jueves, 30 de diciembre de 2010

DÍA DE REYES EN EL SIGLO XV

"Los trabajos y las alegrías de la vida, todo tiene su norma fija. La religión, la caballería y el amor cortés suministran las formas más importantes de la vida" (Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, 1919).

Leo en una crónica del siglo XV: "Para la fiesta de los Reyes, el señor condestable fazía e mandaba conbidar a los regidores e jurados, cavalleros e escuderos e letrados e otros cibdadanos para comer a la mañana e çenar a la noche".

Era el condestable don Miguel Lucas de Iranzo hombre de probado valor, privado de Enrique IV, refinado, dentro de lo posible en una ciudad de frontera como Jaén, y amigo de jugar a los dados. En la mañana de Reyes trompetas, atabales, chirimías y cantores le "davan el alvorada". Después oía misa, asistía a una procesión y adoraba la Santa Verónica, una reliquia que movía a mucha devoción. Acabados estos ejercicios piadosos, mandaba acudir a sus casas principales a lo más esclarecido de la ciudad "e luego traían de comer con los trompetas e atabales e cheremías, como en las otras fiestas". Todo con gran movimiento de maestresalas y capellanes que bendecían las mesas. Tras levantar manteles "el señor condestable y la señora condesa dançavan un rato y cantavan en cosante". Era la Condesa antepasada del conde de Villardompardo que, un siglo después, fue virrey del Perú y tantos hijos ofreció al servicio de Dios y del Rey.

También el día de Reyes se jugaba a las cañas y a la sortija, con "munchos cavalleros, y bien arreados". Era toda gente muy curtida en la vida fronteriza, capaz de leer el humo de las almenaras, hombres de dicho y hecho, siempre más derechos que una vela en venturas y desventuras. No eran caballeretes de alfeñique. Iban, cuenta el Cronista, aparejados por las calles "en sus cavallos de la brida e muy bien guarneçidos, sus lanças en los muslos", alumbrados con antorchas y, para más demostración de júbilo, "los espingarderos disparando munchas espingardas". El vecindario, atronado y contento con esta tormentaria, se asomaba por los ventanucos.

Los juegos de sortija se hacían junto a la torre de la posada del Condestable. Ante "munchas dueñas e donzellas a las ventanas e tejados". Damas ya olvidadas que se llamaban doña Guiomar, doña Juana, doña María o doña Violante. Los más esforzados recibían como galardones "çiertas joyas y sedas". Los que marraban el tiro, airados,"quebravan lanças por las paredes". Tengo por cierto que juraban en voz baja por no ser oídos.

Después de estos alardes volvían al palacio del Condestable a cenar y a danzar otra vez "con aquel abundancia y çirimonias ya dichas". Y al final "se mandava fazer la Estoria de quando los Reyes vinieron a adorar y dar sus presentes a nuestro señor Iesuchristo" que todos tenían gran placer en contemplar. Como era ya noche cerrada, y a veces helaba, se encendían grandes braseros. Las estancias olían a sahumerios de alhucema y cornicabra de los montes cercanos y algún galopillo, escapado de las cocinas, removía las ascuas a golpe de paleta. Después de una colación el Condestable, siempre tan cumplido, despedía a los concurrentes y "se davan muchas antorchas y pajes con que fueses a sus posadas".

Los datos están tomados de la Relación de los hechos del muy magnífico e Más virtuoso señor, el señor don Miguel Lucas muy digno condestable de Castilla.




jueves, 23 de diciembre de 2010

POR ORDEN DE DOÑA MARIANA

El doctor Juan Alonso y de los Ruyzes de Fontecha era catedrático de la Universidad de Alcalá. Escribió un libro titulado Diez privilegios para mujeres preñadas, editado en 1606. Si ellas, decía el autor, ponían en riesgo la vida al traer hijos al mundo, justo era que recibiesen particulares honores. En gran medida era idea compartida por muchos españoles de aquel tiempo. Guevara en el Relox de Príncipes afirmaba que el varón "desde el tiempo en que sintiese estar su mujer preñada, ni hora ni momento se había apartar de ella, porque en ley de buen marido cabe, que emplee los ojos en mirarla, las manos en servirla, la hacienda en regalarla, y el corazón en contentarla".

Ejemplo visible de estas obligaciones era el satisfacer los antojos propios de tales circunstancias. Felipe IV no fue una excepción ya que, como narra Jerónimo de Barrionuevo en un aviso de 8 de noviembre de 1657, "estando a la mesa la Reina, se le antojaron buñuelos. Fueron volando a Puerta Cerrada y le trujeron ocho libras en una olla, porque viniesen calientes, y volcándolos en su presencia en una fuente y mucha miel encima, se dio un famoso hartazgo, diciendo no había comido cosa mejor que ellos, por ser picarescos. Es cierto".

No me consta si fueron palaciegos o gente de escalera abajo los enviados a ir con el pote por las calles de Madrid. Tampoco si los buñuelos fueron de viento o de jeringa. Sí es muy donosa la consideración de "picarescos" para una fruta de sartén tan popular. Esta real apreciación debió de saber a gloria al pueblo llano de Madrid. Ese día los buñoleros de la Corte se sintieron un poco gentilhombres.

A todo lo referido cabe añadir que, en las jornadas previas al nacimiento de Don Felipe Próspero, llegó a Palacio una comadre desde Granada para asistir a la Reina en el alumbramiento. Dormía cerca de su cámara por si acaso. Debía de ser una dueña con mando en plaza. Don Juan José de Austria con largueza principesca envió una cama bordada y aderezada con oro, piedras y aljófar, con doce ricas almohadas y dos sillas. Era de bronce dorado y no de madera y costó su hechura 2.000 ducados que no eran una bagatela.

Tras el parto fue obligado el reposo para Doña Mariana y evitar peligros y achaques. Su primera salida a misa fue celebrada con júbilo. Así el 28 de enero de jugaron toros en la Plaza Mayor de Madrid. Participaron ocho cuadrillas de lo más lucido. Fueron encabezadas por el corregidor de Madrid, el duque de Béjar, el marqués de Priego, el conde de Chinchón, el príncipe de Astillano, el almirante de Castilla, el conde de Monterrey y el condestable de Castilla. Bien estaba que Doña Mariana tuviese jornadas entretenidas pues años vendrían de desvelos y desengaños.

Estas líneas se escriben en homenaje a Doña Mariana de Austria a raíz de la acertada iniciativa del blog Reinado de Carlos II. Y que pasen todos ustedes unas Felices Pascuas de la Navidad de Nuestro Señor.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

UN RECUERDO DE DON LUIS DE ÁVILA Y ZÚÑIGA

Don Luis de Ávila y Zúñiga sirvió en las guerras que el Emperador tuvo con los príncipes protestantes, allí en Alemania, por los años de 1546 y 1547. Vio don Luis muchas cosas en su vida a las que,por ser de natural caviloso, daba no pocas vueltas hasta desentrañarlas. No era el único pues la vida militar, con sus esperas, caminatas y velas, da buenas ocasiones para pensar aunque sin el peligro de caer en esas melancolías que suelen darse en frailes y estudiosos de los filosofos.

Entre los muchos episodios que recoge don Luis en su Comentario de la guerra de Alemania hay dos que merecen recordarse, aparte de las batallas y sucesos políticos allí referidos. Así "pasando la infantería española anduvo un águila muy mansamente, torneando sobre ella muy gran tiempo". Algo quería decir esto. Tengo por seguro que a los más leídos, y a los que habían pasado por Salamanca, Alcalá o alguna escuela de gramática, el hecho les recordaba a las historias de los antiguos romanos. Si Carlos V era el sucesor de los emperadores romanos bien podían serlo ellos, pica al hombro, de las legiones romanas.

Y todavía departían sobre la novedad "y andando ansí salió un lobo muy grande de un bosque,el cual fue muerto por los soldados a cuchilladas en medio de un campo raso". Sería cosa de ver a aquellos Hernandos, Alonsos y Fadriques lidiando a la fiera con la pica y la espada. El lance era para recordarlo. Don Luis, sentencioso, consideraba: "son acaecimientos éstos, que,o permitidos de Nuestro Señor, o ofreciéndolos el caso así, miraron mucho en ellos los que los vieron".

Después, alrededor de la hoguera estos soldados, muchos de ellos descencientes de pastores, estragados y mal cobijados, compararían el lobo abatido con otros, conocidos por ellos, que habían señoreado en dehesas y jarales de España.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

VOTOS POR LA INMACULADA

La devoción a la Inmaculada Concepción tuvo especial difusión en la España de los siglos XVI y XVII. También en Jaén. El Cabildo municipal de esta ciudad pronunció un voto y juramento en defensa de la Inmaculada en 1640 y el de Baeza en 1645. La Universidad de Baeza lo hizo mucho antes, en 1618. El Cabildo municipal de Andújar se unió a dichas empresas en 1680, como consecuencia de la epidemia de peste que asolaba estas tierras por aquellas fechas. Para evitar olvidos se renovó el voto de Andújar en 1755 a raíz del terremoto de ese año. En Jaén se editaron en el siglo XVII no menos de cuatro libros para promover la proclamación del dogma inmaculista. Desde mediados del seiscientos los caballeros veinticuatro de Jaén, al ser recibidos en sus oficios, debían jurar "defender el misterio de la limpia y pura Concepción de Nuestra Señora, que lo fue sin pecado original hasta la muerte". Destacó como especial devoto un esclarecido caballero de Jaén, don Alonso Vélez Anaya y Mendoza, que vivió durante casi todo el siglo XVII. Imágenes de la Inmaculada, desde modestas estampas a lienzos de más mérito, formaban parte de las dotes matrimoniales. Sirva de ejemplo la de Juana María Colmenero, vecina de Jaén, que incluía entre sus bienes, en 1719, un lienzo de la Inmaculada valorado en doce reales. Por el precio, debía de ser obra modesta como pobre la casa a la que iba destinada. Es cosa segura que no le faltaron ni luz ni avemarías.

Algunos datos citados están recogidos en:
Coronas Tejada, Luis, Jaén, siglo XVII, Jaén 1994
María Soledad Lázaro Damas, La Inmaculada Concepción de María, Jaén, 2001.

martes, 7 de diciembre de 2010

OTRA VEZ DON LUYS DE VALDERRAMA

De manera involuntaria eliminé la entrada dedicada a don Luys de Valderrama. No me he resignado a perder las pobres líneas que escribí dedicadas a clérigo tan discreto como dado a las buenas acciones. Es posible que lo suyo fuese publicar hoy, y no a inicios de diciembre, esta evocación pues don Luys murió en las vísperas de la fiesta de la Inmaculada.

Y si algo lamento más es haber perdido los comentarios que, con tanta generosidad, hicieron lectores de tanto lustre como La Dama Masquée, Carmen Béjar, Aurora Pimentel, José Eduardo de Vicente y Carolus II. Desde aquí mi agradecimiento y mis excusas por mi poca maña para estas faenas. Y ahí va lo del otro día:

Don Luys de Valderrama fue hombre de iglesia del tiempo del Quijote. Vivió en tierras de Córdoba. En 1616 fray Juan Redondo, visitador y definidor de la Orden de la Santísima Trinidad y Redención de Cautivos, pronunció en su honor una oración fúnebre muy lucida. En ésta se compendiaban todas las virtudes del Licenciado que corresponden a lo que debía ser un buen cura del tiempo de la Contrarreforma.

Era don Luys "entre los devotos el más fervoroso, entre los recogidos el más retirado, entre los solos el más encerrado, entre los buenos el mejor, en el vestir humilde, en el comer austero, en el hablar medido, en la penitencia demasiado: los ojos modestos, el rostro grave, su boca nunca se abría si no era para hablar de Dios y de su madre santísima". No era don Luys como "esa gente que siendo dedicada a Dios hurta el cuerpo a la reformación, hablando, comiendo, bebiendo y vistiendo aseglaradamente y profanamente". Cabe pensar que tampoco iría de caza, con o sin reclamo, no parece que fuese dado a pasear con armas ocultas, a ver correr toros o lucir bigote y perilla bien cuidados, costumbres nada infrecuentes en otros clérigos, no tan ejemplares, y que eran censuradas con dureza por los más rigoristas.

Para no caer en tentaciones ni dar en murmuraciones y hablillas no solía hablar con mujer alguna, tampoco con religiosas "sino estaua muy mortificada". Cuentan en su haber buenas acciones realizadas con disimulo, para que no fuesen conocidas. Acudía al Hospital de la Caridad de La Rambla y llevaba alimentos ocultos en el manteo "porque fuesse más secreto", para los pobretes allí acogidos y "se encerraba en el Hospital con ellos a espulgarlos, sin tener asco de sus inmundicias; y otras mil cosas que callo". Recuerda fray Juan como "alguna vez estuvo toda la noche ayudando a bien morir a un pobre".

Entre todas estas mortificaciones había un desahogo, un alivio, aunque naturalmente piadoso pues cuando celebraba las octavas del Santísimo, abría con liberalidad su bolsa para encargar sermones a los más célebres predicadores y concertar "músicas, coloquios y danças".

Murió don Luys de Valderrama en vísperas del día de la Inmaculada en la confianza de que Dios "este cuerpo de tierra, de materia vil y baxa, y suxeto a tantas miserias, lo reformará hermoseándolo con los dotes de gloria". Es verdad, no parecer ser como san Ignacio o san Juan de Dios. Quizás estuvo a muchas leguas de la santidad y del heroísmo. Pudo el trinitario ser demasiado generoso en su semblanza pero esto no debe importarnos. Tampoco era cuestión de poner en evidencia sus flaquezas pues, como mortal que era, las tendría .

Lo que fuese en el mundo queda sepultado bajo la losa del tiempo y sólo Dios lo sabe.


Los datos biográficos del Licenciado proceden de la obra Sermon funebre predicado en las honras de el Benerable padre, el licenciado Luys Balderrama Presbitero. Por el Padre Maestro Fray Ioan Redondo, Diffinidor y Visitador de la Orden de la Santísima Trinidad, y Redempcion de Captiuos de la Provinzia de Andaluzia. Impreso en Córdoba por la viuda de Andrés Barrera, 1616.





miércoles, 24 de noviembre de 2010

GOYESCOS


José de Moya, vecino de Jaén declaró, ante escribano, lo que sigue: el 25 de noviembre de 1768 ”en que se celebro la festividad de Sancta Catalina, patrona desta dicha ciudad, como entre cuatro y zinco de la mañana, yendo el otorgante acompañado de otros amigos hazia el convento de señor Santo Domingo, junto a el de Santa Úrsula [...] unos soldados del castillo de esta ciudad, que no conozio, tubieron cierta desazon y quimera con unos paisanos por haberlos estos estrechado, segun a oido decir, queriendoles quitar a dichos soldados una guitarra que llevaban y aberlos apedreado”. Fueron los soldados, muy airados, tras los paisanos “en su seguimiento y discurriendo ser el otorgante uno de ellos con un sable le dieron heridas en diferente sitio”.

El desventurado José de Moya se vio metido en una confusión de la que resultó maltrecho. O eso decía él, vayan ustedes a saber. No eran excepcionales estos episodios en las calles del Jaén de aquel tiempo. Además es cosa segura que cuando había pesadumbres entre soldados y jaques, y más con una guitarra por medio, solían ocurrir estos sucesos. Quizás habían trasegado unos y otros, con menos templanza de lo debido, buenos azumbres del de dos orejas.

Llegó la noticia al marqués de Acapulco que, como teniente de la Compañía del Castillo que era, mandó aherrojar a los soldados y, consta en la escritura, “les tiene presos en la fortaleza y torre que llaman de San Agustín con el mayor rigor”. Hubo sus más y sus menos hasta que el herido “como católico christiano, queriendo ymitar a Nuestro Redentor Jesucristo y Doctrina que nos enseño en el patíbulo de la Santa Cruz” perdonó a los soldados aunque éstos debían pagar los jornales perdidos y los gastos de médico y botica.

Con las primeras luces en los claustros de Santo Domingo y de Santa Úrsula se comentaría tan desastrada madrugada.

Ilustración: el Castillo de Jaén en una toma antigua. Boletín de la Real Cofradía de Santa Catalina de Alejandría, 2008, Jaén.

jueves, 18 de noviembre de 2010

ARISTÓCRATAS

Don Fernando de Torres y Portugal fue el primer conde de Villardompardo. Vivió en el reinado de Felipe II al que sirvió como virrey del Perú. Casó en dos ocasiones, la primera con doña Francisca de Carvajal y Osorio, hija del señor de la Casa de Jódar y la segunda con doña María Carrillo de Córdoba, hija del señor de Solares. Tuvo el Conde numerosos hijos. En su testamento da cuenta de algunos. Sus vidas fueron el claro reflejo de su tiempo y una muestra de lo mejor de la aristocracia de los años del Imperio. Parecen sacados de las páginas de una crónica vieja. La muerte, desdeñosa con rangos y estados, hizo lo suyo.

Cuatro estuvieron en Flandes como soldados: don Diego de Carvajal, caballero de Santiago, muerto de un arcabuzazo; don Fernando de Torres y Portugal, también caballero de Santiago al que alcanzaron con otro arcabuzazo en las piernas. Tuvo este alcotán, triste y erguido, que valerse de muletas durante el resto de sus días; otro fue don Luis de Torres y Portugal, caballero de Santiago, muerto en el asalto a Mastrique. Otro hermano más que estuvo con su persona en aquella malventurada guerra fue don Pedro de Torres y Portugal. Don Rodrigo de Torres y Portugal acompañó a Don Juan de Austria en Lepanto y allí entregó su ánima combatiendo. Don Alonso de Torres y Portugal participó en la jornada de la Isla Tercera para morir después, estragado por los trabajos de la guerra. El mayor de todos, don Jerónimo de Torres y Portugal, acompañó a su padre al Perú y participó en diferentes jornadas contra corsarios ingleses.

Estos caballeros bien podrán haber seguido una senda más regalada que, si bien eran muchos en la Casa, no habrían faltado alguna rentilla, oficio real, prebenda o juro, perpetuo o al quitar, pero cuestiones de honra les mandaron elegir las asperezas de las vigilias, los hielos de las madrugadas y los riesgos de la guerra. Y al final ir a parar a los brazos de la muerte antes de hora. Dos hermanos de los antes citados abrazaron la vida religiosa: don Gonzalo de Torres y Portugal sentó plaza en la Compañía de Jesús, una forma de ser soldado a lo divino a fin de cuentas, y don Francisco cambió el don por el fray y vistió hasta su muerte el sayal en la religión de San Francisco.

Los datos sobre la descendencia de Villardompardo están tomados del libro de Enrique Toral y Peñaranda, De la pequeña Historia de Jaén, Jaén 1996. La fotografía corresponde a las casas principales del Conde en Jaén (Crónica de la Cena Jocosa 2005, Amigos de San Antón, Jaén 2010.)



jueves, 11 de noviembre de 2010

QUAN TRABAJOSO Y PELIGROSO ES EL OFICIO DE PREDICADOR

Don Francisco Aguilar Terrones del Caño era natural de Andujar, fue obispo de Tuy y de León y vivió entre 1551 y 1613. Sabía que no era broma de muchachos el negocio de la salvación pues muchos pecadores, conmovidos por un buen sermón, podían cambiar de vida y abominar de pasadas bellaquerías. Para aconsejar a los que subían a los púlpitos escribió su Instrucción de Predicadores. No es libro ameno, a decir verdad, pero está escrito con claridad y tiene reflexiones de gran valor.

Consideraba que el predicador “a de ser de mediano aspecto” y no “monstruosamente feo, o espantable de rostro”. Desaconsejaba predicar a gritos, las acciones vehementes y descompuestas “hundiendose en el pulpito, braceando apriesa” y “jamas se an de dar cozes, ni sonar los pies en el pulpito”.

Era obligado, en lo posible, “no toser, ni escupir o limpiar el sudor en medio del sermón” y decía, no sin inocente jactancia: “yo devo de aver predicado mas de cuatrocientos, o quinientos sermones: y no devo de aver escupido en los diez de ellos”. Si los achaques obligaban a tales servidumbres era conveniente tener prevenido el pañuelo “que despues a medio predicar embaraza el sacarlo, y a veces buscarlo”.

Reflexiona Don Francisco sobre la conveniencia de predicar en ayunas que de lo contrario se podían producir situaciones apuradas. Preocupaban mucho a nuestro clérigo las malas consecuencias de sudar en exceso. No era sensato ir demasiado abrigado a pronunciar sermones. Alegaba, y para esto se valía de reputadas autoridades que mejor era no predicar en el estío y esperar al otoño “que ya se suda menos, y ay menos peligro” pues, “con el concurso de gente en tiempo caluroso, se suelen engendrar enfermedades”. Esta afirmación trae a la memoria la terrible experiencia de las epidemias de principios del siglo XVII. Al predicador “sudado y no abrigado, se le puede temer un catarro, y un costado, y aun yo e visto perlesía repentina”.

Otros achaques procedían “de dar siempre malas nuevas, reñir con todos, dezir a todos sus faltas sin respectar personas”. Compara al predicador con el perro “que si entran ladrones en casa, y no ladra, ahorcale su amo, y con razon, y si ladra danle los ladrones estocadas, o apedreanle, y vanse desta manera: si reñimos a los viciosos, o poderosos, apedreannos, cobramos enemigos, no medramos, y aun suelen desterrarnos: si no reñimos mandanos Dios ahorcar por ello, mirar que bien librados estamos”.

Y añade, además, los peligros de ser denunciados por herejía: “quantos an llevado al Santo Oficio por oyentes ignorantes,o malevolos, que aunque los den por libres, salen tiznados, y muchos mas son los que el santo Oficio no llama”. Lo sabía bien don Francisco que había sido calificador en la Inquisición de Granada. Si decidiesen los inquisidores, aseguraba, “llamar a todos los predicadores que son denunciados por oyentes ruynes, no abria ya quien predicasse” pues, concluía, “el vulgacho, es cossa rezia”. Era peor que los catarros.

Fama tuvo en vida don Francisco de decir las verdades con tanta sinceridad como aspereza. No era dado a melindres.

sábado, 6 de noviembre de 2010

EN TIEMPOS DE CARLOS II

No faltaban novedades en el Jaén del reinado de Carlos II. Un episodio que debió de tener una gran repercusión fue el ocurrido en 1681. Todo comenzó cuando el alguacil mayor don Lucas Manuel de Velasco entró en una casa a detener a unas gentes de mal vivir. Tuvo que ser don Lucas hombre dispuesto, bragado y dispuesto a dar la cara. Cuando se disponía a hacer cumplir la Justicia del Rey los jaques le dispararon un escopetazo. Fue alcanzado por cinco balas y aunque nadie daba un ochavo por su vida la salvó. Fue gracias a que el alguacil mayor llevaba sobre su pecho un relicario de Nuestro Padre Jesús Nazareno que recibió los impactos. El cristal que resguardaba la imagen quedó intacto. El hecho fue tenido por milagroso y mandó hacer información el provisor don Juan de Quiroga y Velarde. En una escritura del escribano del Número de Jaén Ramos de Ulloa se confirma la realidad de las heridas aunque no se dice nada de milagros. Así consta que el 25 de mayo de 1681 don Lucas Manuel de Velasco, “estando de presente erido y a peligro de muerte de un carabinazo que me dieron”, declaraba no poder testar al tiempo que otorgaba poderes al corregidor de Jaén, don José Francisco de Aguirre, para que sin más tardanza le preparase la sepultura, nombrándole además albacea y “por mi eredero porque así es mi voluntad”. Actuaron como testigos los cirujanos Jacinto de Arteaga, Antonio González Bazán y Cristóbal de Ureña, que podían dar cuenta de la situación del alguacil mayor que “por la gravedad de las eridas no firmó por no poder firmar y firmó a su ruego un testigo”.

Estas líneas se escriben en conmemoración del aniversario del nacimiento de Carlos II, a raíz de la feliz iniciativa del blog Reinado de Carlos II. Respecto al suceso que se narra debo decir que se publicó en parte hace ya casi cien años, en Don Lope de Sosa. Después fue recogido por José García en su obra sobre cuentos y tradiciones de Jaén. Ángel Aponte, en un artículo publicado en una de las crónicas de la Cena Jocosa, correspondiente a 2007, editada por los Amigos de San Antón de Jaén , aportó la referencia a la escritura notarial conservada en el Archivo Histórico Provincial de Jaén..

jueves, 4 de noviembre de 2010

EL ZAGUANETE DE FELIPE IV

Unos trescientos guardias custodiaban al Rey Felipe IV. No eran muchos para monarca tan poderoso. Estaban divididos en varias milicias: la Guardia Vieja, también llamada “de la lancilla” o “de la cuchilla”; una guardia española fundada en 1504; la guardia de archeros, conocida como valona o borgoñona, que vino de Flandes con Felipe el Hermoso y, finalmente, la alemana, instituida por Carlos V. Los componentes de ésta se distinguían por su elevada estatura y su carácter imperturbable. Vestían uniformes, rasgo notable en los soldados de los siglos XVI y XVII que solían ataviarse como Dios les daba a entender. De todo esto da cumplida cuenta Rodríguez Villa en su Etiqueta de la Casa de Austria. Predominaban el rojo y amarillo de la librea de la Casa de Austria dispuestos en jaquel. Eran los “soldados ajedreces” de los que hablaba Quevedo. También se conocía la Guardia española como la guardia amarilla. Aparecen, muy marciales y pisando fuerte, en algunas pinturas anónimas de la Plaza Mayor de Madrid.

Por supuesto contaban con franquicias y privilegios derivados del alto honor de velar por la persona real. Sus pagas, gajes, ayudas de costa, armas y atavíos costaban a la Real Hacienda, en la primera mitad del siglo XVII, según don Antonio Domínguez Ortiz, entre 50.000 y 60.000 ducados por año. Una suma considerable. Otra cuestión es que las libranzas se hicieran a su tiempo pues lo normal es que se cobrase mal y a destiempo dados los alcances de la bolsa del Rey.

Felipe IV era dado a ver festejos taurinos. Tras el siempre trabajoso despeje los guardias reales formaban un zaguanete bajo el palco o balcón que ocupaba el Rey Planeta. La gente, mientras tanto, alborozada por la inminente salida del toro. Después el riesgo, la ventura o la desventura de los lidiadores y, por supuesto la bravura de la res, pondrían el resto. Debían llevar los alabarderos las armas bien aparejadas pues los toros, a veces, hacían por ellos. Si bien los bichos, cerriles e imprevisibles, solían huir ante las alabardas, podían voltear como un triste dominguillo al más curtido veterano, lo que era, según los casos, cosa triste o jocosa de ver por los vecinos, colocados de varia suerte en balcones, ventanas, ventanucos, andamios, terrados y tejados cedidos o alquilados para tal fin. Si el trance no era de gravedad peor era el espectáculo y el descomedimiento que la pesadumbre de la propia costalada. Un caso memorable se dio en Dos Barrios, en tierra de Castilla y ante Felipe IV en 1624. Narra Deleito y Piñuela como se lidiaron tres toros, de los que dos desbarataron la formación de los guardias con sus picas y alabardas. Con el tercero no pudieron los caballeros en plaza. Expeditivamente, sin descomponerse en su mayestático porte, el Monarca lo abatió de un arcabuzazo. Y no hubo más.

jueves, 28 de octubre de 2010

ÁNIMAS DEL PURGATORIO



La creencia en el Purgatorio es una de las más difundidas y populares en la tradición católica. Errantes, atormentadas y sin distinción de clases ni estados, han interrumpido los sueños de los vivos con sus lamentos y apariciones. Pedían oraciones, misas y limosnas para salir de su estado de aflicción. No desentonaban con el catolicismo español de siglos pasados, en palabras de Azorín, trágico, simple y sombrío. Las ánimas se representaban envueltas en llamas, implorantes y dolientes. Sirva de ejemplo la fotografía que acompaña a estas líneas, correspondiente a un viejo retablo. Es interesante la relación de las ánimas con el tiempo. Esta preocupación tan barroca también era de su incumbencia pues la estancia en el Purgatorio era contabilizada con criterios estrictamente temporales. La monja de Ágreda, consejera en altas cuestiones del rey Felipe IV, afirmó que la reina Isabel de Borbón estuvo allí, en el Purgatorio, un año y veintiséis días. Ni más ni menos. Se contaban incluso estancias mucho más breves, así Jerónimo de Barrionuevo, en 1654, da noticia de un aparecido que comunicó a un jesuita que por la grande misericordia de Dios, no había estado en el Purgatorio más que tres horas. Las indulgencias son también muy precisas en este aspecto. La subida del ánima al cielo, una vez en paz con Dios y saldadas las cuestiones pendientes, podía ser visible. El Venerable Domingo de Jesús vio el ascenso del alma de Felipe II, acompañada por san Luis y Santa Teresa. La Venerable madre Casilda de Valladolid dio fe de la redención del alma de Felipe III. La monja de Ágreda contempló las ánimas de la reina Isabel de Borbón y del príncipe Baltasar Carlos de jornada hacia el cielo.
Los carmelitas fueron muy animosos en la difusión de estas devoción, relacionada con la dedicada a la Virgen del Carmen. Hubo asimismo numerosas cofradías dedicadas a las Ánimas. Tampoco faltaban pinturas, retablos, grabados y estampas que representaban al Purgatorio. Recordaban a los fieles que la vida era un soplo, pues todo pasaba en nada, y que era de buenos cristianos rezar por los que padecían por sus pecados entre llantos y llamas. Otros harían lo mismo por los orantes cuando llegase el momento.

(Bibliografía: Ágreda, María Jesús de Correspondencia con Felipe IV, Ed. Consolación Baranda, Madrid, 1991, pág. 94; Sánchez Lora, J.L., Mujeres, conventos y formas de religiosidad barroca, Madrid 1988. Sobre esta devoción en un pueblo de Jaén en el siglo XVIII: Aponte Marín, A., “La devoción a las ánimas del Purgatorio en Vilches en los siglos XVII y XVIII”, El Toro de Caña, 5, 1999).

jueves, 21 de octubre de 2010

ENTRE SAN MIGUEL Y SAN LUCAS

Por San Miguel se cerraban los tratos relacionados con el campo. También, a partir de este día, los caballeros veinticuatro de Jaén, en los siglos XVI y XVII, daban licencias a los vecinos para que llevasen sus ganados a los montes del Concejo y pudiesen varear la bellota. No antes pues aún no estaba madura. Ocasión hubo en la que no se pudo acudir a la montanera hasta el día de los Santos por estar verde el fruto. Las Ordenanzas municipales imponían a los desobedientes una multa de 600 maravedíes. No era poco pues el jornal era, más o menos, de dos reales. En esos otoños las piaras también se mantenían con escaramujos y majoletas, la baya del espino albar, muy abundante en las sierras cercanas a la ciudad. Otra fecha de primera consideración en los tiempos antiguos era el 18 de octubre, el día de San Lucas. Entre la fiesta de la Virgen del Pilar y San Lucas venían los pastores a invernar a las navas de Sierra Morena, en sus viejísimas rutas por cañadas, cordeles y veredas desde las sierras del Sistema Ibérico. Permanecían aquí hasta el día de otro evangelista, y éste amigo del toro. Me refiero a San Marcos, ya en abril. Estas noticias corresponden a las tierras de Jaén. Imagino que igual ocurría por otros pagos. Son estas jornadas de octubre buenas para la caza, para ir al monte, nostálgico del paso de los rebaños mesteños, cuando las tardes se acortan y los zumaques toman un rojo intenso en las pendientes soleadas. También en San Lucas comenzaba el curso escolar, en los tiempos del Quijote y de fray Luis de León, para acabar por san Juan de junio. Todo esto lo describe muy bien García Mercadal en un libro imprescindible para conocer la vida universitaria de los siglos XVI y XVII, me refiero a Estudiantes, sopistas y pícaros.