miércoles, 28 de mayo de 2014

DE PESCA EN EL SIGLO XVI



Al señor de Chimista

En diciembre de 1592 el Concejo de Jaén aprobó unas ordenanzas de pesca*. En tales disposiciones se prohibía el uso de golletes, medias, lunas, agrumaderas, telillas y cualquier tipo de mallas o redes excepto las atarrayas y esparaveles, permitidos por las pragmáticas de 1552. Estos arreos eran redes redondas, con sus plomos, para lanzar con buen aire y sacar a brazo en aguas poco profundas. No estaba autorizada la pesca con tales aparejos desde inicios de marzo a inicios de julio "respecto ser los meses que los peces desovan y crían". La pesca de la trucha se podía practicar con caña y anzuelo en los parajes de Vado Sacejo, las hoces de Riofrío y Candelabraje. De esta manera, según las ordenanzas, la población de estos ilustres peces crecería "con grande abundancia y provecho". A los infractores, sorprendidos por caballeros de la sierra y guardas del campo, se les impondrían multas de 1.000 maravedíes y la perdida de los avíos. Estas normas fueron compuestas -con toda aplicación- por don Juan de Vílchez Coello, caballero veinticuatro de Jaén, de linaje muy principal, conocedor probado de las cosas del campo. Pertenecía a la generación anterior al célebre pescador de caña y ferretero inglés Izaak Walton con quien, por cierto, habría tenido muy amenas conversaciones -sobre ríos, cebos, anzuelos, pozas, cañas, sedales y peces - de haberlo conocido.

* Los datos sobre las normativas del Concejo en Pedro de Jaén, "Ordenanzas sobre la pesca en el Río de Jaén" en Papeles Viejos, Senda de los Huertos, 37, 1995.

domingo, 25 de mayo de 2014

LOS POBRES Y LA NOCHE DE MADRID

Los pobres de verdad pasaban el día en la calle, deambulando, mal recogidos en cafés, tabernas y figones. De tarde en tarde hacían algún trabajo, transportaban fardos o espuertas, trataban de sobrevivir con enormes apuros, atentos a lo que salía, viviendo al día. Por las noches los que no tenían un techo, que eran legión, buscaban cobijo en algún zaguán o en el pórtico de una iglesia. Los que conseguían unas monedas podían alquilar una cama en las fementidas casas de dormir. Los veranos eran más llevaderos y los inviernos, ya se sabe, siempre han sido malos compañeros para sobrellevar la miseria. En el Londres victoriano, según afirma Jack London en The people of the Abyss (1903), a los que carecían de alojamiento se les prohibía dormir de noche. Cuesta creerlo. Si esto era así, la pobretería londinense, sólo podía sentarse en un banco y dar cabezadas, bien derecha, aparentando, como si tal cosa, estar en vela y tomando el fresco. En Madrid no regía una normativa tan estricta. Las ordenanzas de la Villa, de 1892, en su capítulo VIII, prohibían "que los niños pasen las noches en los huecos de las puertas", aunque nada se decía de los adultos. Los serenos debían -chuzo en ristre - garantizar el cierre de portales, tiendas y locales públicos a partir de cierta hora  e impedir que circulasen por las calles mendigos, vendedores ambulantes de licores y gente perdida. Se lo ponían muy difícil a esta variada cofradía de desgraciados y maleantes aunque es dudoso que tales prohibiciones se cumpliesen.

domingo, 18 de mayo de 2014

LA EDAD Y LA GENTE DEL SIGLO XVI

 Lutero, Rabelais, Bartolomé de las Casas, san Ignacio de Loyola y santa Teresa de Jesús no recordaban con precisión su edad. No era un dato fácil conservar en la memoria ni de demasiada utilidad en la vida de una persona. A veces se conocía el año de nacimiento por su coincidencia con temporales, hambres, grandes nevadas, crecidas de ríos, plagas o epidemias. La gente recordaba, con más facilidad, el día por el santoral o por la celebración de alguna festividad grande de la Iglesia. La hora de la llegada a este valle de lágrimas era más fácil de fijar por el testimonio de la propia madre o de las personas que asistieron al parto o tuvieron noticia de éste. Pasados los sesenta años se perdía la cuenta. El teólogo Martín Pérez de Ayala, natural de Segura de la Sierra y que estuvo Trento, escribió en su autobiografía que no sabía muy bien si había nacido en 1503 o 1504 "porque en un año andaba mi madre dudosa, que no sabía determinarse". Aseguraba, sin embargo, que había sido a la hora de salir el sol "y estando en el tercer grado de Sagitario" por lo que fue "apasionado de la vista, piloso y afecto al campo, y á cosas árduas". Afirmaba, eso sí, haber nacido el día de san Martín. Santa Teresa de Ávila decía: "acuérdome que cuando murió mi madre, quedé yo de edad de doce años, poco menos". En realidad la Santa tenía catorce años. En su autobiografía, san Ignacio decía tener veintiséis años cuando, honrosamente herido en Pamplona en 1521, decidió abandonar las vanidades del mundo. Se equivocaba pues cuando le desjarretaron la pierna derecha, en dicha acción, contaba con unos treinta años ya que había nacido en 1491. Unos años más o menos no eran gran cosa. Si se ha servido a Carlos V, se ha fundado la Compañía de Jesús y se ha ganado uno la santidad, bien pueden tolerarse estas inexactitudes. La vivencia del tiempo ha cambiado a lo largo de los siglos. La gente antigua no podía tener la virtud de la puntualidad y le importaba bien poco la minucia de parecer de más edad. Lo de rendir culto a la juventud no iba con ellos - estaban muy lejos todavía los románticos- y todos, de alguna forma, se consideraban supervivientes. A los niños se les vestía como si fueran viejecillos y los jóvenes pretendían parecer mayores. Sin embargo, los relojes se imponían. Lentos pero implacables. La nueva medición del tiempo constituyó una revolución más decisiva que, por ejemplo, la caída del desgraciado Luis XVI de Francia. El absolutismo de los monarcas era una bagatela comparado con el poder de un reloj de sacristía.

domingo, 11 de mayo de 2014

MÍSTICA Y GARBANZOS



El 19 de agosto de 1591 estaba san Juan de la Cruz en La Peñuela. Pasaba allí los días, apartado de ruidos y novedades. Estaba el conventillo a las puertas de Despeñaperros, muy cerca del solar de La Carolina, todavía sin fundar. Escribía san Juan de la Cruz a doña Ana del Mercado -no sin santo fastidio- que si bien "la anchura del desierto ayuda mucho al alma y al cuerpo" no dejaban de requerirlo para que volviese al mundo y atendiese graves obligaciones y trabajos. Daba largas y remoloneaba a lo divino. Nada mejor que el olvido en esos despoblados. En la misma carta decía: "esta mañana habemos ya venido de coger nuestros garbanzos, y asi, las mañanas. Otro dia los trillaremos."

La carta en: San Juan de la Cruz, Obras Completas, Ed. Licinio Ruano de la Iglesia, BAC, Madrid, 2002

jueves, 8 de mayo de 2014

CAZADORES, PODADORES Y BUSCADORES DE PANALES





Lo muy antiguo ha perdurado en España hasta hace poco tiempo. La obra de Moreno Castelló, en su estilo sencillo, de indiscutible amenidad, aporta valiosos datos sobre el campo y la gente de hace más de cien años en tierras de Jaén. En sus recuerdos, que se remontaban al reinado de Isabel II y a los primeros años de la Restauración, menciona a un personaje que vivía en una choza  cerca de Los Villares, en la Sierra de Jaén. Venía este hombre de familia de cazadores de oficio, es decir, de gente dedicada a cazar no por afición sino para vivir. Era un gran tirador. Fue además un reputado podador de olivos, destacando en el manejo del hacha incluso fuera de su pueblo. En la misma obra, páginas más adelante, se cita a otro cazador que contaba, además, con una prodigiosa habilidad en la poda de chopos y álamos. Para comenzar su faena, se encaramaba a la copa del primero y, desde ahí gracias al balanceo del tronco, pasaba de uno a otro, hasta acabar con el último. Sin tocar el suelo, a veces con saltos de dos o tres varas y a unos quince metros de altura "con la envidiable agilidad de un mono". Sería cosa admirable de ver. Otros vecinos recolectaban miel en los enjambres silvestres existentes en las paredes, cortadas a pico, de serrajones y riscales. Se descolgaban, no sin cierta audacia, por precipicios de muchos metros con riesgo de descalabrarse e incluso de perder la vida. Aquellas personas que conozcan dichos pagos pueden dar fe de lo arriesgado que debían de ser tales operaciones. Dos hombres, arriba, sujetaban la cuerda, y otro desde el suelo balanceaba al apicultor que, gracias a un movimiento pendular, entraba en los abrigos de roca para extraer la miel. Debía de ser una técnica de origen inmemorial como tantas conservadas todavía en el siglo XIX.

José Moreno Castelló, Mi cuarto a espadas, sobre asuntos de caza. Apuntes, recuerdos y narraciones de un aficionado. Jaén 1898.

domingo, 4 de mayo de 2014

FELIPE II, LOS ESPAÑOLES Y LA TAUROMAQUIA

En 1527, hubo toros en Valladolid para celebrar el nacimiento de Felipe II. El conde de las Navas, en El espectáculo más nacional, cita distintos festejos que contaron con la presencia del Rey como los celebrados en Toro (1551), Benavente (¿1553?), Sevilla (1570), Badajoz (1580), Lérida (1585), Valencia (1585), Valladolid (1592), Segovia (1592), Tordesillas (1592) y Burgos (1592). Consta en una relación citada por Navas que "...el  príncipe Phelipe la primera vez que entro en Toro" fue agasajado por el marqués de Alcañices con una corrida  de"ocho toros buenos y ubo buenas lanzadas". Fue el 19 de septiembre de 1551.

Es sabido, además, que Felipe II dio largas y demostró tener mano izquierda para no aplicar, con todo su rigor, las disposiciones papales que proscribían la tauromaquia. Escribiría a Roma para que tales prohibiciones no tuviesen efecto pues los españoles -que no tenían remedio- no podían pasar sin estos festejos. Sus fieles vasallos llevaban la tauromaquia en la sangre, no era prudente pedir imposibles y fulminar excomuniones por ir a los toros era un sin vivir. Habría sido lamentable, pensamos, un brote levantisco contra Roma, no por las indulgencias, el número de sacramentos o la justificación por la fe, sino por no poder ver correr los toros de la tierra el día de la Patrona o por el nacimiento de algún infante. Eso o el infierno en vida. Sacrificios de este pelaje no se podían pedir a los vencedores de Lepanto. Vistas las cosas, en 1596 Clemente VIII otorgó perdón general -excepto a frailes y mendicantes díscolos- con la advertencia de que se evitasen muertes y de que no se jugasen toros en día de fiesta lo que al final, evidentemente, no se cumplió. Los clérigos tampoco debieron de obedecer las disposiciones papales. Roma quedaba muy lejos y bastante tenía el Santo Padre con parar, templar y mandar a cardenales y nepotes.

Con tales antecedentes, Felipe II tenía, necesariamente, que saber de toros. Y los mencionaba en la correspondencia familiar.  El 17 de septiembre de 1582, estaba en Lisboa y esperaba la llegada de la Armada del marqués de Santa Cruz. Se preparaban festejos taurinos y luminarias para festejar el retorno de aquel rayo de la guerra y gran marino. Felipe II escribía, en tales circunstancias: "Si los toros que hay mañana, aquí delante, son tan buenos como la procesión, no habrá más que pedir". También daba cuenta de las ilusiones de Magdalena, criada de las infantas Isabel y Clara: "tiene un pedazo de un terradillo que sale a la plaza en su aposento y ha estado tan ocupada en componerle que no ha podido escribir [...] que dice que no puede acabar consigo de escribir en vísperas de toros; y está tan regocijada para ellos como si hubiesen de ser muy buenos y creo que serán muy ruines". Cualquier aficionado comprende, hoy a inicios del siglo XXI, el desasosiego de Magdalena y el agorero pronóstico del Rey que, además, fue acertado.

Citaremos, además, a  Baltasar Porreño que menciona un festejo celebrado en el terrero de Palacio. Al parecer las reses lidiadas fueron reservonas y dieron poco juego. Eran, conviene recordarlo, toros muy diferentes a los de estos tiempos además de ser la lidia completamente distinta a la actual. El probable aburrimiento del público se interrumpió al hundirse un tablado aparatosamente. Salió maltrecho un caballero muy entendido que allí estaba. Alzó la cabeza el Rey "con su gran severidad, y sin hacer mudanza"  y sentenció: "los toros son mansos, y los tablados bravos"**.


*Cartas de Felipe II a sus hijas, edición de Fernando Bouza, Madrid 1998, ** El suceso es referido por Baltasar Porreño en Dichos y hechos de el Señor Rey Don Phelipe Segundo, El Prudente, potentissimo y glorioso Monarca de las Españas, y de las Indias,