domingo, 30 de septiembre de 2018

MERCADURÍAS JAPONESAS



El doce de noviembre de 1868 se formalizó un tratado de amistad, comercio y navegación entre España y Japón, a inicios de la Era Meiji. En el texto del tratado, aunque ratificado por el general Serrano como regente del Reino, constan como soberanos Isabel II, ya destronada, y el Tenno del Japón. Se firmó en Kanagawa. El plenipotenciario español fue don José Heriberto García de Quevedo que, además, representaba a España en el Imperio de China y en el Reino de Amman. La relación de honores y condecoraciones de este diplomático es digna de citarse: gentilhombre de Cámara con ejercicio, caballero Gran Cruz de la Real Orden de Isabel la Católica, caballero de primera clase de la Real y Militar Orden de San Fernando, Gran Cruz de las del León de Zabringen de Baden, de la Orden de San Miguel de Baviera y de Federico de Wurtemberg y oficial de la Legión de Honor de Francia. Los plenipotenciarios japoneses eran Kuze Chiujo, Vice Chiji en el Ministerio de Negocios Extranjeros y oficial de 3ª Clase e Isaki Sai-yemon Hanji, también oficial de 3ª clase. No nos llevemos a engaño; en la simplicidad de estos títulos pueden residir los más altos honores pues cada mundo tiene su idea del protocolo y de los rangos. El primer artículo del tratado establecía: “habrá paz y amistad perpetuas entre S.M. La Reina de las Españas y S.M. El Emperador (Tenno) del Japón, sus herederos y sucesores así como entre sus respectivos dominios y súbditos”. No entraremos en más detalles sobre el acuerdo. Al menos por ahora, lo que nos atrae más del documento es lo relativo a los mercancías que se podían exportar o importar de Japón. Quedan establecidos en una tablas con los correspondientes derechos a los que estaban sometidos. La lista nos recuerda a las novelas de Joseph Conrad, que tanto apreciamos y de las que tanto hemos aprendido. Las mercancías, de las que sólo citamos una selección, no eran desconocidas para los navegantes españoles o portugueses. Es justo recordar que España todavía mantenía, desde los puertos de Filipinas, un consolidado y antiguo comercio con Oriente. Dejamos a juicio del lector la valoración y el estudio de la aplicación de estos artículos. 

Según el tratado, los españoles podían introducir en Japón: guincamp, gambier, gutagamba, goma de benjui, goma de sangre de drago, mirra, incienso, marfil y colmillos de elefante de todos los tipos, laca en barras, nuez de betel o areca, plumas de alción o pavo real, narval o dientes de unicornio marino, piedras de chispa, pieles de búfalo o vaca, pieles de tiburón, cascos y uñas de mamíferos y taféchalas.

Asimismo, los españoles podían comprar en Japón y cargar en sus buques, entre otras maravillas, las siguientes mercancías: aletas de tiburón, algas cortadas o sin cortar, awabi, conchas de awabi, alcanfor, casia (cañafistola o en flor), setas de todas las clases, cuernos viejos de ciervo, camarones y “langostines” secos y salados, cera vegetal, cera de abejas, corteza de peonia o botampí, chinang o ichío, huevas de gusano de seda, cair y filamentos de coco, papel para escribir, zarzaparrilla de china o bukrio, jibia, saki “o vinos y aguardientes del Japón”, seda en filadiz, capullos horadados de seda, capullos no horadados de seda, desechos de seda y capullos, soya o “salsa aromática de Japón”, té, té bautcha “siendo exportado de Nagasaki solamente”, tabaco en hoja, tabaco cortado o preparado, fideos y maderas de diversa naturaleza.


Estaban exentos de derechos el oro y la plata acuñados aunque los no acuñados, junto al cobre, eran monopolio del Estado japonés que se reservaba su venta mediante subasta pública. No se podían extraer del Japón cereales o harinas, tampoco salitre, fundamental para la fabricación de pólvora. Estaban sometidos a unos derechos del 5 % ad valorem los “artículos de París”, las armas y municiones de guerra, los corales, las piezas de cuchillería, los relojes y las cajas de música: también los telescopios e instrumentos científicos, las pasas de Málaga, el carey, el nácar y los nidos de pájaros.  Quedaban exentos de derechos, anclas, cadenas, cables y cordelería de abacá; también los recipientes para secar té y los cestos, los cereales y harinas, el carbón, los vestidos para extranjeros y el plomo para las cajas de té.  Se prohibía rigurosamente el comercio del opio.

domingo, 23 de septiembre de 2018

LA COSTUMBRE ESPAÑOLA



El rivalizar era entonces para dejar la derecha a los superiores, o la delantera al cruzar un paso o atravesar una calle. Al llegar a casa era obligado -como pide aún la costumbre española- invitar a todos los acompañantes a entrar en ella, a beber algo, lo que los demás debían rechazar con toda cortesía; entonces era forzoso acompañarles un poco más, todo entre corteses resistencias.

(Johan Huizinga, El otoño de la Edad Media, 1ª Ed., española, 1930).

martes, 18 de septiembre de 2018

VOCABULARIO DE LA TRASHUMANCIA

Según Jules Klein, se llamaba ganado chamorro al que compraban los pastores trashumantes en sus largas rutas para venderlo en los mercados del camino. Estas reses eran de carne fina y lana basta. Se le daba también el nombre de ganado marchaniego cuando era propiedad del ganadero y no formaba parte, en sentido estricto, de los rebaños encomendados a los pastores. Covarrubias afirma, además, que chamorrar es esquilar burros, asnos y demás caballerías, tarea que se solía hacer por el mes de marzo.

martes, 11 de septiembre de 2018

DE LA CORTESÍA DEBIDA AL CLERO (1817)

En el tratado de urbanidad de Santiago Delgado de Jesús, editado en 1817, se enumeran las cortesías debidas a los sacerdotes. Siempre se les cederá en la vía pública, el mejor puesto o asiento y, por supuesto el lado derecho o la acera. Si el sacerdote iba acompañado de dos seglares se le reservaba el lugar central. Al hablar con ellos era obligado se mantener la cabeza descubierta hasta que el sacerdote, con insistencia, concediese la debida licencia para ponerse el sombrero. Se considera correcto besarle la mano siempre que lo permitiese. No es admisible tolerar, en ausencia de un sacerdote, palabras que lo desacrediten o desprecien o "contra el estado en general y sus establecimientos, leyes y autoridad; sobre ser descortesía general, se hace sospechoso en la fe". Se trata de un texto editado en pleno reinado de Fernando VII y esta última advertencia no es ninguna broma.

sábado, 8 de septiembre de 2018

EL MARQUÉS DE VALDEGAMAS Y LA DESAMORTIZACIÓN DE MENDIZÁBAL

El moderantismo español mantuvo una posición crítica hacia las desamortizaciones. No se opuso frontalmente a estos procesos pero tendió a templarlos y a obstaculizar su aplicación. En algún caso, desde las propias filas moderadas, hubo un rechazo abierto a estas medidas, como ocurrió con don Juan Donoso Cortés, marqués de Valdegamas. Las desamortización eclesiástica, conocida como la de Mendizábal, en opinión de dicho personaje, fue funesta para los labradores y en general para los más pobres. Así lo expresó en su “Discurso sobre la situación de España”, el 30 de diciembre de 1850, que, según Julio Burell, contribuyó a derribar un gobierno. Donoso Cortés, reaccionario al fin y al cabo, idealizaba el pasado pero no dejaba de tener razón en buena parte de su análisis. La puesta en manos privadas de un enorme cúmulo de bienes raíces provocó, entre otras consecuencias, el hundimiento y la proletarización de una clase de labradores que habían sido, durante generaciones, arrendatarios de tierras de la Iglesia.  Fue el final de los censos, de un coste ínfimo para los labradores, y su sustitución por unos arrendamientos mucho más elevados que no todos podían pagar. Desapareció o se vio severamente reducida , en gran medida, una clase entera: la del labrador acomodado, también el pequeño propietario que alternaba la explotación de una modesta hacienda con el cultivo de una finca arrendada. Los desahucios y la ruina de muchos labradores originó el aumento de la mano de obra disponible con el consiguiente descenso de los jornales. Este hecho, es curioso, no suele reflejarse en los estudios de la España del XIX, quizás por el absurdo temor -después de casi doscientos años- a parecer condescendiente con el Antiguo Régimen. La expansión del latifundismo y el aumento de jornaleros pobres, tantas veces atribuido a las estructuras sociales llamadas -con cierta ligereza- feudales, se debió paradójicamente a la desaparición del viejo orden. Las reformas liberales eran necesarias y legítimas frente a un sistema que había claudicado frente a Napoleón pero no siempre se llevaron a cabo, en una España inmersa en la guerra carlista, con la rectitud y la serenidad debidas. Otra consecuencia, perniciosa para Donoso Cortés, fue la desaparición de muchas instituciones titularidad eclesiástica destinadas a la caridad y a la asistencia de los más desgraciados. La supresión de las órdenes religiosas fue, según su criterio, un duro golpe para los pobres pues, como afirmaba, no sin cierta exageración: “¿qué mendigo no tenía un trozo de pan estando abierto un convento?”. El cierre por decreto de hospicios, asilos, hospitales, hospitalillos y conventos, en los que se socorría mal que bien a la pobretería, fue un trágico disparate ya que no se había creado, previamente, una  beneficencia capaz de cubrir tal vacío. El desamparo de tantos dejados de la mano de Dios debió de ser pavoroso. El marqués de Valdegamas denunció también, como efecto de los procesos desamortizadores, la miseria padecida por buena parte del clero, el deterioro de la solemnidad debida a los oficios religiosos y el cese en la construcción de templos y demás edificios religiosos que había aportado, durante siglos, un medio de vida para muchos artífices y trabajadores.

domingo, 2 de septiembre de 2018

HACE DOS DÍAS

"De repente, sin pensarlo acaso, una brisa, una simple brisa, se ha llevado el verano. Y se lo ha llevado en plena estío, el último día de agosto."

Edgar Neville, "Una brisa de nada".