martes, 25 de marzo de 2014

ALPARGATAS



Es difícil encontrar un calzado más humilde y con mayor antigüedad.  Podía ser de lona o de lienzo muy basto, con suela de esparto, cuya producción en España está documentada nada menos que por Estrabón, o de cáñamo. Su factura era tan arcaica como la de las abarcas. En el siglo XVII las alpargatas eran confeccionadas por los cordoneros y, como es natural, por los alpargateros. Tengo noticias de esa época relacionadas con la venta en Jaén de alpargatas "de cerro", a dos reales; de estopa, a real y medio; de "alpargates finos pulidos blancos" a dos reales y un cuartillo y, para acabar, "alpargates pequeños para muchachos" a 28 maravedíes. En Granada, hacia 1622, las alpargatas recias de hombre recibían el nombre de "hechizos" y se vendían a dos reales; las había también en "de diecisiete sogas y doze pasadas" a 56 maravedíes; se elaboraban otras llamadas "chiquillos", de diferentes tamaños y precio hasta llegar a los de 36 maravedíes, adecuadas "para muchachos de doze años abajo". Los alpargateros de Granada llegaron a constituir una cofradía que tenía, como era debido, sus fiestas y lucimientos.

Las alpargatas sirvieron durante siglos par calzar a las clases populares, a los galeotes y a los soldados. Quevedo describía a los viñaderos pertrechados con montera, chuzo y alpargatas. Seguro que no les faltaron a las partidas de Viriato. Tampoco a los que velaban armas con El Empecinado, dando guerra a los franceses, en sus largas marchas por los riscos y páramos de España. Creo recordar alguna cita de Galdós al respecto. Las usaron también los voluntarios catalanes que siguieron a Prim hasta África. Y los del Tercio, antes y después de la Guerra Civil. Todavía en la Campaña de Ifni, en 1957 y 1958, se lanzaban, desde los aviones, pares de repuesto a los combatientes.

miércoles, 19 de marzo de 2014

DE LO PROSAICO DE LA GUERRA

En Algo de mí mismo Kipling destacaba la importancia de situar bien las letrinas en los campamentos. Lo había aprendido en la Guerra de los Boers. Era natural esta preocupación. Las bajas causadas por el tifus, el cólera y otros males podían superar a las originadas por los combates. Dos siglos antes el conde de Montemar aconsejaba construir las letrinas a unos 300 pasos de las últimas tiendas del campamento. Las llamaba, con toda corrección, lugares comunes. Además recomendaba "que cada quatro días en verano, y cada ocho en invierno se renueven, cubriendo los hechos, y se castigará al soldado que no fuere a ellos con el cuidado que merece; por ser cosa de que depende la salud del Campo." No podemos dejar de resaltar la finura demostrada por el militar para referirse a ciertas miserias humanas con el nombre de hechos. Hay realidades que las personas bien educadas, como nuestro Conde, no tienen -necesariamente- que llamar por su nombre. Aconsejaba además: "estos lugares comunes se forman haciendo un zanjón, y poniendo dos orcones, y un madero que descanse sobre ellos." Imaginamos al caballero dirigiendo, a una prudente distancia, las obras de tan necesario artificio.

Conde de Montemar, Avisos militares, 1718, Imprenta de Pedro Marín, Madrid 1773.

jueves, 13 de marzo de 2014

TAUROMAQUIA, OSAMENTAS Y TRAPEROS



Instituciones de beneficencia y cofradías han organizado, desde hace siglos, festejos taurinos para obtener fondos o celebrar -con el debido brillo- los días grandes. Era el caso de los Hospitales Real y de la Pasión de Madrid. Los traperos de la Villa y Corte hacían constar en sus ordenanzas, de 1789, como acostumbraban "a ajustar con los comisarios de los mismos reales Hospitales el que se  les den, por los precios que pactan, los caballos que mueren en dichas Fiestas de Toros". Éstas se celebraban "en la Plaza que para este intento hay en las inmediaciones de la Puerta de Alcalá". Las pieles de los jacos las vendían a los curtidores y la carne era empleada como pasto para perros. Estaba rigurosamente prohibida su venta para el consumo humano. Otra cuestión es que se cumpliese o no esta norma. Las osamentas de los caballos debían ser quemadas en basureros públicos. El gasto de tal tarea estaría a cargo de los citados comisarios y no de los traperos.

domingo, 9 de marzo de 2014

SOR MARTINA DE LOS ÁNGELES Y EL SANTO OFICIO

Sor Martina de los Ángeles y Arilla (1573-1638) nació en Villa Mayor, Zaragoza. Fue monja dominica y tuvo fama de santa y milagrera. Su biografía está repleta de mortificaciones terribles, de actos piadosos, desmesurados y extravagantes. Una pura expresión de la religiosidad barroca en su versión más excesiva. A finales del siglo XVIII el Santo Oficio, siempre con la desconfianza por bandera, prohibió ciertas estampas en las que sor Martina aparecía "con aureolas, y el Padre Eterno sobre su cabeza, en otras Christo y María Santísima, a sus lados, llenándola de resplandores". Los señores inquisidores mandaron también recoger "todas las Cruces, Cuentas, Piedras, tierra de su Sepulcro, que se divulgaron como reliquias"*.

En la historia de su vida, escrita en tiempos de Carlos II por fray Andrés de Maya, se dice que cuando sor Martina rezaba el Rosario y las oraciones de la Pasión "cada palabra que dezía, se convertía en una Flor hermosísima; y un Angel, que tenia al lado, las recogia, y formando de todas ellas una Corona, se la puso en la cabeça"**.

*Índice último de los libros prohibidos y mandados expurgar para todos los Reynoso y señoríos del católico Rey de las Españas, el Señor Don Carlos IV, Imprenta de don Antonio de Sancha, Madrid 1790. Por orden de don Agustín Rubín de Ceballos, Inquisidor General.
** Fray Andrés de Maya, Vida prodigiosa y admirable ejercicio de virtudes de la Venerable Madre Sor Martina de los Ángeles y Arilla, Imprenta de Juan de Villanueva, Madrid 1712


jueves, 6 de marzo de 2014

MÁS SOBRE AFEITES BARROCOS

Quevedo escribía a doña Inés de Zúñiga y Fonseca, condesa de Olivares, y le describía algunas de las calidades que debía tener una mujer ideal. Decía no tener predilección por blancas o morenas, pelinegras o rubias "solo quiero que, si fuere morena, no se haga blanca; que de la mentira es fuerza más andar sospechoso que enamorado". Quevedo no era amigo de tintes. Zahería sin cuartel a los que ocultaban sus canas, ya fuesen hombres o mujeres. Tampoco era partidario de los afeites y maquillajes a los que tantas españolas se aficionaron -y hacían bien- en siglos pasados. Respecto a los chapines decía: "son afeite de la estatura y la muerte de los talles, que todo lo igualan".

domingo, 2 de marzo de 2014

DE VISITA



No es desconocido para los selectos lectores de Retablo de la Vida Antigua el Prontuario de las reglas de buena crianza y urbanidad que deben saberse y practicarse por todos los que aspiran a pasar por bien criados y educados. Lo escribió don Juan Manuel Calleja y se publicó a mediados del siglo XIX. En el librillo se dan unos consejos sobre la forma de comportarse en las visitas de cumplido. Se debía acudir a tales compromisos con traje de etiqueta y bien aseado. Al llegar a la casa se llamaría a la puerta o se tiraría de la campanilla "sin hacer gran estrépito". Las sacudidas descompuestas y la insistencia impertinente estaban fuera de lugar para toda persona bien educada, además de causar una penosa impresión. Cuando abriesen la puerta se debía preguntar por los señores de la casa, procediendo el visitante, por supuesto, a identificarse. En el umbral de la sala de recibir, con paso mesurado -nada de carreras ni de zancadas- y el sombrero en la mano derecha, se saludaría a la concurrencia con una inclinación de cabeza y doblando ligeramente el cuerpo. La  inclinación noble, por cierto, ha sido ya citada en alguna ocasión. Una vez dentro, el visitante volverá a presentar, otra vez, los correspondientes respetos a los allí presentes, de izquierda a derecha, con un tono de voz adecuado. Se tomaría asiento con el sombrero en la mano si no se había entregado, previamente, a algún criado. Era obligado estar bien derecho, decorosamente, sin cruzar las piernas ni estirarlas. Tampoco se jugaría con el bastón ni con prenda alguna. En la conversación se debían evitar las discusiones y disputas. Nada de armar peloteras en las visitas de cumplido. Tampoco era correcto hablar mal de otros o reírse a su costa "menos aun a carcajadas". Mejor la sonrisa que la risa. Conviene recordar que las risotadas siempre han sido objeto de la desconfianza de la gente bien criada pues suelen descomponer el gesto. Y una regla obligada,  razonable, siempre vigente: la visita será siempre breve.