miércoles, 15 de mayo de 2019

SAN ISIDRO LABRADOR Y LOS ACHAQUES DE FELIPE III

Volvía Felipe III de un viaje a Portugal, en el verano de 1619, cuando sufrió unas calenturas cerca de Casarrubios, en tierras de Toledo. Las fiebres arreciaron y muchos pensaron que el Rey entregaba el alma. Se difundió la noticia por España y todos vivían entre desasosiegos y rogativas. Puedo referir el caso de Jaén, donde el obispo Moscoso Sandoval tenía informados, dentro de la premura posible en el siglo XVII, al Cabildo municipal. Y de igual manera, con mayor o menor detalle, en el resto de la Monarquía. Para que el Rey recuperase la salud, mandaron llevar el cuerpo de san Isidro a Casarrubios. Decisión sensata, muy española y muy a lo barroco pues, ya antes de su subida a los altares, el santo tenía fama de arreglar desastres en el campo y espantar contagios con la eficacia propia del labriego que ahuyenta bandos de grajillas de los sembrados. Y así fue, el rey más poderoso y más indolente de la Cristiandad rezó y se arrepintió de sus muchos pecados ante los pobres restos de un labrador medieval. Mejoró Don Felipe y, como es natural, se atribuyó a la intercesión del que todavía no era santo. El cuatro de diciembre pudo continuar su viaje a Madrid, donde ya se habían mandado poner luminarias para expresar la alegría del restablecimiento del Rey.

sábado, 11 de mayo de 2019

VISITA DE ESCRIBANOS (1644)

El licenciado don Francisco de Ayala Manrique fue enviado por el Rey a Jaén en 1643. Su misión era visitar, o inspeccionar, las escribanías del Número de la ciudad. Estas visitas se realizaban bien de oficio o como consecuencia de las quejas y denuncias provocadas por abusos en los aranceles, corruptelas y excesos de diversa gravedad y naturaleza. Cabe indicar que el Número de escribanos de Jaén, una corporación influyente y con buenos contactos con el poder municipal, consiguió posponer con éxito esta enojosa obligación en distintas ocasiones mediante distintas excusas y, también, con donativos que siempre eran bien recibidos por la Real Hacienda. Al final, estos remedios no fueron suficientes o carecieron de eficacia y lo que tenía que pasar pasó. El licenciado Ayala se presentó en Jaén como juez de Su Majestad para pedir cuentas a los escribanos, gente astuta y de muy difícil fiscalización. Si, como parece, el visitador se trasladó en incómodos viajes a los pueblos dependientes del corregimiento y jurisdicción de la ciudad, lo engorroso de su tarea fue mayor todavía. Qué duro debía de ser, tras un viaje en incómodas jornadas y horas de cabalgar mulos resabiados, ser víctima de los cabildeos, embrollos y mixtificaciones de alcaldes ordinarios, regidores y escribanos. Era obligado si se quería ascender en el escalafón. No fueron, al final, las cosas mal si consideramos la apreciación del Cabildo municipal de Jaén del que, al fin y al cabo, dependían las escribanías del Número. En febrero de 1644 el Concejo, con cierto tono de alivio y ganas de quitarse de encima al licenciado, mandó escribir al Consejo de Castilla y “donde proceda” para certificar la “rectitud y buen exemplo” del licenciado Ayala “administrando justicia a las partes, visitando los rexistros y papeles de dichos escribanos i los de su jurisdición y villas eximidas con tanto desvelo i cuidado que es fama pública asi de los caballeros i gente noble como de los religiosos y personas particulares que es ministro tan cristiano y tan atento de quien Su Magestad se puede fiar negocios mayores  de su Real Servicio”.