una salida. En esta ocasión llegó hasta los palcos, los destrozó y arremetió contra el público que, espantado, se agolpaba en pasillos y escaleras. El peligro no estaba tanto en la fiera como en la avalancha humana. Al final abatieron al novillo, según el Boletín de loterías y toros del 18 de junio de dicho año, con quince balazos e "infinitas puñaladas". Tuvo consecuencias trágicas el suceso pues Totobío mató a un pobre niño de siete años, "rompió muchos brazos y piernas y causó muchas descalabraduras". Se pasó tanto miedo, cuenta Leopoldo Vázquez,  que los barberos de Valdepeñas practicaron más de doscientas sangrías entre distintos testigos del suceso. Esto se hacía para prevenir los ataques, alferecías, pasmos y perlesías que podían producirse, se pensaba, tras pasar por un trance así. Incluso después de muerto Totobío siguió siendo temible pues no se vendió "ni una sola libra de la carne de este animal, porque corrió la voz de que estaba embrujado". Es ésta superstición arcaica y, al parecer, todavía vigente a inicios de la Restauración.

martes, 20 de diciembre de 2011

BIEN ESTÁ LO QUE BIEN ACABA

Tras un año y casi cien entradas publicadas se cierra el Retablo de la Vida Antigua. Quiero agradecer a todos los lectores la generosidad, la paciencia y la cortesía demostrada hacia este cuadernillo dedicado a la vida española de antes. Han sido todos ustedes unos contertulios de perfecta gentileza y han demostrado, en cada una de sus palabras, una crianza impecable. Seguiré atento a lo que se publique desde otros blogs amigos y, si la nostalgia es demasiado recia, quién sabe, volveré a sentar plaza con ustedes para enjaretar alguna que otra entrada.  El tiempo y yo que decía Felipe II, aquel rey de feliz memoria. Mientras tanto me dedicaré a estudiar algunas cosillas que tengo pendientes.

Reciban mis saludos y gracias otra vez.

lunes, 19 de diciembre de 2011

MAÑANAS DE AGUARDIENTE

El letuario es una confitura elaborada con cascos de naranja que, acompañada con unos tragos de aguardiente, constituía el desayuno de los españoles del siglo XVII. Es a lo que Góngora asociaba a  las mañanas de invierno. En las ciudades de alguna población ambos productos eran suministrados por vendedores ambulantes, con frecuencia de origen francés. Observe el culto lector que a los españoles siempre les ha gustado lo de desayunar en la calle, costumbre económica y saludable. Pero sigamos. El aguardiente podía ser de Alanís o de Cazalla. Después, en el siglo XVIII, se vendían más los fabricados en Cataluña,  Navarra, Aragón y Valencia.También se producía en Málaga aunque en menor cantidad. Debían de ser bebidas muy fuertes, secas a más no poder. El precio de una arroba de aguardiente refinado en la Corte era, en 1797, de unos cien reales. La Real Hacienda, consciente de que era un brebaje universalmente aceptado, trató de monopolizar su venta a través de estancos, como con el tabaco y los naipes, aplicando los correspondientes impuestos indirectos que gravaban su precio. Así su comercialización estuvo intervenida desde 1632 hasta el siglo XIX, con periodos de relativa liberalización.  Decían los inventores de esta sacaliña que, con esta fiscalización, se desterraría, o al menos se atenuaría, el feo y deplorable vicio de la embriaguez. No debemos ser, sin embargo, ingenuos puesto que el fin principal de estas disposiciones era recaudatorio. La renta del aguardiente estuvo asociada al impuesto de millones, que imponía sisas o recargos a los precios de distintos productos de consumo general. Fue burlada con pertinacia por contrabandistas, taberneros trapisondistas y arrieros poco solidarios con el fisco. En el Jaén del XVII no faltaban clérigos cosecheros que tenía despachos, más o menos clandestinos, en los que suministraban aguardiente a un precio inferior al oficial. Alegaban que lo del estanco no iba con ellos pues por pertenecer al estamento eclesiástico estaban exentos del pago de cargas fiscales. La Corona no pensaba igual y cuando procedía contra tales transacciones llovían las excomuniones contra corregidores, regidores, alguaciles y guardas de millones.

viernes, 16 de diciembre de 2011

UN CONSEJO DE ORTEGA PARA CAPEAR LA CRISIS CON ELEGANCIA

"Hay que ir pensando en un tipo ejemplar de vida que conserve lo mejor del gentleman y sea, a la vez, compatible con la pobreza que inexorablemente amenaza nuestro planeta". En situaciones de tal gravedad, aconsejaba el filósofo la conveniencia de seguir, como ejemplo vital, al hidalgo, pariente cercano del gentleman pero que, a diferencia de éste, "lleva en sí la condición de florecer en tierra de pobreza". Es decir, en España.

José Ortega y Gasset, Meditación de la técnica, 1933.

jueves, 15 de diciembre de 2011

EL CHOCOLATE DE LA TÍA MONJA DEL CONDE DE GARCÍEZ



No debía de ser fácil hacer testamento para un aristócrata del siglo XVIII.  Sin contar con las mandas piadosas, encargos de misas y otras obras pías, había que desmadejar, con la ayuda de un notario de confianza, una nube de sucesiones en mayorazgos, vínculos, patronatos, deudas antiguas, pleitos más antiguos todavía, particiones, mandas a viejos criados, redenciones de censos, reclamaciones de ayudas de costa a la Corona,  y otras cuestiones de suma importancia. El conde de Garcíez, siempre muy señor, no olvidaba los asuntos menudos y ordenó en su testamento, otorgado en 1763,  que su tía, monja en el Convento de Santa Clara de Baeza, recibiese, durante el resto de su vida, dos arrobas de chocolate cada año. Sentiría la muerte del Conde la linajuda monja. Pero la tristeza podría atemperarse, entre rato y rato, con  la jícara, la mancerina y el soconusco. Otra muestra más de la afición española al chocolate.

lunes, 12 de diciembre de 2011

LOS WOODFORD DESPIDEN A FRASCUELO


No debieron de olvidar los Woodford aquella tarde de marzo de 1898. Medio ocultos por los cipreses de la Sacramental de San Isidro vieron como El Chano, Baulero, El Moños, Jeromo, Pajarero y Tres Calés, enterraban en una fosa, tres metros de honda, a Salvador Sánchez Frascuelo. De haber sido norteamericano, pensaría Mr. Woodford del torero, habría recorrido grandes espacios, hacia el oeste, o sentado plaza de aventurero en la frontera. O conducido ganados pues era Frascuelo buen jinete y le gustaba el campo.  Personajes así, como Salvador Sánchez,  no habrían desentonado entre los creados por John Ford. A fin de cuentas Frascuelo fue valiente como era posible serlo en la España de la Restauración. Para demostrar coraje un ruedo valía tanto como los horizontes de América. Nadie ha dicho que el valor sea asunto de metros cuadrados. Después, al volver del cementerio, Mr. Woodford mandó parar el coche en el Puente de Toledo, bajó a la calle, anduvo un rato y repartió limosnas entre los pobres. Mr. Woodford era embajador de Estados Unidos en España. Hacía menos de un mes de lo del Maine.

domingo, 11 de diciembre de 2011

ATAJAR LA TIERRA

Es destreza antigua y nombrada por Diego Hurtado de Mendoza. Bien lo explica el gentilhombre en su Guerra de Granada: "Llaman atajar la tierra en lengua de hombres del campo, rodearla al anochecer y venir de día para ver por los rastros, qué gente de enemigos y por qué parte ha entrado o salido". Los que tal cometido hacían, sigue hablándonos don Diego, se llamaban atajadores. Cuando correspondía rastreaban el campo todos los días a pie o a caballo. Era "oficio de por sí apartado del de los soldados" y por tanto, cabe pensar, ejercido por tipos ariscos, acostumbrados a ir por montes, derrumbaderos y despoblados. Acostumbrados a las largas esperas, sin otro mantenimiento que vino áspero y tasajo. Gente de frontera, al fin,  práctica, indolente en la holganza y sufrida en campaña. No hay que confundirlos con otros, también llamados atajadores, dedicados éstos al hurto de ganados, aunque sospecho que tenían mucho que ver unos y otros.

jueves, 8 de diciembre de 2011

PERROS Y TRASHUMANCIA

Don Manuel del Río, vecino de Carrascosa, provincia de Soria,  era ganadero trashumante y hermano del Honrado Concejo de la Mesta. Aconsejaba en su Vida Pastoril, de 1828, que cada pastor contase con uno o dos perros por redil "bien, acostumbrados á su voz, para que por este medio sean vigilantes y obedientes a su mandato". Los perros debían estar separados "pues se observa con frecuencia que al momento que ladra uno todos los demás contestan, y si el primero es acometido por algún lobo acuden á su auxilio, y trabajan en común para ahuyentar al enemigo". Para que los perros no hiciesen manada convenía mandar a los zagales que les diesen de comer "a cada uno de por sí cerca del redero y del chozuelo del atajo á que cada perro pertenezca". Así, después de la defensa del rebaño, sigue don Manuel del Río, estaba comprobado que cada perro volvía, aquerenciado, a su lugar. Indicaba, con gran conocimiento de estos animales tan valientes como útiles, que tras tan arriesgado trago, pues se jugaban la vida con lobos y otras alimañas "conviene alhagarlos mucho como para demostrarles que han hecho una buena accion, y tenerlos dispuestos para que ejecuten otra vez , porque en general los perros agradecen infinito los alhagos del hombre".

lunes, 5 de diciembre de 2011

NO TEMEN A SUS EMBESTIDAS: ESTAMPA DE LIBERALES Y ABSOLUTISTAS EN 1820




En la plaza de Santa María de Jaén, tras la salida de las tropas de Bonaparte, se colocó una placa en honor de la Constitución de 1812. En la mañana del seis de mayo de 1814 apareció ultrajada, cubierta de inmundicias y rodeada de papeles con proclamas absolutistas y, cabe pensar, insultos contra los liberales y la Constitución. Pero nada es para siempre, o casi nada, y seis años después cambiaron las cosas, tras lo de Riego, y los liberales decidieron poner otra placa. Para darle realce al acto se organizó una cabalgata o procesión cívica compuesta por distintos cuadros, de distinta naturaleza, alusivos al nuevo régimen constitucional. Formaba parte de la celebración un paso en el que aparecía un torero, acompañado por sus correspondientes chulos, junto a unos toros. Todos eran, naturalmente, de pega, cosa de disfraces y mojiganga. El que iba de matador llevaba en su capote la siguiente inscripción apologética:

                                   Los circos de los romanos
                                   y sus fuertes gladiadores
                                   no eran en verdad mejores
                                   que nuestros toros hispanos.
                                   Vienen de pueblos lejanos
                                   por verlos y los toreros
                                   como intrépidos iberos
                                   con desprecio de la vida
                                   no temen a sus embestidas
                                   aunque sean los más fieros.

El aire goyesco y grotesco, solanesco antes de Solana, lo aportaron unos individuos que iban disfrazados de viejas. Unas aparecían embarazadas y corcovadas, otras llevaban mantones que les cubrían la cara, grandes abanicos y rosarios de gran tamaño, seguidas de criados ataviados al estilo del Antiguo Régimen, con casaca y peluca.  Representaban, como se puede deducir, a los absolutistas, a los partidarios del Rey Neto, como les gustaba llamar a Fernando VII. Era una caricaturización del adversario, una evidente muestra de propaganda para influir en la opinión pública. No fue, por supuesto, un medio utilizado, en aquellos años, sólo por los liberales.
Mientras, los realistas, no los disfrazados sino los de verdad, ocultos en las habitaciones más escondidas de sus casas, soñaban con la hora del desquite. Tres años, si se piensa bien, pasan pronto.

Los datos sobre la destrucción de la placa de Constitución y la cabalgata en I. Lara Martín-Portugués en Jaén (1820-1823). La lucha por la libertad, Jaén 1996.


viernes, 2 de diciembre de 2011

CUCHILLERÍA DEL AÑO 1627

Había una amplia oferta para el mercado español, según consta en una relación de artículos debidamente tasados en dicho año. Así se mencionan navajas de faltriquera grandes a 16 maravedíes; cuchillos de cachas coloradas a ocho maravedíes; cajas de cuchillos de Vizcaya "de los que llaman de patilla" a 60 maravedíes; cuchillos vizcaínos con cabos de cuerno y remate de latón a dos reales y medio el par; cuchillos vizcaínos con el cabo de hierro, a un real los medianos y los grandes a dos. Los cortaplumas, también de Vizcaya, muy útiles para escribanos y secretarios, se debían vender a 24 maravedíes. Más imponentes eran los cuchillos de pastor, procedentes de Vizcaya, a dos reales, o los de Fregenal que costaban entre cinco y tres reales y medio, según fuesen grandes, medianos o pequeños. Desconozco las características de los cuchillos de cachas coloradas aunque sí recuerdo que Cervantes menciona los de cachas amarillas, en su Entremés del rufián viudo llamado Trampagos, y que según Miguel Herrero eran propios de matones y jiferos de la época.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

RAYOS Y CENTELLAS EN 1651

El 13 de marzo de 1651 en Sevilla, cuenta un testigo, "empeçó a tronar y a relampaguear" bien recio y con grandísimos aguaceros" y "al fin caió un rayo o centella que se dixo entró por una ventana de la mas baxa de la torre de la santa iglesia maior, y que fue hazia arriba por las mismas bueltas de la torre". No acabó aquí el portento pues, vale la pena la descripición, "al campanero menor que estaba tocando a rogatiua lo mató dexándole un ojo medio saltado y el lado del carrillo como tostado y acardenalado". Otra centella entró en el convento de Capuchinos, extramuros, cerca de la Puerta de Córdoba que, con espanto general, "derribó la campana, y andubo escarmuzeando" por el coro y un desván hasta acertar, con impía y funesta  precisión, en un cuadro que había en el altar mayor.  En Salteras cayó otra centella que derribó una torre y otra más, sobre una casa, en Carmona. Fueron rayos y centellas de probado peligro pues daban vueltas y revueltas, como furiosas sierpes indomables, demostraban poco respeto por lo sagrado y escaramuceando, como caballeros a la gineta en juego de cañas, fulminaban a campaneros menores.

(Los datos de la tormenta en Memorias de Sevilla , edición de Francisco Morales Padrón, Córdoba 1981)

viernes, 25 de noviembre de 2011

QUIETUD ANTE EL PELIGRO

Es una virtud la serenidad ante el peligro. Estar uno en su sitio y aguantar. Los lances en los que hay que demostrar esta cualidad los ofrece la vida en abundancia. Y la Historia muchos ejemplos. Canga Argüelles recoge, en sus documentos sobre la Guerra de la Independencia, el parte de la batalla de Tudela en el que se menciona al cadete don Vicente Martí  "que salvó la Bandera con asta, funda y todo por completo, sin haber querido tirar el palo como se aconsejaba". También al tambor del Regimiento del Turia Francisco García que, a pesar de su corta edad, "salvó la caja" no sin correr grandes peligros. Peor fortuna tuvo el sargento mayor del Regimiento de Borbón, graduado de teniente coronel, don Mariano Bianconi  "que por no abandonar la Bandera hay noticia lo mataron sus enemigos". Gran serenidad demostraron los voluntarios de Alicante que mantuvieron durante tres horas sus posiciones frente a fuerzas muy superiores "esperándolos hasta medio tiro de pistola". La batalla se produjo el 23 de noviembre de 1808 y la jornada fue para los franceses.

lunes, 21 de noviembre de 2011

LOS TOROS DE EJEA DE LOS CABALLEROS EN 1793

El Correo mercantil de España y sus Indias, correspondiente al día 21 de febrero de 1793, da cuenta del ganado de  Ejea de los Caballeros. Afirma que "el bacuno apetece por lo comun un terreno abundante de aguas, y que produzca esparto  y otras matas bajas" y que, por tener la villa tales atributos y "ser muy dilatadas sus llanuras", se crían sus afamados toros bravos "buscándolos a porfía todas las capitales de España, sin excluir la Corte, en cuya plaza se han corrido diferentes veces, y señaladamente sirvieron de diversión de SS.MM. en la plaza mayor con motivo de la Real Jura del Príncipe N.S.". Sigue el artículo con la descripción del cuidado de los ganaderos por "mantener las mejores razas o generaciones, por haber observado, que los de ciertas descendencias salen más bravos". Calculaba el autor que había en Ejea de los Caballeros unas mil cabezas de vacuno de las que 200 eran "toros bravos de plaza, novillos y añojos".  Según este dato la cabaña brava había descendido en número pues, en 1768, según cifras aportadas por José María de Cossío, y obtenidos de los informes recabados por el conde de Aranda, había en la villa aproximadamente 1.070 cabezas. Las prohibiciones impulsadas por los ilustrados debieron de causar un marcado descenso en la demanda de reses bravas. Y sigue con un dato de interés cuando afirma que "no es de plaza  un toro que no haya cumplido cuatro años y medio cuando menos". Cada cinco años se solían vender medio centenar de toros, a razón de 800 reales cada uno "que es el precio regular poniéndolos en las plazas", de manera que cada año se ganaban en la villa unos 40.000 reales procedentes de dichas transacciones, sin contar las reses desechadas y enviadas al matadero que se vendían a 400 reales cada una. Si se comparan precios, más caros eran los toros de Sevilla, vendidos para corridas, pues por la misma época, según Adrian Shubert, tenían un precio que oscilaba entre los 1.250 y 1.750 reales.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

LOS LOBOS DEL INVIERNO DE 1857

En el invierno de 1857 hubo intensas nevadas. Manadas de lobos barrieron el valle de Carranza y los páramos de Villalta, en Burgos, "dando feroces aullidos acosados por el hambre y cebándose en los ganados y aun en las personas", según informaba La Iberia. Los vecinos recorrían los montes en diferentes partidas. Cabe imaginarlos envueltos en mantas y capotes pardos, en medio de la cellisca. Siempre los inviernos antiguos nos parecen más fríos. Daba cuenta el diario, además, de lo ocurrido al cirujano de Escóbados de Abajo que, cuando iba camino de un pueblo cercano, fue atacado y devorado por una manada. Se defendió valientemente, con escopeta y sable, pues acabó con cinco lobos antes de morir.

lunes, 14 de noviembre de 2011

LA ROPILLA DEL HIDALGO

Aparecen  con frecuencia en la literatura y en las fuentes documentales. Fueron muy numerosos en Asturias, Cantabria, Vizcaya e incluso en Galicia, donde la antigüedad del linaje casaba bien con lo menguado de la bolsa. Los hidalgos de la mitad sur de España contaban con mayor caudal, eran en muchos casos titulares de mayorazgos y de tierras, aunque tampoco faltaban los que, sin mayores respetos humanos, declaraban ser pobres. Puedo citar algunos casos en Jaén entre 1635 y 1640.  No había mayor muestra de orgullo que este desdeñoso reconocimiento pues poco tenía que ver la riqueza de cada uno con ser o no hombre de obligaciones. Describo parte de la indumentaria de uno de estos hidalgos de poca o ninguna  hacienda. Se llamaba don Juan Martínez de Atocha y testó en Jaén en 1696. Dejó a su hermano,  llamado don Martín de Atocha, "el vestido nuevo con su golilla que se compone de ropilla de bayeta de Flandes negra, calzón y mangas de tafetán doble y la espada que tengo". A nueve reales se cobraba la hechura de la ropilla en 1680. Moribundo o, al menos, muy quebrantado no dudó en enumerar al escribano, una por una, las prendas. Creo yo que les tenía aprecio pues fueron buenas para ir a la plaza de Santa María, acudir a los oficios del Jueves Santo o, quién sabe, ir a la Corte a presentar un memorial. Ir por el  mundo con ropilla negra y espada al cinto era una declaración de principios. Con tal atavío no había más remedio que ser solemne. 




viernes, 11 de noviembre de 2011

ADVERTENCIAS AL PÚBLICO EN UN FESTEJO TAURINO DE 1825



El domingo seis de febrero de 1825, a las tres y media de la tarde, con el permiso del Rey, se celebraría un festejo taurino para recaudar fondos  destinados a los Reales Hospitales. Las reses serían de acreditadas vacadas de Colmenar Viejo y de la tierra de Castilla. Dos toros de muerte, de don Eugenio Paredes, vecino de Colmenar Viejo, serían lidiados por Lorenzo Badén y Manuel Romero Carreto. Los picadores fueron Julián Díaz y Pedro Ortiz. Después se correrían ocho novillos. "Por orden del Gobierno" se daban al público, que no debía de ser un modelo de comedimiento, las siguientes órdenes para el correcto desarrollo de la corrida: "que ninguno tenga varas, garrotes, ni arma alguna para molestar las reses ni cabestros, ni se agarren de sus colas, bajo la multa de 20 ducados. Asimismo, que nadie entre con palos, ni arroje a la plaza cáscaras de naranja, melón, piedras, ni otra cosa que pueda perjudicar a los lidiadores, bajo la misma pena. También se previene que absolutamente nadie baje a la plaza hasta que esté enganchado el último toro, ni estar entre barreras sino los precisos operarios, bajo la referida pena".


La noticia en Diario de Madrid, 6 de febrero de 1825. Similares disposiciones en "Bando del Ayuntamiento de Jaén sobre dos festejos a celebrar en mayo de 1820" en el blog Toro, torero y afición.

martes, 8 de noviembre de 2011

GUARDAS DEL CAMPO A MEDIADOS DEL SIGLO XIX

En unas disposiciones de la autoridad gubernativa de la provincia de Jaén, correspondientes al año 1852 y publicadas en dicha ciudad por la Imprenta y litografía de Medina, se reproduce la normativa que en 1849 pretendía regular las funciones de los guardas del campo, tanto de fincas particulares como de montes municipales en toda España. Hay que recordar que, en esas fechas, anteriores a las leyes desamortizadoras de 1855, los concejos eran propietarios de fincas muy extensas dedicadas al pasto, carboneo y a otros aprovechamientos forestales. Es de interés todo lo relativo a los guardas o guardias municipales del campo. No deja de percibirse en su redacción el estilo ordenancista del moderantismo gobernante  en esos años.Los requisitos para ocupar un puesto de este tipo eran sencillos: tener entre 25 y 50 años, no ser de una talla inferior a la exigida para el servicio militar y poseer una constitución robusta, no contar con limitaciones físicas que impidiesen el correcto desempeño del puesto, saber leer y escribir "siempre que sea posible", ser de buenas costumbres además de hombre de buena opinión y fama. Se exigía el no haber sufrido nunca penas aflictivas ni expulsado del ejercicio de alguna plaza de guarda municipal o jurado, además de no tener propiedad rural ni ser colono o ganadero. 
La autoridades tendrían especial celo en perseguir determinadas infracciones y malas conductas de los guardas como "embriagarse, concurrir a casas de mal vivir, asociarse o tratar con personas de mala conducta o mala nota, jugar a juegos prohibidos en cualquier tiempo y a los permitidos en horas de servicio" o dedicarse a cazar y a pescar descuidando las obligaciones del puesto. Tampoco se toleraría que tuviesen las armas sucias y mal conservadas, al igual que el correspondiente distintivo. Éste era una placa de latón de cuatro pulgadas de largo y tres de ancho con el nombre del pueblo en el centro y alrededor el lema Guarda del campo, bien a la vista y enlazado en una banda ancha de cuero. Lo del armamento es digno de mención: debían ir por los montes, tanto los de a pie como los de a caballo, pertrechados con carabina ligera, bayoneta y canana con diez cartuchos de bala y vaina para la bayoneta. Los que iban montados añadían, además, nada menos que un sable como los que se usaban en la caballería ligera que iría pendiente de cinturón y tirantes de cuero. No debe resultar extraño que los guardas fueran armados hasta los dientes pues los montes y los despoblados del XIX era un medio peligroso por el contrabando, el bandolerismo y los lobos.

domingo, 6 de noviembre de 2011

ESTO ES NADAR Y A LA ORILLA AHOGAR

Acababa el siglo XVII y mal estaba el Rey. A melancolías hipocondríacas atribuían sus achaques. Cavilaban los médicos de la Corte y venga pergeñar remedios para el estragado Don Carlos, Rey de España, último de su esclarecido linaje. Le suministraban  la cura ferruginosa, cuatro partes de agua de tal naturaleza y una de vino, y polvo de víboras a palo seco o en pollos cebados con tal sustancia, se le aplicaban cantáridas y exutorios y se rezaban plegarias por centenares. Tuvo el Rey cierta mejoría y fue a dar gracias a la Virgen de Atocha, a la que recurría la Familia Real cuando había achaques de mala salud o aprietos en las batallas. Se comentaba en toda la Monarquía, con moderado júbilo, la noticia y hacían tertulia en Córdoba don Francisco de Argote, veinticuatro y  alguacil mayor de dicha ciudad, el Padre Rocha, trinitario, y el dominico Francisco de Posadas. Éste era hombre de carácter, conocedor del dolor humano pues asistió, con mucho mérito, a los desgraciados que cumplían condena en las minas de Almadén y tenía la rara facultad de presagiar la muerte de algunos. Así a la noticia del restablecimiento de Carlos II dijo "esto es nadar y a la orilla ahogar. Vivirá  el Rey dos años con poca diferencia. La lástima es lo que moverá". Y así fue. Moriría el el Rey y después vino la guerra por la Corona de España.

Retablo de la Vida Antigua se une, con este trabajillo, a la conmemoración del nacimiento de Carlos II realizada por la feliz iniciativa del blog Reinado de Carlos II.

viernes, 4 de noviembre de 2011

TOROS CÉLEBRES

Guindo fue un toro de Vázquez, lidiado en la plaza de Aranjuez el doce de junio de 1831. Tras haber tomado dos varas del picador Cristóbal Ortiz, sin mayor novedad, tomó otra de Juan Pinto para saltar después la barrera, así por las buenas y sin  tomar carrera, salvar las maromas y llegar hasta el tendido 2. Lejos de pararse fue hasta la grada 4 y consiguió acceder al tendido 6 donde los voluntarios realistas trataron de detenerlo con bayonetas y sables. El toro dejó un crecido número de contusos y es de imaginar la desbandada provocada en su carrera. Al final mataron al toro los Mirandas y el Tiñoso, ya en el tendido 5,  para ser degollado, cerca de las maromas, según Leopoldo Vázquez en sus Efemérides taurinas (1880), "por un matachín" o jifero. Tengo por cosa cierta, dada la dureza de costumbres de la época, que los liberales presentes, ya fuesen espectadores, curiosos, aficionados o entendidos, estuvieron a favor del Guindo, dueño y señor del tendido 6, y de sus tarascadas a la maltrecha hueste de los serviles. Fue, podría decirse, un modesto presagio del final del absolutismo.

domingo, 30 de octubre de 2011

MÁS SOBRE LAS ÁNIMAS DEL PURGATORIO

No eran como los fantasmas de los relatos victorianos que parecían dar bandazos, sin saber muy bien la razón, asustando a institutrices de buena familia venida a menos y a jardineros de pocas palabras. Las ánimas del Purgatorio, a diferencia de los espectros al uso, que esperaban al final de la escalera, resultaban perfectamente explicables para el labrador más sencillo. Su existencia no estaba bajo lo más terrorífico que siempre es lo absurdo. Aparecían, además, representadas aquí y allá en pinturas, a veces en lienzos bien grandes, colgados en muchas iglesias. También en estampas baratas que se colocaban en los dormitorios junto a los escapularios de la Virgen del Carmen. La devociones que podían facilitar su salvación se encauzaban a través de cofradías muy activas. Las ánimas del Purgatorio, sin embargo, daban miedo, producían asombro, que así se se llamaba al espanto en los siglos XVI y XVII. Hay testimonios literarios al respecto. En La dama boba, de Lope de Vega, aparece una mujer que afirmaba tener miedo hasta de las ánimas pintadas en los cuadros y que "la noche de difuntos/no saco de puro miedo la cabeza de la ropa". Ruidos inexplicables y hechos insólitos se atribuían a las ánimas, de igual manera que a los duendes, que no todos eran celtas como muchos piensan. Si a uno le tocaba pasar por este apuro, el de encontrarse con una de ellas, lo reglamentario era, según se decía, pronunciar con la mayor presencia de ánimo:  "si eres alma del otro mundo, dime a lo que vienes y lo que quieres". Buscaban, las pobres, llamar la atención de los vivos en busca de sufragios.También un valedor para cumplir una promesa pendiente. Bien se ve que la gente antigua hacia honor a su palabra hasta después de muerta. Lo tenían a gala. Las ánimas daban miedo, es verdad, y también daban pena.

miércoles, 26 de octubre de 2011

REFUGIADO EN SAGRADO

Diego de Moya, tabernero de Jaén en el reinado de Carlos III, recibió un día la visita de unos dependientes del Cabildo municipal y le pidieron las medidas que utilizaba para despachar el vino. Al parecer los vasos estaban trucados y fueron destruidos por las autoridades concejiles. Le impusieron una multa de dos reales que, en honor a la verdad, no era gran cosa. Sin embargo Diego de Moya se enfrentó a los curiales, posiblemente jaleado por su clientela, no tenida por muy comedida,  y les dijo "apasionado[...] alguna cosas proposiciones no conducentes y perjudiciales a la Real Jurisdicción y los que la administran". En particular las palabras más gruesas fueron dedicadas al diputado del Común y el alguacil mayor que no debían de ser hombres de buen humor.  Pues bien, por este motivo fueron a prender al tabernero que, viéndolas venir, se escapó a gran velocidad, por unas calles de gran trasiego, y consiguió entrar en la iglesia de San Andrés. Allí estuvo unos días, contemplando la historiada reja de la Santa Capilla, hasta que, quizás no muy bien aconsejado, consiguió salir del templo. No eran tiempos buenos para los refugiados en sagrado. Como consecuencia de la política regalista, los Borbones trataron de reducir las inmunidades eclesiásticas. En septiembre de 1772 Carlos III había obtenido una bula que restringía el número de iglesias a las que podían acogerse los perseguidos. Finalmente el tabernero consiguió salir de su refugio y llegar hasta Granada. Y allí se quedó hasta que se serenaron los ánimos. Al final buscó testigos para que declarasen a su favor y se entregó a la Justicia de Jaén.  El asunto debió de quedar en nada. Pero los apuros fueron grandes.
                    La mujer de Diego de Moya, por los pesares sufridos, malogró su embarazo y perdió "una criatura con toda perfección", como consta en la correspondiente escritura notarial. Esto fue, en verdad, bien triste. 

domingo, 23 de octubre de 2011

BUENOS MODALES PARA UN DÍA DE LLUVIA

"Un caballero, en caso de lluvia, puede tener la gentileza de ofrecer su paraguas a una señora que se vaya mojando, respetándola y concretándose a responder a las preguntas de la dama...Lo más adecuado es cederles el paraguas y darles nuestra tarjeta (a las señoras) para que nos lo devuelvan por conducto de un criado".  
         Esto aconseja Sánchez Moreno en su Tratado práctico de etiqueta y distinción, (1928). Tal conducta sería hoy, inevitablemente incomprendida e incluso censurada. Como bien afirma Amando de Miguel, que recoge la cita en su libro Cien años de urbanidad (1991), ya no hay criados para llevar y traer paraguas. La actitud del varón, con respetuosa y silenciosa distancia, contestando sólo a lo que se le pregunta, tampoco es de estos tiempos. Silencio y distancia. Mejor eso que la tiranía de la espontaneidad y el dictado de la impertinencia. Era admirable esa capacidad de los antiguos: hacer más elegante lo cotidiano con la ayuda de un paraguas y un chaparrón.

viernes, 21 de octubre de 2011

SALAS DE ARMAS

Las salas de armas contaron con una gran aceptación entre nobles y hombres de clase media, de aficiones aristocráticas, en el siglo XIX. Algunas se mantuvieron hasta el primer tercio del XX para desaparecer después de la Guerra Civil. En cierta medida debían de tener mucho de club y de sociedad deportiva y eran una consecuencia de la reivindicación romántica de los valores caballerescos. También de los numerosos duelos que se producían entre militares, políticos y periodistas. Antonio Díaz Cañabate recordó la sala de armas a la que era asiduo en su juventud, regentada por don Ángel Lancho. Frecuentaba dicho lugar Carlos Arniches pues tenía afición a ver, serio y tétrico, como sus tres hijos practicaban con el florete, la espada o el sable. En una de sus obras, amarga y regeneracionista, La Señorita de Trevelez, aparece un personaje, don Gonzalo, que era instructor de esgrima. Escribió Díaz Cañabate: "Una sala de armas era en la ciudad moderna la puerta de escape al pasado. Al entrar en ella salíamos hacia el ideal, hacia lo inexistente. Nos dejábamos en la calle al hombre de hoy y nos transformábamos en el hombre que fue", y añade, "dadle a un rufián un guante y una espada y veréis como se ennoblece".
             Para conocer algunos detalles sobre lo que eran las salas de armas podemos recurrir a la obra de Antonio Álvarez García, oficial de Infantería y profesor de esgrima del Regimiento de Infantería de Córdoba, número 10, y del Regimiento de Infantería de la Reina. En 1887 publicó un libro titulado: Manual de Esgrima de espada y de Palo-Bastón, editado en Granada por la Imprenta de don Paulino V. Sabatel, calle Mesones 52. En el tratado se da cuenta de los efectos con los que debía contar una sala de armas en condiciones, a saber: 18 floretes, 18 sables de madera con guarnición de acero, una docena de sables de combate, otra de sables de vara de acebuche, olivo o fresno de un dedo de grueso, más o menos, con guarnición de baqueta, y sigue enumerando, seis espadas de taza con botón, seis dagas de taza también con botón, seis espadas "modernas" con botón, cuatro palos bastones de un grueso regular, cuatro petos "para dar lección" y otros cuatro "para tirar asaltos", guantes, manoplas y  zapatillas en abundancia. Recomendaba el autor disponer en el testero de la sala, en medio de un trofeo, mazas, ballestas, dagas de gavilanes, arcos y flechas, espadines y, entre otras armas, sables de infantería y caballería, para crear un ambiente marcial y medievalizante.
          

viernes, 14 de octubre de 2011

El ENSIMISMARSE DE LA SANTIDAD

La santidad tiene siempre sus misterios y no es fácil entenderla. Estudiar la vida de los santos del siglo XVI es ir de asombro en asombro. El franciscano san Pedro de Alcántara vivió en ese tiempo. Santa Teresa de Ávila, que lo conoció, dijo que "Era muy viejo y tan extremada su flaqueza que no parecía sino hecho de raíces de árboles". No era realmente hombre de tantos años cuando la Santa pudo verlo en Ávila, mediado el mes de agosto de 1560, sino que aparentaba setenta años cuando realmente tenía unos sesenta.  Aparte de las penitencias y mortificaciones propias de los religiosos y devotos de la época, llama la atención un rasgo de san Pedro de Alcántara. Me refiero a su hábito de ir ensimismado por la vida. Ángel de Badajoz en la Coronica de la prouincia de san Joseph de la religion de S. Francisco desde su fundacion asta el año 1584, dio cuenta de su no estar en el mundo hasta el punto de llevar la cabeza descalabrada. Era por golpearse con las puertas pues no reparaba en ellas dada su introspección. Si volvemos a santa Teresa, también dejó constancia de este rasgo del franciscano: "no alzava los ojos jamás, y ansí a las partes que de necesidad havía de ir no sabia, sino ivase tras los frailes; esto le acaecía por los caminos".  Había llegado a estar hasta tres años en una casa de la Orden "y no conocer fraile, si no era por la habla" pues no levantaba la mirada para verlos.  Reconocía el Santo que  "ya no se le dava más ver que no ver".

Tomo la cita de Ángel de Badajoz de la obra: Tiempo y vida de santa Teresa, de Efrén de la M. de Dios y de Otger Steggink, Madrid 1977.

martes, 11 de octubre de 2011

LA SEQUEDAD DE ESPAÑA



"-Pues dime, ¿qué concepto has hecho de España?.
 -No malo.
 -¿Luego bueno?.
 -Tampoco.
 -Según eso, ¿ni bueno ni malo?.
 -No digo eso.
 -Pues ¿qué?. ¿Agridulce?.
 -¿No te parece muy seca y que de ahí les viene a los españoles aquella su sequedad de condición y melancólica gravedad?.
(El Criticón, 2 ª parte, crisis III).


Sequedad de condición y melancólica gravedad. Así nos veían en el resto de Europa. No es el único testimonio sobre la seriedad de los españoles.  Hay, además, en este texto de Gracián una valiosa reflexión sobre el influjo del paisaje en el carácter de los pueblos. Se adelanta el jesuita a los mitos románticos. La Institución Libre de Enseñanza, las meditaciones de la Generación del 98 y, por supuesto, Ortega ahondarán en esta idea.  Pensar sobre el ser de España ha sido una tarea de siglos. Y sigue abierta.

viernes, 7 de octubre de 2011

EL CIRUJANO DE LEPANTO

Hizo lo que muchos españoles del siglo XVI y buscó la sombra de las banderas del Rey. Dionisio Daza Chacón, de treinta años y cirujano militar, tomó el camino de Flandes. Era el año 1543. Estuvo en el asedio de Landrecies a las órdenes del capitán don Pedro de Guzmán, abuelo del conde duque de Olivares. Demostró allí valor, conocimientos y habilidad pues fue llamado por el propio Emperador. Le quedó tiempo para prestar servicios en el hospital del Valenciennes y asombrar al propio Vesalio. Había estado éste poco acertado en la cura del maltrecho brazo del capitán Solís en 1544. Daza Chacón reparó con buen arte y mejor fortuna el estropicio. Volvió a Madrid pero, poco tiempo después, estaba de vuelta en Alemania, cuando la rendición de los protestantes en 1548. En ese año lo encontramos asistiendo a los enfermos de tifus exantemático en el hospital de Augsburgo para pasar al servicio del príncipe Maximiliano. Vuelve a España y, con tal hoja de servicios y sacrificios, gana una plaza de cirujano en el Hospital Real de Valladolid. En 1562 asistió al príncipe Don Carlos, de trabajosa y desastrada vida, cuando quedó descalabrado por una caída en Alcalá de Henares. Tenía el cirujano su vida resuelta cuando recordó el sonido de pífanos y cajas.  Hizo el equipaje y pasó a servir, bajo las órdenes de Don Juan de Austria, en las galeras reales. Participó en diversas acciones en el Mediterráneo, en la guerra de los moriscos y estuvo en Lepanto. Nada más y nada menos. Permaneció como cirujano en las galeras hasta 1573. Con sesenta años, repárese el dato, con sesenta años de entonces, volvió a Madrid para asistir a Felipe II. Llevaba, como si tal cosa, entre pecho y espalda, tres décadas de guerras. Se retiró en 1580, poco antes de la entrada del duque de Alba, hombre de su misma generación, en Portugal. Escribió una obra admirable, en opinión de Gregorio Marañón, Práctica y teórica de cirugía en romance y en latín. Siguió en su vida una máxima: "Cura del mismo modo a los pobres que a los ricos, y a los esclavos como  a los libres". Y así lo hizo pues pasó su vida profesional entre pobres soldados, desgraciados cobijados en hospitales, reyes, príncipes y galeotes. Todos iguales ante el dolor, las miserias humanas y la muerte. Bien merece ser recordado hoy, Dionisio Daza Chacón, día de la Virgen del Rosario y aniversario de la jornada de Lepanto.


Sobre Dionisio Daza Chacón escribió unas excelentes páginas Gregorio Marañón. De igual forma, excelente es el estudio de Francisco Guerra, Las heridas de guerra. Contribución de los cirujanos españoles en la evolución de su tratamiento, Universidad de Santander, 1981, que aporta los datos biográficos que aquí se citan.

domingo, 2 de octubre de 2011

MORATÍN O EL ESPANTO




Fue testigo de los sucesos acaecidos durante la Revolución. Escribió en su diario: "Tullerías, matanzas de los suizos; yo, espantado. Por la calle y ronda de San Antonio, cabezas en lanzas: espanto". Vio el traslado del Rey al Temple junto a toda la familia real. De allí saldría al cadalso Luis XVI. Añade: "Domingo. A las Tullerías: vi las habitaciones saqueadas; las estatuas del Luis XIV y Luis XV derruidas". Espanto y más espanto: eso decía, y era sincero. La vida puesta en almoneda y la sacralidad de los reyes destruida y arrastrada, simbólicamente y en el terrible trago de la guillotina. No era eso lo que había querido Moratín. Ilustrado, criatura, al fin y al cabo, del mundo que veía desaparecer.

martes, 27 de septiembre de 2011

ARCANOS DE LA MECÁNICA Y DEL TIEMPO

Los relojes mecánicos fueron, en opinión de Ernst Jünger un invento más revolucionario que la pólvora, la imprenta o la máquina de vapor. Crearon el tiempo artificial o abstracto en contraposición al vivido de acuerdo con las estaciones y los trabajos del campo. No sin lentitud, los relojes se impusieron de forma inexorable en la vida cotidiana.  Don Manuel del Río, autor de la obra Arte de reloxes de ruedas, para torre, sala, y faltriquera, ya en el siglo XVIII, afirmaba: "España está llena de reloxes". Aunque estaba todavía marcado por lo sagrado, las horas canónicas, el santoral y el año litúrgico, la secularización del tiempo había dado su primer paso. Pero, claro está, los relojes eran máquinas complicadas. Se desajustaban, se descomponían y se rompían con frecuencia. Tras estas contrariedades estaba la mano inexperta de los sacristanes o el simple uso diario. A veces se recurría, para su reparación, a arcabuceros y cerrajeros, expertos en mecanismos de cierta complejidad. Pero la buena voluntad no siempre bastaba. En las cuentas del Concejo de Pozoblanco, en el Valle de los Pedroches, Córdoba, constan dos libramientos correspondientes a 1620 y 1621. En el primero se entregaron a Albertos Dublión, de nación flamenca, 140 reales por "adereçar el relox". No duró mucho la reparación, o no fue ésta completa, pues al año siguiente se libró a favor de otro personaje, francés en este caso, 269 reales "por adereçar el relox desta villa, por hierros y acero y demás materiales". El monto total de las partidas no es una zarandaja para las arcas de un concejo modesto. Más de 400 reales. No había más remedio pues los vecinos se habían acostumbrado a conocer la hora, con una razonable precisión, a olvidar la posición del sol, descuidar al lucero del alba y a dejar de calcular el final de la jornada por la sombra del campanario. Debían de causar admiración estos dos personajes, el flamenco y el francés, llegados de tierras lejanas, entre ruedas y resortes, con los arcanos de la mecánica y del tiempo.


Las cuentas mencionadas están recogidas en: Ángel Aponte Marín, "Pozoblanco en la primera mitad del siglo XVII: un estudio social y económico", Premios literarios y de investigación, 1993. El trabajo fue galardonado con el XI Premio de Investigación Juan Ginés de Sepúlveda, concedido por el Excmo. Ayuntamiento de Pozoblanco en 1993.

jueves, 22 de septiembre de 2011

GUANTES DEL SIGLO XVII

No eran los guantes prenda rústica. Había que saber llevarlos, con gracia y cortesía. Recuerda Baltasar Porreño un hecho de Felipe II: "Entró a hablar a Su Magestad un Caballero, y hizo su razonamiento con un guante calzado en la mano; oyóle el Prudente Rey, y le dixo: Quitaos el guante, y venidme a hablar mañana". No podía sufrir Don Felipe, al que Dios tenga en su Gloria, tales llanezas. Y tenía razón.
Veamos los precios de distintos tipos de guantes por los años en que se ganó Breda: los de cabritilla de Valencia, aderezados con almizcle costaban unos tres reales. Los blancos adobados con jazmín, dos reales y medio. Si llevaban cintas éstas se pagaban aparte. Más o menos lo que un jornal. Para aderezar los guantes se vendían unos polvillos de ámbar, almizcle, algalia y aguas de olores "fundados sobre flores", a diez reales la onza y a 26 maravedíes el adarme.

domingo, 18 de septiembre de 2011

POBREZA Y RIQUEZA SEGÚN FEIJOO

Se puede elegir la pobreza. La que lleva a la santidad es la más alta. Es, por ejemplo, la pobreza franciscana. Otra, también buscada y elegida, aunque de rango inferior,  procede del desengaño y del desdén. Suele estar unida a la soledad. A veces es noble aunque también puede proceder del resentimiento.Y de aquí no puede derivarse virtud alguna. Para la mayoría de los mortales la pobreza no es buena.  Fray Benito Jerónimo Feijoo  tenía razón: "Declamen los Filósofos cuanto quieran contra los vicios que resultan de la riqueza, o superfluidad de los bienes temporales. Yo estoy, y estaré siempre, en que son mucho más frecuentes los que provienen de la falta de lo necesario". Esto lo decía en 1750 y sabía de lo que hablaba.

martes, 13 de septiembre de 2011

LA CAPA DE LOS ESPAÑOLES

Dejó escrito Ángel Ganivet a finales del XIX: "no hay prenda más individualista ni más difícil de llevar que la capa" y sobre todo "cuando es de paño recio y larga hasta los pies". Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas afirma: "Sabido es que, así como en nuestros días ningún hombre que en algo se estima sale a la calle en mangas de camisa, así en los tiempos antiguos nadie que aspirase a ser tenido por decente osaba presentarse en la vía pública sin la respectiva capa. Hiciese frío o calor, el español antiguo y la capa andaban en consorcio, tanto en el paseo y en el banquete cuanto en la fiesta de la iglesia". Llega a considerar dicho autor que el decreto de 1822, por el que se prohibía a los españoles el uso de la capa, tuvo el mismo valor que una victoria en el campo de batalla pues "abolida la capa desaparecía España".
Antes, los ilustrados trataron de recortarla y prohibir la libre circulación de los embozados. Recuérdese la impopular disposición del 10 de marzo de 1766 sobre el vestido masculino, relacionada con el motín de Esquilache. Decían que lo tradicional era la capa corta. No pensaba lo mismo el pueblo de Madrid. 
El Diario de Madrid, de cuatro de febrero de 1788 da cuenta de lo siguiente: "una capa de paño aplomado con dos embozos de terciopelo del mismo color, se cambió equivocadamente en la concurrencia de casa del Señor Marqués de Pontejos, en la noche del 30 por otra blanca, que para en la calle de las Huertas, número 9, quarto principal, y donde podra acudir a deshacer la equivocacion el sujeto que se halle con la otra". Al día siguiente, en el mismo diario, la otra parte en cuestión mandó escribir: "En la noche del treinta de enero se tomó por equivocación en la antesala de la Marquesa de Pontejos una capa de grana con dos embozos de terciopelo negro. La persona que haya padecido este engaño acudirá a entregarla a la calle del Estudio, al lado de la Vicaría vieja, número 2, quarto principal".  Con la noche más cerrada que un cerrojo, el frío y la concurrencia rematando la tertulia, como bien se indica, no era improbable el suceso. Seguro que los propietarios de las capas se conocían y no parece, por el tono de los avisos, que se tuviesen recíproca estimación. Es llamativo que ninguno de los dos anunciantes se ofrezca a acudir primero, por sus medios, a intercambiar la prenda. La culpa siempre, ya se sabe, es del otro. Tampoco debía de ser muy grato verse llamado "sujeto", así a secas, en un periódico de la Corte.
Y para acabar, recordemos a los liberales españoles desterrados en Londres, en tiempos de Fernando VII. Imponentes en su desgracia paseaban orgullosamente por Euston "envueltos en sus capas raídas".

domingo, 11 de septiembre de 2011

PUEDE MUCHO EL DINERO

El uso del dinero tuvo una expansión espectacular en la España de los siglos XVI y XVII. Las remesas de metales preciosos y, después, las reiteradas acuñaciones de vellón aumentaron a gran escala la moneda circulante. Incluso en las aldeas más perdidas se pagaba  y se compraba con dinero. Los arrendamientos ya no se percibían sólo en fanegas de cereal y pares de gallinas. Los pagos en especie retrocedían ante los efectuados en moneda de mejor o peor ley. Las dotes se cuantificaban en miles de ducados y se fundaban mayorazgos, patronatos y capellanías con bienes inmuebles valorados en dinero, hasta el último maravedí, ante el correspondiente escribano.  


Tanto dinero en danza provocó el aumento de los precios y de los salarios. La inflación comenzó a formar parte de la vida de la gente de aquel tiempo. Los españoles se endeudaron. Los particulares pedían préstamos a otros e imponían cargas o censos sobre sus bienes. Daba igual si eran nobles o llanos.  Se endeudaban también los concejos y la Real Hacienda hizo lo mismo al solicitar, reinado tras reinado, créditos a los banqueros alemanes, genoveses y portugueses para sostener su política exterior. También recaudaba dinero de sus leales vasallos  que compraban deuda pública o juros situados sobre determinadas rentas reales. Los juros facilitaron durante años una renta fija y segura pero llegó el momento en que la Corona no pudo dar lo que no tenía. Todo esto aparte de los impuestos que crecían por días y  de los donativos, que nada tenían de voluntario, exigidos a la Grandeza, títulos de Castilla y cabildos municipales.

La expansión del uso del dinero provocó problemas de conciencia. Los confesores debían instruirse sobre si era lícito o no el interés en los préstamos. Los más esclarecidos entendimientos de la Escuela de Salamanca cavilaban, sensatos y sentenciosos, rezumando sentido común,  sobre la naturaleza del dinero, el valor y los precios. Sin duda fueron unos años decisivos para el análisis económico. También arraigó la convicción de que con dinero todo se podía conseguir. El dinero enmendaba los padrones que distinguían a nobles y pecheros, rectificaba ascendencias, dotaba matrimonios desiguales,  facilitaba la compra de oficios públicos, perdonaba delitos, eximía de obligaciones militares y reducía los días de purgatorio. Se desarrolla, entonces, un discurso crítico y moral acerca del dinero. Tenía un fondo aristocrático e incluso reaccionario. El dinero, tal y como se utilizaba, era lo nuevo, lo cambiante frente a lo inamovible de la tierra y el rango heredado. Se mezclaba la evidencia con un pesimismo casi nihilista. Uno de sus más destacados exponentes fue don Francisco de Quevedo. También Lope de Vega en La Dama boba, hace decir a un noble: "¡Qué ignorante majadero / ¿No ves que el sol del dinero / va del ingenio adelante? / El que es pobre, ése es tenido por simple; el rico por sabio. / No hay en el nacer agravio, / por notable que haya sido, / que el dinero no lo encubra, / ni falta en la naturaleza / que con la mucha pobreza / no se aumente y descubra". 

sábado, 3 de septiembre de 2011

ESPAÑOLES EN JUTLANDIA

En 1807, como consecuencia de la alianza vigente con Francia, fue enviada a Dinamarca una fuerza militar española, formada por 15.000 hombres y al mando del marqués de la Romana. La presencia de los españoles en Jutlandia, Fionia y otras islas danesas fue recordada durante años por sus habitantes. Al principio fueron recibidos con desconfianza. La gente huía de la presencia de unos soldados llegados del sur, de aire goyesco y hablar recio. Sin embargo su disciplina, el buen trato y, sobre todo, su devoción religiosa contribuyeron a ahuyentar muchos temores. Y, según parece, se portaron ejemplarmente con los daneses. Impresionaba a los naturales, en especial, la marcialidad y el recogimiento que demostraban en la misa del domingo. Y la solemnidad del timbalero de un regimiento acantonado en Randers, montado sobre un gran caballo blanco. Los españoles liaban y fumaban constantemente cigarros cuyas colillas lanzaban, con despreocupación, al suelo y eran recogidas, con santa paciencia, por los vecinos pues temían que se produjesen incendios. Repartían con profusión medallas religiosas y causaba admiración la generosidad que demostraban con los mendigos. Con los soldados franceses la relación no era tan buena, aunque Bernadotte valoraba mucho a los españoles. Algunos formaban parte de su guardia personal. Los sucesos que dieron lugar a la Guerra de la Independencia fueron conocidos por los del marqués de la Romana, a pesar del control de la información que Napoleón había ordenado. Contactaron con los ingleses y, sable en mano, decidieron volver a España. El retorno de la expedición parece de novela de aventuras. También el destino de los que no pudieron o no quisieron volver.


Un excelente estudio sobre este suceso histórico es el escrito a finales del siglo XIX por el comandante Paul Boppe, Los españoles en el ejército napoleónico, hay edición española, Málaga 1995, traducida por Alejandro Salafranca Vázquez.

lunes, 29 de agosto de 2011

ALGUNOS DATOS SOBRE MESONES

Los mesones eran establecimientos cuyo fin era alojar a los viajeros. Tenían menos categoría que las fondas y las posadas y se diferenciaban de las ventas en que éstas estaban en despoblado. Podían ser de propiedad concejil, señorial, eclesiástica y también particular. Poco se podía esperar de un mesón. O mucho, según se mire. El viajero recibía techo y cobijo para descansar, dormir o, por lo menos, pasar la noche. En el mesón no se proporcionaba ni vino ni comida pues el alojado debía traerlos por su cuenta. Las ordenanzas municipales y la costumbre establecían que el vino se comprase en las tabernas y la sustancia en figones y bodegones. También cabía la posibilidad de adquirir algún platillo o golosina en los numerosos puestos ambulantes si se trataba, naturalmente, de una población de importancia. En la aldea prevalecía la escasez más que la abundancia.
Los mesones no eran caros. Sus precios, muchas veces fijados por el pertinaz intervencionismo de los gobiernos municipales, debían estar expuestos al público en la correspondiente tablilla. El mesonero solía contabilizar en el correspondiente cuaderno la paja y cebada consumidas por cada caballería. A través de una tasa, establecida para Jaén en 1627, conocemos algunos datos al respecto: el mesonero estaba obligado a mantener las camas limpias, con dos sábanas, colchón de lana, jergón, dos almohadas y un cobertor. Debía suministrar a los viajeros agua, fuego, sal y manteles limpios, "sin llevar cosa alguna". Por pasar la noche se pagaban 16 maravedíes. Por cada mozo de camino y cabalgadura que trajese el viajero cuatro maravedíes. Estos mozos no tenían derecho a dormir en cama alguna, pudiendo agenciarse un acomodo con las albardas y las mantas de camino. El caminante pagaría por cada noche y cama ocho maravedíes. Nada se cobraba a  trajineros y arrieros salvo el forraje de sus acémilas. Tampoco al transeúnte que se limitase a parar para descansar y almorzar sin pernoctar. No podía haber moza de servicio alguna por salvaguarda de su honra y, también, para evitar pecados públicos y demasías pues no eran los mesones casas de mancebía que las había, y muchas, a costa de los concejos.
Los viajeros solían dormir, los más, en zaguanes y establos. Con un poco de suerte, en los inviernos, en bancos o poyos junto a la cocina de amplia campana. Si tenía mal tiro la chimenea todos amanecían bien sahumados. Los cuartos eran descritos por Saint Simon como "boquetes oscuros y cámaras", cabe pensar que sin ventilación exterior, al uso de la época. Recomendaba dicho personaje llevar en los viajes una cama desmontable e instalarse discretamente en los zaguanes. El ruido era de purgatorio, con arrieros dando voces entre naipe y naipe, rasguear de vihuelas mal templadas y el trasiego de cuartillos de vino con sopas de ajo. En fin todo muy poco pulido. Imaginemos lo que pasaría por la cabeza de Saint Simon. No era el rococó en su esplendor.  Pero mejor allí, a buen recaudo, que pasando, a cuerpo gentil,  la noche oscura del siglo XVII.

Las referencias a la tasa de 1627 en:  Ángel Aponte Marín, "Algunos datos sobre mesones de Jaén en los siglos XVII y XVIII", en Senda de los Huertos, 26, 1992.

lunes, 22 de agosto de 2011

UN OFICIO DEL CAMPO: EL VELADOR

 Sus tareas son descritas por Manuel Halcón, marqués de Villar del Tajo, gran conocedor de la vida del campo, en su novela Ir a más.  El velador vigilaba a los mulos durante la noche. Ocupaba un puesto modesto en la larga jerarquía de oficios agrícolas, sin duda por lo sacrificado de sus circunstancias. No carecía, sin embargo, de gran responsabilidad por el elevado valor de las yuntas, capaces de procurar un sobrado sustento a las familias labradoras. Comenzaba su labor por la tarde, al dar de mano los gañanes. Entonces el velador iba con las caballerías al pilar para que bebiesen. Después las conducía a las rastrojeras donde eran trabadas. Era fundamental que pastasen para reponer fuerzas. Si al día siguiente los animales no bebían del pilar era señal de enfermedad o de haber pasado la noche entre pasto esquilmado. No era esto de buenos veladores. Antes de oscurecer, el velador debía elegir dos mulos a los que colocaba sus correspondientes esquilas. Su sonido en la noche marcaba el terreno   evitando que los animales se desorientasen y perdiesen en la oscuridad. Era obligado que todo buen velador conociese los nombres, señas y temperamento de los mulos, tan variados como los de las mismas personas. Es sabido que hay mulos nobles y taimados, otros son tranquilos y nerviosos, dóciles y rebeldes, pacíficos y mordedores. La coz de una res herrada podía ser de funestas consecuencias. Respecto a los nombres cito, como ejemplo, varios que leo en un libro del siglo XIX: Generala, Capitana, Briosa, Carbonera, Valerosa, Pastora o Peregrina. No son, sin embargo, de animales de labor sino de mulas de diligencia.

lunes, 15 de agosto de 2011

SANCHO DÁVILA

Hubo un obispo de Jaén que se llamó así. Y un capitán de los tiempos de Carlos V y Felipe II. Y otros personajes más. Pero nos referimos a otro, de vida más oscura pero no menos valerosa, granadino y paje de santo Toribio Alfonso de Mogrovejo. Entró a su servicio cuando éste era inquisidor en Granada. Al pasar a Indias,cuando el Santo iba a ocupar el arzobispado de Lima por muerte de don Jerónimo de Loaysa, Sancho Dávila formaba parte de su séquito junto a veintiún más. Llegaron allí en 1581. Fue santo Toribio un decidido defensor de los principios de Trento y visitó con dedicación y riesgo de su persona la inmensa diócesis que estaba bajo su jurisdicción. Las leguas se contaban por centenas en aquellas salidas y había más peligros que lejanías. Una vez, en una de esas jornadas, camino de Moyobamba, estuvo santo Toribio a punto de entregar la vida y el alma. Hubo una tormenta terrible, resbalaban las caballerías en los barrizales. Entre juramentos y plegarias, hubo uno, llamado Diego de Rojas, que dio voz de alarma pues quedaba santo Toribio como muerto en un cenagal. Lo llevaron, con grandes trabajos, a sitio seguro aunque ya sin esperanza. Llegó a tiempo Sancho Dávila, a pesar de estar quebrantado y aterido por la violencia del temporal. Con yesca y lana que sacó de una almohada hizo lumbre. Cosa de pastores parece el remedio, recuerdo quizás de esa España en la que la gente era tan aficionada a lanzarse por caminos y veredas a conducir rebaños, buscar aventuras o a reformar el Carmelo. En fin, poco a poco y con el calorcillo de la candela salió su señor de tan apurado trance. No fue la única vez en la que le salvó la vida. Al día siguiente estaba bien, ofició misa y predicó pues era domingo. El testimonio de Sancho Dávila fue de gran peso para la beatificación de santo Toribio pues conocía bien sus virtudes heroicas. También debió de saber de las querellas del Santo con el marqués de Cañete, don García Hurtado de Mendoza, virrey del Perú, al que llegó a excomulgar. Éste había mandado picar las armas arzobispales del Seminario de Lima, atrevimiento que no podía quedar sin respuesta.  


Tomo estos datos de la obra de Enriqueta Vila, Santos de América, Bilbao 1968.

domingo, 31 de julio de 2011

EL CALOR DEL VERANO DE 1708 Y OTROS ASUNTOS DE CANÓNIGOS

Los años de 1707 y 1708 fueron muy difíciles. España estaba en plena guerra de Sucesión, hubo plagas de langosta y, encima, no paró de llover. No era mala la lluvia pero otra cosa fue aquel diluvio que empantanó caminos, provocó riadas y arrastró los puentes. Llegó a faltar el pan por la pérdida de las cosechas y por la falta de abasto al no poder los arrieros trajinar con tan mal tiempo. Tenían que quedarse en sus casas o al regular resguardo de las ventas y posadas. Para rematar el asunto la langosta arrasó lo poco que había en el campo.
 El verano fue también muy duro por los calores. Los prebendados del Cabildo catedralicio de Jaén padecieron en sus capítulos unos agobios tremendos. Al no vestir con atavíos frescos, y por tratarse en tales reuniones asuntos muy áridos y no precisamente amenos, llegó el día en que no se pudo más y hubo que huir de aquel brasero. El ocho de julio de 1708 decidieron: "como en atención a los excesivos calores al tiempo presente con la ocasión del mucho sol que entra por las tres ventanas de la sala capitular", se mudase el lugar de celebración de los cabildos a la bóveda baja de la sacristía mayor, más fresca y resguardada. Y no sólo por regalo de los beneficiados sino atendiendo a los aprietos que pasaban el escribano y los oficiales que tomaban nota de lo tratado. Para personajes tan graves y siempre reacios a novedades, para los que cualquier cambio era un mal trago, esta decisión no carecía de importancia. Prueba esta afirmación que aparezca en las correspondientes actas del Cabildo. Los prebendados tenían, además, derecho a 185 días anuales de vacaciones o, como se decía en la época, "de recreación". Recreación es palabra festiva, sin duda.  Si faltaban a sus obligaciones más días de los permitidos no ganaban prebenda, es decir, no cobraban sus correspondientes gajes.

Y si estos varones de tan altas prendas tenían días de recreación no está mal que el Retablo de la Vida Antigua cese también durante unas jornadas. Volveremos a hablar de las cosas de antaño cuando se acorten un poco los días. Tiempo habrá si Dios quiere. Reciban todos ustedes mis saludos y mi agradecimiento.

domingo, 24 de julio de 2011

LAS PIEDRAS DEL PEREGRINO GUILLERMO MANIER

Fue Guillermo Manier sastre en Carlepont, en la Picardía, del Reino de Francia. Salió de su nación, camino hacia Santiago de Galicia, en 1726 sin pasaporte ni dinero. La falta de caudal no le impidió comprar varias piedras a las que se atribuían, en su tiempo, propiedades curativas y protectoras. Consiguió una piedra del águila, que tenía forma de nuez rojiza y agrisada. Era muy útil para las mujeres encinta, para evitar abortos y prevenir envenenamientos. También contra los males de cabeza, peste y toda suerte de fiebres. San Isidoro, Plinio, Dioscórides y Alberto Magno confirmaban sus prodigiosos efectos y poco se podía discutir a la lumbre de tales entendimientos. En el Hospital de Oviedo Manier recibió de un peregrino vizcaíno una ágata, también contra los males de cabeza. En otra ocasión compró seis o siete docenas de piedras, por seis o siete cuartos, y de paso tomó nota de una hoja, que decía estar editada en Roma, sobre "Les vertus et propietés des pierres de croix et celles  d´hirondelles". Estas piedras, disueltas en vino y consumidas durante nueve días por la mañana y en ayunas, se empleaban contra los malos espíritus. Servían contra los mareos y para tener buenas navegaciones si se recitaba también el Ave María. Eran además un buen diurético. Se afirmaba que las piedras de golondrina estaban en la cabeza de estos pájaros. Las había blancas y rojas. Las primeras, metidas en la boca del usuario, evitaban la sed y, colgadas del cuello, se decía igualmente, facilitaban los partos e impedían las hemorragias. Un vaso de agua que hubiese tenido en remojo una de estas piedras, durante una noche, se convertía en un eficientísimo laxante. Era también recurso contra las enfermedades de los ojos, la gota, fiebres de todo tipo y peste. Estos datos los he leído en la obra de Vázquez de Parga, Lacarra y Uría, Las peregrinaciones a Santiago de Compostela (1948).
También Álvaro Cunqueiro se ocupó del sastre Manier. Pasó éste por Mondoñedo y le causaron admiración sus grandes laureles, los naranjos y una cebolla de Indias, de tamaño descomunal, que le mostraron. Decía Cunqueiro: "yo no sé muy bien qué cosa sea una cebolla de Indias, y me gustaría saberlo". Igual pienso yo.

lunes, 18 de julio de 2011

CAZADORES DE VÍBORAS

En mayo de 1795 Jovellanos visitó el monasterio de San Millán en la Rioja. Escribió sobre su botica, bien pertrechada de redomería de barro y cristal, perfectamente surtida de hierbas, poseedora incluso de un pequeño invernadero y un estanque para las sanguijuelas. Pocas cosas escapaban a la mirada del ilustrado. Llamó su atención un corralejo, delimitado por unas tapias de una vara y media, orientado hacia el mediodía, con los muros bien lanillados. Era el viborero: "en el fondo piedra, cascotes y las hierbas que nacen allí de suyo; aquí están las víboras, aquí procrean". A pesar de todo, sigue Jovellanos en su diario, cada temporada se reemplazaban por otras nuevas "con las que vienen a vender para proveer el consumo".
No faltaron personas que se lanzaban al campo a capturar éstos y otros animales, entonces no protegidos e incluso, también antaño, considerados dañinos por agricultores y cazadores. Y no hace tanto tiempo. Ignacio Aldecoa escribió en 1954 un relato, "Los hombres del amanecer", que describe la jornada de dos cazadores de víboras. Es una historia triste, con un fondo de ríos cenagosos y pueblos míseros. Se cuenta como capturaban las serpientes con una horquilla y las guardaban en una caja aparejada con una tela metálica. Después las llevaban ocultas para evitar las impertinentes preguntas de los lugareños. En el cuento de Aldecoa las vendían a un laboratorio, a cuatro pesetas cada una, sin contar la propina. Un personaje del relato identificaba los cazaderos atendiendo a la flora y al viento que debía ser, según él, "a medias caliente, a medias fresco" pues era el propicio para que salieran las víboras de las cuevas y se quedaran entumecidas en el campo.
Conozco un caso real que bien pudo servir de fuente a dicho autor. En un número de la revista Estampa, de 1932, aparece entrevistado un personaje, ya anciano, que se dedicó durante años a capturar animales de todo tipo. Comenzó vendiendo peces de río y ranas de las charcas cercanas a Madrid. Después pasó a hacer salidas a lugares más alejados y a practicar otras capturas. Pasó aventuras y grandes aprietos, atacado por lobos, por bandadas de ratas y nubes de mosquitos voraces. Buceó por ríos verdes y turbios. Una víbora se le arrancó y le mordió en la oreja. Se curaba con vino y salía al monte, a veces acompañado por su mujer, con un cedazo, un serón y un borrico. Decía conocer personalmente a don Santiago Ramón y Cajal, entre otros hombres de ciencia a los que suministraba distintos ejemplares. Acabó por construir cerca de su casa una alberca donde tenía, a buen recaudo, todo tipo de serpientes, lagartos, gallipatos y otras especies. A su manera tenía afición por el campo y por los animales. Según el tono de sus respuestas, parecía ser un hombre independiente y vitalista, muy distinto a los personajes, antes citados, de Aldecoa.

martes, 12 de julio de 2011

EL CARLEAR DE LOS PERROS

Escribe Baltasar Gracían en El comulgatorio: "Apetece carleando como el sediento caminante, la fuente de aguas vivas". Explica Covarrubias: "Díxose carlanca de cierto sonido que haze el perro en la garganta cuando está cansado y falto de aliento, sacada la lengua y jadeando; y esto se llama carlear". La carlanca es también un collar ancho, de cuero recio o de hierro, con pinchos por fuera, que se ponía a los perros para protegerlos de las mordeduras de lobos. Entre jayanes y jaques carlanca es el cuello de la camisa. Es, en este caso, palabra desgarrada y acanallada. Tener carlancas es lo mismo que ser astuto y difícil de engañar. Pero volvamos al carlear de los perros. Los de las largas centinelas en las majadas, los que corrían liebres y los que estaban en las rastrojeras encendidas de los mediodías del estío. Da igual que fueran galgos o podencos, de hidalgos o de labradores, de posaderos o de priores cazadores. Carleaban a escote los perros de las calles, hediondas en los veranos, maestros en hambres y en esquivar palos y pedradas.
Atento, pues, lector, si tienes perro. Cuando esté derrengado y sin aliento quizás te venga a la memoria este verbo antiguo, carlear, que parece sacado de romance de frontera. Y lo verás como sombra de otro tiempo.

jueves, 7 de julio de 2011

NIEVE Y HORCHATAS

Las botillerías eran muy populares en la España del Barroco. En estos honrados negocios se despachaban los más variados refrescos: aloja, limonadas, aguas de canela, de anís, de guindas, de escorzonera, de jazmín, de azahar y de claveles, sorbete de ámbar, garapiña de chocolate y, por supuesto, horchatas. En un pliego de cordel rescatado por Caro Baroja, El ganso en la botillería, aparece un tipo rústico que, deslumbrado por el modesto lujo de uno de estos establecimientos, describe la horchata, no sin desconfianza, como "una gacheta que parecía ajo branco". Al aldeano le ocurrió un singular trance al probarla: "al tirarme el primer trago / las quijás y los dientes / de manera se me helaron / que me queé sin sentío". Dice el romance que se quedó también "acirolao", palabra castiza que no encuentro en los diccionarios pero muy descriptiva para indicar que el cliente quedó traspuesto y con no muy buen color, entre la cruel mofa del paisanaje urbano. No estaban los del campo, al parecer, acostumbrados a trasegar brebajes tan fríos, a diferencia de los de la villa y la ciudad, firmes partidarios de enfriar las bebidas con nieve. Fue este asunto, el del uso de la nieve para tales fines, cuestión de enconadas controversias e incluso se publicaron libros al respecto. Es conveniente recordar que la prevención hacia el beber frío se ha mantenido hasta fechas no demasiado lejanas. Doy fe por haberlo oído de muchacho y no por la lectura de libros y papeles de archivo. Probablemente el peligro procedía de mezclar la nieve, a la buena de Dios, con la bebida. Téngase en cuenta que la nieve daba muchas vueltas hasta llegar al cántaro, garapiñera, jarra o vaso penado. Recogida en los neveros, almacenada en pozos, transportada por arrieros, entre juramentos, suministrada finalmente en alhóndigas hasta llegar a los vendedores ambulantes, botilleros y demás vecindario. No eran las pepitas del melón las causantes de las gastroenteritis, que tanto ayudaban a la muerte a hacer su agosto, sino la suciedad de la nieve bien adobada por moscas e inmundicias de diversa suerte. El miedo a los pepinos y al melón era proverbial en los siglos XVII y XVIII.

Uno de los argumentos de los defensores de las bebidas heladas consistía en afirmar que eran muy eficaces como remedio contra determinadas enfermedades. Cuenta Diego de Torres y Villarroel, en su  exagerada y, a veces, pataratera autobiografía, que superó un garrotillo a fuerza de horchatas de pepitas de melón y calabaza, muy azucaradas y puestas a enfriar al sereno. Complementó su terapia con las inevitables sangrías que él mismo se practicaba. Siempre viajaba con un estuche surtido de hilo y aguja, herramientas de cirugía, pluma y tintero "y otros trastos con que remendar la vida y el vestido". Para acabar recordaré al médico Serafín de Alcázar que, en 1791, recordó al Cabildo municipal de Jaén que por "la ardiente y seca estacion que domina han reinado por enfermedades comunes las calenturas erysipelatosas, las erupciones cutaneas semejantes a la sarna de segunda especie, algunos carbuncos y escarlatas" y, para combatir estos males, era conveniente "el uso de  refrigerantes y diluientes cuio vehiculo y mas poderoso auxilio es el agua modificada con nieve" y además "orchatas, cremores o thysanas frias".

viernes, 1 de julio de 2011

LA EXPERIENCIA GUERRERA DE BALTASAR GRACIÁN

Fue Baltasar Gracián capellán de soldados. No era cosa extraña entre los jesuitas de aquellos tiempos a los que, por honra a su fundador, siempre les tiraba lo militar. Evaristo Correa Calderón estudió esta vivencia del escritor. Estuvo Gracián en el socorro de Lérida en 1646, en la guerra contra Francia, cuando lo de Cataluña. En noviembre de ese año contaba en una carta lo que había vivido en esos días. Decía: "estuve exhortando los tercios así como entraban a pelear". Los soldados, vistos en peligro de muerte, querían ponerse a bien con Dios: "toda la noche confesé marchando y cuando hacíamos alto; en mi vida trabajé más". Añade: "venian a porfía por mí los maeses de campo y hubo cabo que dijo que importó tanto esto como si les hubieran añadido 4.000 hombres más". No estuvo Gracían bien recogido en la retaguardia sino en lugares de peligro, con gran riesgo de su persona: "por señas que dieron dos balas de artillería en el mismo escuadrón donde yo actualmente estaba entonces y muchas balas de mosquete que pasaban entonces". Los que tiraban eran los del conde de Harcourt. Acabó la jornada y Gracián recorrió el campo confesando y ayudando a bien morir a unos y otros, españoles y franceses. Debió de ser esto más duro que las refriegas y los asaltos. Allí entre lamentos, tristezas, muertos y moribundos. Da cuenta de los cuatrocientos franceses que allí quedaron: "blancos como la nieve, de rubias melenas, entre los cadáveres de los caballos". Dijo, además, el jesuita: "confesé algunos que aún estaban vivos. Otros no querían confesarse que decían ser de la religión, esto es herejes".

martes, 21 de junio de 2011

COSMÉTICA BARROCA

Uno de los patios centrales del Alcázar de Madrid estaba decorado con bustos. Los que representaban figuras o personajes femeninos tenían los hombros y las mejillas pintados de colorete. Es un reflejo de la gran difusión de los afeites en la España del siglo XVII. Causaba, ese hábito de maquillarse, gran contrariedad no sólo entre moralistas y censores sino en personajes tan conocedores del mundo como Quevedo y Lope de Vega, ya precedidos en estas posiciones por humanistas italianos como Piccolomini o Castiglione. Mariló Vigil cita a Francisco Santos, autor de Día y noche de Madrid, donde se menciona la existencia de "quitadoras de vello" a domicilio que vendían, además, "pasas aderezadas, canutillos de albalyalde, solimán labrado, habas, parchecitos para las sienes, modo de hacer lunares, teñir canas, enrubiar el pelo, mudas para los paños de la cara, aderezo para las manos..". 
Ya podían clamar contra los afeites unos y otros pero todas estas mixturas, al margen de sus efectos secundarios, constituían una muestra del artificio barroco, un alarde de lujo y civilización al alcance de todos los bolsillos. Si por lujo se entiende, según la definición de Werner Sombart, todo dispendio que va más allá de lo necesario. La onza de albalyalde se vendía al módico precio de cuatro maravedíes y la libra de solimán, que daba para mucho, por menos de 27 reales. Ambos productos se empleaban para hacer más pálida la tez. Se contraponía de esta forma la vida urbana a la rural, representada ésta por el  rostro bronceado por soles y viento. Los tiempos mudan todo, también esto.
El solimán era un producto muy tóxico, fabricado con azogue. Sus efectos sobre la piel debían de ser funestos. Ya existía en esos años una clara conciencia de su peligrosidad. En 1707 el Cabildo municipal de Jaén prohibió su venta, junto a la de rejalgar, a los especieros y mandó al alguacil mayor que requisase estos productos. Se impusieron multas, a diestro y siniestro, de hasta doce reales.  Los honrados tenderos se quejaron de esta disposición y dijeron que era cosa injusta pues dichas mercaderías se vendían con total libertad en Madrid, Granada y Córdoba. Su indignación demuestra que eran demandadas con profusión. Hubo también órdenes, en otro momento, por las que se prohibió su venta a muchachos y gente de poca edad y conocimiento. Tengo constancia de su uso como veneno en un caso de 1696, recogido por un escribano de Huelma, en tierras también de Jaén, por el que hubo una mujer encarcelada "por dezir aber echado la susodicha a Catharina Martinez, su suegra, solimán en la ensalada". Estuvo implicado en el suceso un tipo muy desaconsejable, malvado y de malas costumbres llamado Lázaro Muñoz de Illescas.

miércoles, 15 de junio de 2011

SIESTA Y ASCÉTICA

Trata la carta de mortificaciones y ejercicios espirituales. Era para un predicador que se adivina desasosegado, inquieto y riguroso. La escribe san Juan de Ávila. Uno de los grandes de nuestro siglo XVI. 
Dice, entre otras cosas: "Después de comer huelgue un poco el pensamiento, que aunque parecen que cuando pican la piedra del molino no se haze nada, mucho más se hace en aparejarla para más moler. Y si su cabeça a menester un poco de sueño, tómelo en hora buena".  
Nadie negará que es una brillante defensa de la siesta. Y un buen consejo ahora que los calores arrecian. Además, nadie ha dicho que el negocio de la salvación tenga que resolverse con sueño y bostezos.

domingo, 5 de junio de 2011

LOS MAYORALES DE LAS REALES DILIGENCIAS

Hace tiempo tuve ocasión de escribir unas líneas sobre los escopeteros de las Reales Diligencias. Figuras singulares, sin duda, pues en tan largos y penosos viajes era asunto de primer orden contar con un mayoral competente y formal. Según el reglamento de las Reales Diligencias de 1835 correspondía al mayoral conducir el carruaje con las riendas en la mano, sin abandonarlas en ningún momento, y conseguir que los viajeros, sus equipajes y los efectos a él confiados llegasen, sin novedad, a su destino. Antes de iniciar el viaje debía revisar con esmero el vehículo y comunicar a la Compañía cualquier deficiencia para su debida reparación. Una vez en el camino su mantenimiento era responsabilidad exclusiva del mayoral. Obligación ineludible era untar de sebo el carruaje. Debía hacerse esta enojosa operación, al menos, una vez por la noche. Para tal cometido podía recurrir a la ayuda de postillones, mozos de posada o de otras personas dispuestas. Todo mayoral debía revisar, con celo, tornillos y ejes y no olvidar la conveniencia de refrescar, en el momento pertinente, con agua el vehículo, en especial los cubos de las ruedas pues, con el roce, podían incendiarse. Además debía reparar todas las averías, siempre que no fuesen de mucha importancia e ir bien abastecido de cordelería de cáñamo para componer las ruedas deterioradas en la ruta. Al regresar a Madrid, el maestro de coches recibiría la correspondiente información del estado del carruaje para su arreglo y puesta a punto. El mayoral lo mantendría, además, bien limpio, por dentro y por fuera, con las colgaduras en buen estado, correctamente lustrados los correajes y a buen recaudo durante la noche. Al final de cada jornada le quitaría el barro y evitaría cualquier rigor inncesario cuando fuese obligado castigar a las caballerías. En caso de viaje nocturno tendría bien dispuestas bujías, velas y hachones de viento, extremando las precauciones. Más todavía si los viajes se hacían en "los tiempos de barros".

En las paradas el mayoral tendría especial cuidado en que el enganche y desenganche se realizase con la mayor diligencia, tarea que correspondería a los postillones. Éstos, junto a los zagales, los cuarteadores  y el escopetero estaban bajo su férreo  e indiscutible mando. El mayoral debía llevar sus cuentas claras, las tarifas oficiales siempre a mano, para evitar quejas infundadas, y una hoja de tránsito en la que constaban los nombres de los viajeros. A cada uno se le daba un asiento con su correspondiente número. Prohibiría, sin excepciones, que hubiese individuos en la baca, destinada a equipajes y otras cargas. Los viajeros estaban bajo su protección y debía velar por su seguridad y  buen acomodo en las posadas, tanto en la mesa como en los dormitorios.

El mayoral debía ser  "honrado, fiel y aseado", atento y correcto en el trato al tiempo que firme para evitar desbarajustes. Los mayorales negligentes, fulleros o groseros podían ser objeto de diferentes sanciones, desde la pérdida del salario al despido con malos informes. Los pundonorosos, rectos y cumplidores  tenían un alto porvevir pues "serían empleados en los viajes de preferencia, como son los de los Señores Ministros, Serenísimos Señores Infantes y SS.MM.", cuando hubiese ocasión. Y por supuesto serían favorablemente recomendados para ocupar plaza en las Reales Caballerizas además de merecer "el aprecio de sus Gefes y de todos los Socios de la Compañía".

miércoles, 1 de junio de 2011

HABLAR DE POLÍTICA EN EL SIGLO XVII


En unas cartas de jesuitas se da cuenta de un labrador que se plantó ante Felipe IV, en el desastroso año de 1640, y le dijo: "Señor, esta monarquía se va acabando y quien no lo remedia arderá en los infiernos". Felipe Ruiz Martín cita un caso, unos años antes, a inicios de dicho reinado, en el que dos operarios de un telar de Salamanca tuvieron una conversación sobre los asuntos de la república y acabaron a palos. Céspedes y Meneses, contemporáneo de estos hechos, describe en una obra a ciertos "caballeros mozos y paseantes de barrio" que en portales y escaños de parroquia hablaban sobre la expansión de los turcos, los asuntos de Hungría y los problemas de los estados italianos. Quizás era uno de esos corrillos que tanto disgustaban al padre Quintadueñas, en los que corría la conversación y el tabaco. También se hablaba de política desde los púlpitos y no sin desgarro. Bien fastidiaban a corregidores y alcaldes mayores estas libertades tomadas, a las bravas, por frailes que decían verdades como puños. Tenían, sin embargo, que aguantar pues no era fácil callar al clero de aquel tiempo. En los memoriales enviados al Rey y a los Reales Consejos se pergeñaban soluciones a los males de España, se restauraba la reputación de la Monarquía y se buscaban arbitrios para sanear las cuentas. A veces la opinión de los leales vasallos se reflejaba en libelos y pasquines colocados en puertas, con notorio anonimato, en letrillas satíricas, en las conversaciones a la luz del velón, junto al brasero de diciembre y en las largas jornadas de viaje. Cada cual tenía sus fuentes: el primo soldado, el sobrino canónigo, el escribano que estuvo de comisión en la Corte o el pariente oidor. Y, alguna vez,  la carta o la gacetilla. La sociedad que conocieron Cervantes y Velázquez estaba muy politizada. Es algo real, nada exagerado, que frecuentemente escapa al conocedor de nuestro pasado. Era normal entre los naturales de una gran potencia, estragada, gastada, quebrantada en su hacienda, con su tierra despoblada, harta de pagar, y más pagar, millones, alcabalas, sisas, arbitrios, más harta todavía de cobrar con moneda envilecida, resellada, recortada pero, y aquí está el enigma de España, capaz todavía de empuñar la pica y tomar el camino de Rocroi.