jueves, 29 de agosto de 2013

LA MESA DE MORATÍN

Don Eduardo de Vicente, autor del excelente blog Crónicas de Tordelaguna, escribía un inteligente comentario a mi anterior entrada, sobre los gustos culinarios de don Leandro Fernández de Moratín. Aportaré algunos datos más al respecto, tomados de su epistolario. Son, naturalmente, cuatro trazos.

Le gustaban a don Leandro las trufas de Aquitania -sobre las que escribió Néstor Luján- y el salchichón de Bolonia. No desdeñaba los pollos, la leche y el carnero de La Alcarria. Quedó gratamente impresionado por lo bien abastecida que estaba Valencia de todo tipo de pescados, quesos, longanizas, calabazas asadas, frutas, palmitos, verduras, rábanos gruesos como un brazo, chufas y altramuces. En la Nochebuena de 1814 su cena estuvo bien provista de sopa de almendras, queso, aves, chorizos, turrón y limoncillos de Valencia. Bebía vino y escribió palabras elogiosas para los caldos de Nájera. Durante su estancia en Londres bebía cerveza y paseaba por Haymarket y Covent Garden. No parece que le gustara el té pues lo consideraba agua caliente. Esta apreciación está en sus apuntes sobre Inglaterra. Era partidario apasionado del chocolate como buen español, a pesar de sus veleidades afrancesadas. Tomaba onza y media por la mañana, muy caliente, con pan tostado. Para rematar lo acompañaba con un vaso de agua fría y azucarillos. Gastaba, ya en el destierro, una décima parte de su presupuesto mensual en este brebaje. A pesar de sus mordaces apreciaciones, sus gustos son sencillos y creo que los habituales en la clases medias de su tiempo.

miércoles, 28 de agosto de 2013

COCINA PARA CAMINANTES

Moratín no tenía buena opinión de la cocina popular. Menos todavía de la que se dispensaba en las ventas. Advertía a Juan Antonio Melón, en 1825:

"Guárdate de los hartazgos de callos, huevos duros, tarángana, sardina frita, chiles, pimientos en vinagre, queso y vinarra, que tanto apeteces por esos ventorrillos, rodeados de moscas y mendigos y perros muertos".

Buena pitanza, sin duda, para levantar una partida. Da lo mismo  la facción, obediencia o bandera. O para conducir, con buen ánimo, una yunta. Es más, sería todo un festín en aquellos años. Dieta inapropiada, lo debemos admitir, para paladares refinados y digestiones achacosas.

A Moratín, afrancesado y doliente, no le podía gustar tal minuta. Tampoco se dejó llevar por la nostalgia, en materia culinaria, durante su mal llevado exilio en Burdeos. Su rechazo a los huevos duros y a las sardinas aparece en alguna carta más.

domingo, 18 de agosto de 2013

MÁS VALE PARAR

Ahora que los rastrojos relucen como oro de los galeones del Rey. Ahora que no hay otra sombra que la de las alas de milanos. Ahora que, acogidos a sagrado, pasamos el mediodía al amparo de la encina y cruje el monte al arrancarse la liebre, hora es -cortés lector del Retablo de la Vida Antigua- de esperar tiempos en que otros aires, y otra luz, nos anuncien el final del estío.

viernes, 9 de agosto de 2013

SILENCIO

Ser de pocas palabras era considerado un rasgo propio del caballero y, en general, de la persona de buena crianza. La locuacidad destemplada era incompatible con la gravedad, propia de hombres de obligaciones y justo criterio.

Alonso de Barros (1552-1604), en Desengaño de cortesanos:

Ni vi silencio y cordura,
juntos en fiesta y convite.

[...]

Ni mucha conversación,
que conserve gravedad.

[...]

Ni se conoce al que es necio,
si es sufrido y callado.

[...]

Ni ay moço desvegonçado,
que en el hablar mucho dude.

[...]

Ni es tan malo el resbalar,
del pie, como de la lengua.

jueves, 8 de agosto de 2013

HELADOS DEL SIGLO XIX

En la España del siglo XIX tuvo gran difusión la obra de Manuel de Rementería y Fica, <<Manual del cocinero, cocinera, repostero, pastelero, confitero y botillero con el método para trinchar y servir toda clase de viandas, y la cortesía y urbanidad que se deben usar en la mesa>> , publicada en París en 1835. Para Manuel M. Martínez Llopis, es una copia de un libro de cocina francés, sin que constase en las distintas ediciones -que fueron bastantes- su verdadero autor. En dicha obra se aportan numerosas recetas de helados. En España tenían notable difusión desde los siglos XVII y XVIII. Se servían en las mesas de casa grande y, para el público en general, en las botillerías que eran sitios muy animados en los que se servían horchatas, limonadas y garrapiñas.

Podemos mencionar los siguientes tipos -entre los citados por Álvarez de Rementería- junto a algunos de sus ingredientes:

Helado de flor de naranjo : elaborado con ocho onzas de flores de naranjo, agua y azúcar.

Helado de céfiro: cuartillo y medio de leche, ocho onzas de crema, dos cucharadas de agua de flor de naranja, rayaduras de limón, raspaduras de toronja, raspaduras de naranja, una cáscara de vainilla y azúcar.

Helado de rosas: compuesto por once onzas de rosas, dos azumbres de agua y doce onzas de azúcar.

Helado de clavel: con una libra de claveles de color rosa, entre otros ingredientes.

Helado de violetas: el más decadente de todos, se preparaba con ocho onzas de violetas, una onza de lirio cárdeno y doce azumbres de agua. Las violetas se majaban en un mortero de mármol.

Para darles consistencia se utilizaba cuerno de ciervo, pata de vaca o cola de pescado.

Podemos apuntar, por nuestra parte, varias consideraciones al respecto.

1. Los helados de violetas y de rosas no desentonan con los cuadros confeccionados con cabellos de difuntos; eran adecuados para acompañar una tarde con álbumes, repletos de flores secas y poemas de penas y desengaños. También se podían degustar al contemplar vitrinas con caracolas y abanicos antiguos.

2. Eran desaconsejables, sin discusión posible, para los que se echaban al monte o al ruedo.  Ya fuesen liberales, facciosos, carlistas o cristinos. Los hombres de acción de la España del XIX, se refrescaban con la bota, la botija o la damajuana recubierta de esparto. O, si era necesario, con nada.

3. Por consiguiente, no imaginamos a Zumalacárregui, a don Ramón Cabrera, a Lagartijo, a Frascuelo, o a don Baldomero Espartero, desviviéndose por un helado de violetas. Tampoco, por supuesto, a los párrocos de pueblo.

Grande y variado fue el siglo XIX en España.

viernes, 2 de agosto de 2013

VIAJAR Y PADECER

Lo de viajar por afición no es costumbre muy vieja. Gente inquieta nunca ha faltado: espíritus desasosegados, aventureros y curiosos de andar y ver, como diría Ortega. Viajaban los soldados, los misioneros, los embajadores y los mercaderes. Pero, en general, la vida de viaje era fuente de incomodidades, peligros y mal asunto para la bolsa, a merced de ladrones, venteros desaprensivos. Cuestión aparte, y no menor, el bregar con cabalgaduras revenidas, resabiadas, coceadoras y mordedoras, de carácter intratable,fuente de disgustos y origen de costaladas en caminillos ruines y rastrojeras.

Así se ponía uno en camino por servir al Rey, para ganarse el cielo o el pan,para pleitear, huir de los alguaciles o escapar de una situación muy comprometida pero, en muy pocos casos, por gusto. Habría sido cosa de locos. Como le pasó a Don Quijote aunque él, bendita sea su memoria, salió de su aldea por las imposiciones propias de la Caballería que obligaban y obligan a mucho.

Así, queda mal, en estos tiempos, reconocer que no se es amigo de viajes. Parece ser inclinación propia de ceporros,  misántropos y tacaños. Puede ser, pero no en todos los casos. Así, no faltan espíritus generosos, cultos y de valor probado que se sienten fastidiados ante la perspectiva de un viaje. Son los mismos que sienten una profunda y sincera compasión hacia aquellos  desvalidos, miembros de la silenciosa cofradía de los sedentarios, que se ven obligados a salir al mundo por inciertos y fastidiosos derroteros.  Reconozcamos, por tanto, que son muchos - hidalgos, pecheros, clérigos y seglares- los que no cambiarían su rincón por nada del mundo.

El que más y el que menos podría contar padecimientos similares a los de Guzmán de Alfarache cuando, derrengado, llegó a una venta tras una jornada a lomos de caballería:

"los muslos resfriados, las plantas de los pies hinchadas de llevarlos colgando y sin estribos, las asentaderas batanadas, las ingles dolorosas, que parecía meterme un puñal por ellas, todo el cuerpo descoyuntado, y, sobre todo, hambriento".

Dicho queda y avisados estamos.