sábado, 14 de octubre de 2017

LA COCINA DE SANTA TERESA


No había mucho para aparejar una mesa a finales del siglo XVI. Los alimentos eran poco variados, escasos y caros. Los malos caminos, las alcabalas, las sisas y el intervencionismo municipal sobre tratos y contratos no facilitaban ni los abastos ni los precios bajos. Muchos españoles del tiempo de los Austrias se iban a dormir con las tripas desasosegadas. En los escritos de santa Teresa de Ávila hay algunas noticias sobre víveres y cocina. Nadie ha demostrado que la mística y la santidad sean incompatibles con los pucheros.

Aunque las Constituciones de las Carmelitas Descalzas, dispuestas por santa Teresa, imponían con claridad la prohibición de comer carne, había situaciones en las que se daba licencia para su consumo Así, en marzo de 1572, pedía a su hermana, doña Juana de Ahumada, unos pavos para las monjas de la Encarnación de Ávila. A inicios de 1573 daba las gracias por el envío de sesenta y dos aves para unas monjas enfermas del mismo convento. En octubre de 1576 escribía al Padre Jerónimo Gracián, desde Toledo, sobre Isabel de San Jerónimo, monja un tanto melindrosa a lo divino “que tiene flaca la imaginación” y a la que convenía “hacerla comer carne algunos días”. Sobre asuntos de volatería es adecuado recordar que la familia de santa Teresa tuvo lucidos palomares en sus posesiones de Gotarrendura. Santa Teresa mostró, en alguna ocasión, su desagrado por el mal carnero. Las carnes de carnero y vaca eran las más frecuentes en cocinas y figones en aquellos tiempos. La primera, en las mesas acomodadas y la segunda, en las menestrales. Por supuesto, la libra de carnero –capado o cojudo- era unos maravedíes más cara que la de vaca. Ésta se vendía, en mayor cantidad, durante los veranos. La posibilidad de adquirir un arrelde de cordero o cabrito quedaba fuera del alcance de la gente corriente. Las piaras de cerdos, cebadas con las montaneras concejiles, avituallaban las despensas una vez llegados los primeros fríos.

El pescado, en general, era parte insustituible de la dieta de los españoles y no sólo en días de vigilias y Cuaresma. Los concejos concertaban el abasto de bacalao, abadejo o cecial –merluza seca y salada- con asentistas para que no faltasen en alhóndigas, tablajes y lonjas. El pescado vendido en la Villa y Corte procedía de Galicia, Asturias, Vizcaya e Irlanda. El suministrado a las ciudades andaluzas se transportaba por arrieros y carreteros desde Almuñécar, Málaga, Torre del Mar, Cádiz y el Puerto de Santa María. Según algún testimonio, a santa Teresa no le sentaba demasiado bien el pescado. A pesar de todo, hay constancia de que, en alguna ocasión, alabó el atún –que solía proceder de las almadrabas andaluzas- y el tollo, nombre dado al cazón. Expresó, además, cierta alegría ante la recepción de unos besugos, muy apreciados en los siglos XVI y XVII ya fuesen frescos o escabechados. En febrero de 1577 recibió una empanada de sábalos, procedente de Sevilla y, refiriéndose a Toledo lamentaba “la esterilidad de este pueblo en cosas de pescado”. Le agradaban, o las  consideraba muy convenientes para sus monjas, las sardinas frescas. En aquellos años se podían adquirir también ligeramente saladas o “frescales”, envasadas en ollas o en escabeche.
En una carta del otoño de 1570 santa Teresa mencionó el regalo de unos membrillos “muy lindos”. Afirmaba en otra ocasión que las nueces eran muy buenas “para el relajamiento de estómago”.  Le gustaba también, de vez en cuando, comer una tajada de pan frito. Cita, además, una caja de dulce de cidra y de unos dátiles entregados a unas monjas para un viaje. En julio de 1577 le envían unos cocos desde Sevilla considerados “cosa de ver”. Cerca de los días de Navidad de 1577 acusaba recibo de unas patatas, un pipote y siete limones enviados desde Sevilla.

Nadie busque, a pesar de todo, la abundancia y el regalo en los conventos carmelitas. En el mejor de los casos, unas raciones de cohombro, agua, nada de vino, algo de pan, queso, unas migas, una sardina y un poco de fruta. Santa Teresa mandaba a las monjas que aceptasen con entereza la mala pitanza “acordándose de la hiel y vinagre de Jesucristo” aunque, con indudable buen sentido, exhortaba que, al menos, estuviese bien aderezada “de manera que puedan pasar con aquello que allí se les da, pues no poseen otra cosa”. Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink, en su monumental y excelente biografía de santa Teresa, citan el testimonio de María de San Francisco que dijo de ésta: “su comer ordinario era una escudilla de lentejas y un huevo”. La verdad era que se comía poco, de limosna y milagro. Salían del paso con lo que les ponían en los tornos y recibían de limosna –pan de convento, decía la Santa- y así, lidiando jornadas y caminos, amanecían con Dios.
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*Este artículo lo publiqué en Neupic en el curso 2014-2015.

2 comentarios:

  1. Muy interesante su entrada D. Ángel.
    Un saludo

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    1. Mil gracias, doña Ambar. Me alegra poder saludarla. Y ruego perdone la tardanza en mi respuesta.

      Mis saludos.

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