miércoles, 31 de octubre de 2018

DE ILUSTRADOS Y SEPULTURAS



En 1792 se editó en Pamplona, en la imprenta de Ezquerro, una obra titulada Nueva instancia a favor de los cementerios contra las preocupaciones del vulgo, escrita por el capuchino Ramón de Huesca, calificador del Santo Oficio y socio de mérito de la Real Sociedad Aragonesa. Se sostenía en sus páginas la necesidad de construir cementerios fuera de las poblaciones para mayor beneficio de la salud pública y, de esta manera, dejar de enterrar a los difuntos en los templos y demás espacios sagrados dentro de los cascos urbanos “sin perder de vista la disciplina de la Iglesia, el respeto y decoro debido a los cadáveres y la comodidad de los fieles en los sufragios y oficios de caridad que prestan a sus hermanos difuntos”. El autor alegaba, a su favor, diferentes autoridades y precedentes históricos, aparte de las razones derivadas de la Ciencia, las Luces y el espíritu de su tiempo. 

Decía el padre capuchino: “todos hemos experimentado en las Iglesias en que son frequentes los entierros un ambiente desapacible al olfato en vez de la suavidad de los inciensos y aromas ofrecidos al Altísimo” y “tanto es el hedor a veces que la hace inaccesible é inhabitable [...] respiramos en ellas un ayre impregnado de efluvios fétidos que exalan los cadáveres expuestos a la vista de todos antes de enterrarse”. Acompañaba lo expuesto con una generosa relación de detalles macabros que no reproduciré por no ser morboso ni cenizo. Según fray Ramón, de estos aires infectos procedían todo tipo de fiebres y enfermedades “no pocas veces epidémicas y contagiosas”. 

Cita casos concretos para fundamentar su tesis. Como el ocurrido en 1792, con motivo de una misión de los padres de la Congregación de San Vicente de Paul en Huesca, en San Lorenzo, una iglesia “honda, húmeda, rodeada de casas y poco ventilada” y “donde son freqüentes los entierros”. En esa ocasión hubo muchos desmayos cuya causa fue atribuida a las sepulturas y “día hubo que llegaron a veinte, y muchos de ellos al principio y a mitad del sermón quando no podían atribuirse al terror concebido de oir exemplos espantosos”. Se produjo incluso la muerte de una doncella de dieciocho años llamada Manuela Otto y administraron la Santa Unción a muchos en la misma iglesia o en casas vecinas. Médicos, físicos “y sugetos ilustrados” de Huesca coincidieron en que estos percances y desgracias se debieron a “las emanaciones cadavéricas que con el calor del gentío debían fermentarse y exhalar con abundancia”. Nada sabían entonces de bacterias ni de virus o de las causas reales de la muerte mencionada. 

Las polémicas fueron muy enconadas entre los partidarios de enterrarse a la antigua, los grandes reaccionarios en materia funeraria, y los modernos, partidarios de enviar a extramuros a los difuntos. Hay, tras todo esto, un cambio en la actitud ante la muerte. El mundo tradicional, el viejo orden, tiraba todavía mucho y el propio autor mezclaba posiciones de indudable modernidad con otros anclados en la tradición. Así, frente al temor de no ser enterrado en sagrado, el capuchino desmentía rumores y garantizaba que los nuevos cementerios serían también tierra bendecida “donde gozan los cuerpos de la misma seguridad contra los espíritus malignos, y las almas de todos los sufragios que se ofrecen por ellas, no menos que aquellas cuyas cenizas descansan junto al altar”.


domingo, 21 de octubre de 2018

SOLEDADES Y PASTOREO

"La independencia del pastor -hijuela de la sobriedad- engendra su sed de mando, su afán de señorío o, por circuitos misteriosos, el misticismo ascético, los anhelos de eternidad. Porque si es verdad que el pastor -aunque necesite poco-no renuncia gustoso a la presa inmediata, ni supera abnegado la fruición de la rapiña, ni aplaca la ferocidad propia de los combates donde recogiera botín, no es menos cierto que el pastor nómada, llevándolo todo consigo vive insociable o solitario, desligado del suelo, del curso de las horas y el trato de los hombres".

Ramón Carande, "La economía y la expansión ultramarina bajo el gobierno de los Reyes Católicos", en 7 estudios de Historia de España, 1969

domingo, 14 de octubre de 2018

DE CAZA CON EL BARÓN DE CORTES

En 1876 el barón de Cortes publicó Recuerdos de caza: apuntes de cartera, bosquejos, descripciones, chascarrillos, peripecias, emociones, jactancias y consejos trasladados a la ligera, de la memoria al papel. En esta obra describió algunos episodios cinegéticos acaecidos durante los últimos años del reinado de Isabel II. Para el autor, unas jornadas de caza que estuviesen en gloria, con veinticinco o treinta cazadores, necesitaban los siguientes efectivos: entre treinta y cuarenta “escopetas negras” o cazadores de oficio, otros tantos ojeadores, suficientes perreros para las rehalas, leñadores para suministrar combustible a cocinas y lumbres, cocineros de estado con sus correspondientes pinches y galopines, rancheros para preparar las migas y cochifritos del personal subalterno, un hombre ducho en coser las mataduras de los perros, varios constructores de chozos, arrieros -encargados de suministrar cada día víveres frescos- mozos de cuadra para acémilas y caballerías y, por supuesto, no podían faltar “los pulidos, lustrosos y presumidos ayudas de cámara “ que acompañaban al señorío. Los cazadores, si no había mejor acomodo, dormían en tiendas de campaña. El Barón recordaba, en particular, una muy suntuosa, propiedad del marqués de Salamanca en la que podían desayunar, departir y almorzar hasta veinte cazadores con toda comodidad. Los chozos de factura antiquísima -de piedra, ramas y juncos- ubicados a cierta distancia, cobijaban a  la gente modesta, serreños y criados de escalera abajo. Cerca, las piezas abatidas colgaban de los árboles. Más cómodo, sin discusión, era ir de caza con alojamiento en buena casa de cal y canto,  pabellón o palacio. Prim organizó memorables monterías en su castillo de Retuerta de Bullaque. Estaba situado en la dehesa de El Cerrón, de 13.000 hectáreas,  comprada durante las desamortizaciones por la familia de su mujer, según Mariano Calvo y María Luz González. El viaje, desde Madrid a la finca, costaba tres días de camino. El Barón describe en su libro una de estas cacerías, celebrada tras la campaña de África. El General encargó a un pintor que reprodujese, sobre algunos lienzos, distintos momentos de aquella cacería y pidió a Milans del Bosch que escribiese una crónica sobre lo acaecido durante esos días de campo y caza. A la vuelta de los ojeos, recordaba el barón de Cortes, los cazadores disfrutaban de unas estupendas veladas para conversar, comentar aventuras y hasta, es muy posible, planear futuras operaciones políticas. Las cenas tenían lugar en un comedor “inmenso y cómodo” con una mesa “capaz de cuarenta cubiertos”, alumbrada con más de doscientas bujías. Después, decía, “nos íbamos a tomar el café y a fumar a la clásica cocina manchega, cuyo hogar estaba en el centro de una sala circular, rodeada de anchísimos y confortables divanes”. Eran tiempos de ostentación, riesgo y prosperidad en la España isabelina. Contaba el pabellón de caza, según los citados Calvo y González, con una bodega que albergaba más de trescientas botellas de vino, en su mayoría francés, que Prim mandó vender en 1866 para financiar sus actividades conspirativas. En las jornadas citadas por Cortes participaron O´Donnell, Ros de Olano, Milans del Bosch, el marqués de Campo Sagrado, Madoz y Carriquiri, entre otros. A lo largo de los años el castillo de Prim alojó asimismo a Castelar, Cánovas, Ruiz Zorrilla, Pavía, Sagasta y Romero Robledo. Una buena parte de la elite militar y política de su tiempo. Un detalle marcial: en ocasiones, el general Prim tocaba la corneta y su hijo el tambor para despertar, al rayar el día, a sus huéspedes.
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*Este artículo, escrito por el autor de este cuaderno, fue publicado en otro medio, ya desaparecido, hace unos cuatro años.



lunes, 8 de octubre de 2018

MERCED COMO ESPERA DE SUS REALES MANOS

Don Diego de Monroy fue regidor de Madrid y caballero de Santiago. Vivió durante el reinado de Felipe IV. Fue movilizado, al igual que otros hidalgos entre 1638 y 1642, para participar en distintas guerras. Don Diego empuñó las armas, en el fatal año de 1640, en la campaña de Cataluña, montado y armado a su costa y sin sueldo alguno “ayándose en todas las ocasiones de más riesgo como consta de sus certificaciones y aprovación de sus superiores”. En 1642, cuando seguía la Monarquía rodeada de enemigos y en guerra con media Europa levantó una compañía de infantería española “con gran gasto de su hacienda”. Hombre de linaje y poca hacienda se vio con hábito y pobre, por lo que pidió el favor del Rey. Ante otros, estos españoles del siglo XVII, se dejaban morir de hambre pero no ante su señor natural. 

Comenzó por solicitar una encomienda de la Orden de Santiago o, si no podía ser, una plaza de caballerizo real con sus gajes, un corregimiento u “otra cualquier cosa que Vuestra Magestad fuere servido con que remediar la necesidad que padece que es muy grande que, demás de ser obra de la grandeza de Vuestra Magestad, recibiera onrras, merced como espera de sus Reales manos”. Para dar más fuerza a su pretensión, don Diego recordó en su memorial los méritos de sus mayores y que, tanto él como su padre en el ejercicio de sus regidurías, habían votado a favor de la concesión de servicios y demás cargas “que fueron muchos y muy considerables” para financiar los grandes gastos de la Monarquía. No todos los regidores y caballeros veinticuatro habían sido tan obedientes y hubo cabildos municipales, como el de Jaén, a los que costó mucho convencer y doblegar para que transigiesen con más tributos. A veces se utilizaban las presiones y a veces también las mercedes para doblegar voluntades. Don Diego recordó al Rey que, a diferencia de otros caballeros, ellos nada habían recibido “y el suplicante padece gran necesidad”. No era cosa de conveniencia el seguir callado. No se lleve, sin embargo, el lector a engaño. Tras la supuesta pobretería de nuestro hidalgo es posible que no hubiese otra cosa que aprietos, deudas, bienes hipotecados con censos, falta de dinero en metálico y dificultades para llevar el estilo de vida que se consideraba apropiado para un noble. La pobreza era y es, siempre, relativa. Además, en la España del siglo XVII no se consideraba vergonzosa ni incompatible con la hidalguía. Los calvinistas, a los que lo de la hidalguía les importaba poco, pensarán de otra manera como es sabido. A cada cual lo suyo. El prestigio procedente del linaje permanecía mucho tiempo en la España de Velázquez, a pesar de los altibajos y los días de mejor o peor fortuna.