viernes, 27 de abril de 2012

NOBLEZA Y TAUROMAQUIA

El ejercicio de la tauromaquia era signo de nobleza en el siglo XVII. En 1624 se tomaba información sobre la ascendencia y el linaje de don Pedro de Benavides, un hidalgo de Linares que pretendía ingresar en la Orden de Santiago. Un testigo, para acreditar la condición aristocrática del pretendiente, "dixo que sabe andar a caballo" y que lo "a bisto en fiestas lidiando toros y que ha tenido y tiene caballos y los ha tenido y le ha visto jugar cañas y alancear un toro". El regidor Benito Pimentel, afirmó que "es grande hombre de a caballo".  Don Pedro era nieto de Sancho de Benavides El Bueno, buen nombre para un abuelo de otros tiempos, y deudo del conde de Santisteban del Puerto, aquél de tan esclarecida memoria que comenzó su carrera militar con una pica al hombro.

Los datos constan en el expediente de ingreso en la Orden de Santiago de don Pedro de Benavides Burman, Archivo Histórico Nacional, Ordenes Militares, Caballeros de Santiago, expediente 981.

viernes, 20 de abril de 2012

LA ANCHA PIEDRA DEL HONOR

En 1822 K. H. Digby escribió  The Broad Stone of Honour, subtitulado "El verdadero sentido y práctica de la Caballería" y, en sus primeras ediciones, "Reglas para los caballeros de Inglaterra". Era una decidida defensa del código ético caballeresco en pleno siglo XIX. Ahí está el ideal del gentleman. A estas cuestiones ya les daba vueltas Alonso Quijano en sus largas tardes de verano o, sentado en la solana, en el otoño manchego. Si hubiese sido menos apasionado habría escrito una obra así, un útil manual que todavía leeríamos con unción sus devotos. En situaciones de incertidumbre y tribulación habríamos acudido a los consejos del hidalgo. Hasta me imagino el formato de este libro nunca escrito, manejable como un Kempis o un Enchiridion, adecuado para leerlo en el campo, donde podríamos recurrir a unas flores de espliego como separador, en la consulta del dentista o en los más diversos lances para, bien aleccionados, conducirnos como es debido. No pudo ser. Fiel a su circunstancia histórica de español nacido en el siglo XVI, Alonso Quijano, sin asiento ni paciencia, transfigurado ya en Don Quijote, se lanzó a los caminos. Dios no pide imposibles.

domingo, 15 de abril de 2012

DON DIEGO ESPINOSA DE LOS MONTEROS NO SE QUIERE CASAR

Don Diego Espinosa de los Monteros vivía en Jaén en tiempos de Carlos II. No tengo por seguro si era hombre ingenuo o de pocas luces. O las dos cosas. Pasaba los días de manera apacible don Diego, un poco aburrido imagino, y un mal día le dijeron que no sería mal asunto que pensara en casarse. Le hablaron de una doncella muy principal llamada doña Catalina Francisca Delgado y Vela y no le pareció mal la idea a nuestro hidalgo. Era obligado que le diese palabra de casamiento a doña Catalina Francisca y a ello se dispuso. Sin embargo, por confusión o jugada que le hicieron, entregó un anillo, como prenda de su promesa, a otra mujer que no era doña Catalina.  O eso decía él. El caso es que quedó comprometido y una ruptura de palabra de casamiento tenía en aquella época serias e inciertas consecuencias. Decidió el novio escaparse de Jaén. Podría haberse ido a Sevilla, a Granada o a la Corte, y allí ocultarse con alguna fortuna,  correr mundo, hacerse soldado, pasar a Indias, hacerse tahur, ermitaño, comediante, rodrigón, galán, portero de palacio, jesuita, aventurero o jayán de marca mayor. Pero no, se fue a Valdepeñas, un pueblo a unas pocas leguas de Jaén donde todos se conocían. Decisión que apunta al poco seso de don Diego pues pronto le echaron el guante y lo trajeron a la fuerza a Jaén. En el viaje de vuelta le debieron de poner la cabeza como bombo de fanfarria, hasta extremos difíciles de imaginar, para que le explotase. Lo pusieron a buen recaudo, en un calabozo nada menos. Allí, a la sombra, recibió todo tipo de admoniciones, consejos, requerimientos, amenazas, regañinas y sermones de "caballeros desta ciudad, personas de superior clase", como dice el expediente que recoge esta historia. Consintió en casarse, qué remedio, lo montaron en un coche, bien guardado para que no se escapase otra vez,  y lo llevaron camino a la casa de la novia. Allí oficiaron, creo que con más prisa que solemnidad, la ceremonia y después enviaron a los recién casados a una alcoba. Una vez solos, don Diego le dijo a la recién casada que con ella no iba nada y que, si daba un paso hacia él, estaba dispuesto a lanzarse por la ventana y descalabrarse o lo que Dios quisiera. Por la mañana, a hora prudente, un tío de la novia subió a la alcoba para ver como había ido todo y se encontró a Don Diego, vestido de punta en blanco y sentado en una silla, más tieso que una vela. Otra tía de la novia llamada, para más señas, doña Eufrasia al descubrir la casta decisión de don Diego comenzó a lamentarse con grandes voces y juramentos. Esto debía de imponer, las cosas como son. La cólera de doña Eufrasia debía de intimidar al más valiente. Mandaron buscar a un caballero veinticuatro de Jaén, llamado don Antonio de Monroy para que metiera en vereda a don Diego. Si requirieron su presencia es porque por fuerza tenía que ser hombre o persuasivo o terrible. Me inclino por lo segundo pues no eran muy dados a psicologías los hidalgos del XVII y creo que acudió a resolver el negocio con humor de perros pues la mañana era muy mala y destemplada, cerrada en aguas. Llegó y mandó al novio, o al esposo que ya no sé muy bien como llamar a don Diego, que se metiese en la cama. La orden fue obedecida pero, eso sí, don Diego se metió vestido, de arriba a abajo y con su propósito ya muy claro. En un descuido, dice el documento, pidió "su ferreruelo, sombrero y espada y lloviendo como estaba se salió huyendo de ella". Nada más puedo contar pues nada más sé. Se admiten hipótesis al respecto.

Esta disparatada historia consta en el legajo 449-A, 1690-1682, expedientes matrimoniales ordinarios del Archivo Histórico Diocesano de Jaén.

jueves, 12 de abril de 2012

PAISAJE ILUSTRADO


Entre La Peñuela y Guarromán, no muy lejos de Despeñaperros, está el arroyo de Carboneros. Era un lugar terrible pues allí, según Pablo de Olavide, se cometían aquellos crímenes que inspiraban "más terror a los pasajeros". Dice el ilustrado que el paraje "aún se mantenía poblado de miembros cortados puestos por orden de la Justicia para escarmiento".

lunes, 9 de abril de 2012

MÁS SOBRE EL TABACO EN EL BARROCO

Las polémicas sobre el tabaco vienen de antiguo. Según don Francisco de Leiva y Aguilar, médico filósofo, el consumo del tabaco provocaba los siguientes males y desperfectos: "Acortar la vida, agranujar y afear el rostro, ofender el ingenio, escupir sangre, depravar la vista, llagar la garganta, causar locura y melancolía, destruir el olfato, hazer apoplexias, causar calbas, dañar los dientes, desmedrar la castidad". Lo de agranujar el rostro no quiere decir que al fumador se le pusiese cara de truhán o de pícaro sino que se refiere a los granos que, según el autor, salían en la faz del aficionado al tabaco. Es para disuadir a cualquiera, incluidos los más incorregibles y pertinaces. Todo esto se puede consultar, para mayor ilustración, en su obra Desengaño contra el mal uso del tabaco (Córdoba, 1634).

sábado, 7 de abril de 2012

LA POBRE MUERTE DE DON JUAN DE AUSTRIA


"Al anochecer del martes 16 de septiembre de 1578, sintió repentinamente don Juan de Austria intenso frío de calentura y un como desabrigamiento general de todos sus miembros". Estaba en el campo de Tirlemant, después de la jornada de Malinas. Temieron unos que fuese la peste, que señoreaba en el campo protestante, y otros el veneno. Supo Don Juan que se moría y mandó que lo llevasen a un fuerte, a una legua de distancia, que entonces construía Gabrio Cervelloni. Quiso que su traslado no fuese conocido por sus soldados para que no cundiera entre ellos, tan fuertes siempre, ni la melancolía ni el desánimo. Prepararon en el fuerte un palomar que servía de alojamiento a don Bernardino de Zúñiga, capitán de Infantería. Lo limpiaron, mandaron colgar lumbreras y damasquillos y rociaron todo con agua de olor. Después subieron por una escalera de palo a Don Juan que en tantos palacios había vivido. Su confesor fray Francisco de Orantes escribiría después a Felipe II: "Murió en una barraca, pobre como un soldado; que aseguro a V.M. que no había sino un sobradillo encima de un corral, para que en esto imitase la pobreza de Cristo". No dejó nada en su testamento "porque nada poseía en el mundo que no fuese de su hermano y señor el Rey".

Las referencias están tomadas de Jeromín, del Padre Coloma (1903).