martes, 27 de septiembre de 2011

ARCANOS DE LA MECÁNICA Y DEL TIEMPO

Los relojes mecánicos fueron, en opinión de Ernst Jünger un invento más revolucionario que la pólvora, la imprenta o la máquina de vapor. Crearon el tiempo artificial o abstracto en contraposición al vivido de acuerdo con las estaciones y los trabajos del campo. No sin lentitud, los relojes se impusieron de forma inexorable en la vida cotidiana.  Don Manuel del Río, autor de la obra Arte de reloxes de ruedas, para torre, sala, y faltriquera, ya en el siglo XVIII, afirmaba: "España está llena de reloxes". Aunque estaba todavía marcado por lo sagrado, las horas canónicas, el santoral y el año litúrgico, la secularización del tiempo había dado su primer paso. Pero, claro está, los relojes eran máquinas complicadas. Se desajustaban, se descomponían y se rompían con frecuencia. Tras estas contrariedades estaba la mano inexperta de los sacristanes o el simple uso diario. A veces se recurría, para su reparación, a arcabuceros y cerrajeros, expertos en mecanismos de cierta complejidad. Pero la buena voluntad no siempre bastaba. En las cuentas del Concejo de Pozoblanco, en el Valle de los Pedroches, Córdoba, constan dos libramientos correspondientes a 1620 y 1621. En el primero se entregaron a Albertos Dublión, de nación flamenca, 140 reales por "adereçar el relox". No duró mucho la reparación, o no fue ésta completa, pues al año siguiente se libró a favor de otro personaje, francés en este caso, 269 reales "por adereçar el relox desta villa, por hierros y acero y demás materiales". El monto total de las partidas no es una zarandaja para las arcas de un concejo modesto. Más de 400 reales. No había más remedio pues los vecinos se habían acostumbrado a conocer la hora, con una razonable precisión, a olvidar la posición del sol, descuidar al lucero del alba y a dejar de calcular el final de la jornada por la sombra del campanario. Debían de causar admiración estos dos personajes, el flamenco y el francés, llegados de tierras lejanas, entre ruedas y resortes, con los arcanos de la mecánica y del tiempo.


Las cuentas mencionadas están recogidas en: Ángel Aponte Marín, "Pozoblanco en la primera mitad del siglo XVII: un estudio social y económico", Premios literarios y de investigación, 1993. El trabajo fue galardonado con el XI Premio de Investigación Juan Ginés de Sepúlveda, concedido por el Excmo. Ayuntamiento de Pozoblanco en 1993.

jueves, 22 de septiembre de 2011

GUANTES DEL SIGLO XVII

No eran los guantes prenda rústica. Había que saber llevarlos, con gracia y cortesía. Recuerda Baltasar Porreño un hecho de Felipe II: "Entró a hablar a Su Magestad un Caballero, y hizo su razonamiento con un guante calzado en la mano; oyóle el Prudente Rey, y le dixo: Quitaos el guante, y venidme a hablar mañana". No podía sufrir Don Felipe, al que Dios tenga en su Gloria, tales llanezas. Y tenía razón.
Veamos los precios de distintos tipos de guantes por los años en que se ganó Breda: los de cabritilla de Valencia, aderezados con almizcle costaban unos tres reales. Los blancos adobados con jazmín, dos reales y medio. Si llevaban cintas éstas se pagaban aparte. Más o menos lo que un jornal. Para aderezar los guantes se vendían unos polvillos de ámbar, almizcle, algalia y aguas de olores "fundados sobre flores", a diez reales la onza y a 26 maravedíes el adarme.

domingo, 18 de septiembre de 2011

POBREZA Y RIQUEZA SEGÚN FEIJOO

Se puede elegir la pobreza. La que lleva a la santidad es la más alta. Es, por ejemplo, la pobreza franciscana. Otra, también buscada y elegida, aunque de rango inferior,  procede del desengaño y del desdén. Suele estar unida a la soledad. A veces es noble aunque también puede proceder del resentimiento.Y de aquí no puede derivarse virtud alguna. Para la mayoría de los mortales la pobreza no es buena.  Fray Benito Jerónimo Feijoo  tenía razón: "Declamen los Filósofos cuanto quieran contra los vicios que resultan de la riqueza, o superfluidad de los bienes temporales. Yo estoy, y estaré siempre, en que son mucho más frecuentes los que provienen de la falta de lo necesario". Esto lo decía en 1750 y sabía de lo que hablaba.

martes, 13 de septiembre de 2011

LA CAPA DE LOS ESPAÑOLES

Dejó escrito Ángel Ganivet a finales del XIX: "no hay prenda más individualista ni más difícil de llevar que la capa" y sobre todo "cuando es de paño recio y larga hasta los pies". Ricardo Palma en sus Tradiciones peruanas afirma: "Sabido es que, así como en nuestros días ningún hombre que en algo se estima sale a la calle en mangas de camisa, así en los tiempos antiguos nadie que aspirase a ser tenido por decente osaba presentarse en la vía pública sin la respectiva capa. Hiciese frío o calor, el español antiguo y la capa andaban en consorcio, tanto en el paseo y en el banquete cuanto en la fiesta de la iglesia". Llega a considerar dicho autor que el decreto de 1822, por el que se prohibía a los españoles el uso de la capa, tuvo el mismo valor que una victoria en el campo de batalla pues "abolida la capa desaparecía España".
Antes, los ilustrados trataron de recortarla y prohibir la libre circulación de los embozados. Recuérdese la impopular disposición del 10 de marzo de 1766 sobre el vestido masculino, relacionada con el motín de Esquilache. Decían que lo tradicional era la capa corta. No pensaba lo mismo el pueblo de Madrid. 
El Diario de Madrid, de cuatro de febrero de 1788 da cuenta de lo siguiente: "una capa de paño aplomado con dos embozos de terciopelo del mismo color, se cambió equivocadamente en la concurrencia de casa del Señor Marqués de Pontejos, en la noche del 30 por otra blanca, que para en la calle de las Huertas, número 9, quarto principal, y donde podra acudir a deshacer la equivocacion el sujeto que se halle con la otra". Al día siguiente, en el mismo diario, la otra parte en cuestión mandó escribir: "En la noche del treinta de enero se tomó por equivocación en la antesala de la Marquesa de Pontejos una capa de grana con dos embozos de terciopelo negro. La persona que haya padecido este engaño acudirá a entregarla a la calle del Estudio, al lado de la Vicaría vieja, número 2, quarto principal".  Con la noche más cerrada que un cerrojo, el frío y la concurrencia rematando la tertulia, como bien se indica, no era improbable el suceso. Seguro que los propietarios de las capas se conocían y no parece, por el tono de los avisos, que se tuviesen recíproca estimación. Es llamativo que ninguno de los dos anunciantes se ofrezca a acudir primero, por sus medios, a intercambiar la prenda. La culpa siempre, ya se sabe, es del otro. Tampoco debía de ser muy grato verse llamado "sujeto", así a secas, en un periódico de la Corte.
Y para acabar, recordemos a los liberales españoles desterrados en Londres, en tiempos de Fernando VII. Imponentes en su desgracia paseaban orgullosamente por Euston "envueltos en sus capas raídas".

domingo, 11 de septiembre de 2011

PUEDE MUCHO EL DINERO

El uso del dinero tuvo una expansión espectacular en la España de los siglos XVI y XVII. Las remesas de metales preciosos y, después, las reiteradas acuñaciones de vellón aumentaron a gran escala la moneda circulante. Incluso en las aldeas más perdidas se pagaba  y se compraba con dinero. Los arrendamientos ya no se percibían sólo en fanegas de cereal y pares de gallinas. Los pagos en especie retrocedían ante los efectuados en moneda de mejor o peor ley. Las dotes se cuantificaban en miles de ducados y se fundaban mayorazgos, patronatos y capellanías con bienes inmuebles valorados en dinero, hasta el último maravedí, ante el correspondiente escribano.  


Tanto dinero en danza provocó el aumento de los precios y de los salarios. La inflación comenzó a formar parte de la vida de la gente de aquel tiempo. Los españoles se endeudaron. Los particulares pedían préstamos a otros e imponían cargas o censos sobre sus bienes. Daba igual si eran nobles o llanos.  Se endeudaban también los concejos y la Real Hacienda hizo lo mismo al solicitar, reinado tras reinado, créditos a los banqueros alemanes, genoveses y portugueses para sostener su política exterior. También recaudaba dinero de sus leales vasallos  que compraban deuda pública o juros situados sobre determinadas rentas reales. Los juros facilitaron durante años una renta fija y segura pero llegó el momento en que la Corona no pudo dar lo que no tenía. Todo esto aparte de los impuestos que crecían por días y  de los donativos, que nada tenían de voluntario, exigidos a la Grandeza, títulos de Castilla y cabildos municipales.

La expansión del uso del dinero provocó problemas de conciencia. Los confesores debían instruirse sobre si era lícito o no el interés en los préstamos. Los más esclarecidos entendimientos de la Escuela de Salamanca cavilaban, sensatos y sentenciosos, rezumando sentido común,  sobre la naturaleza del dinero, el valor y los precios. Sin duda fueron unos años decisivos para el análisis económico. También arraigó la convicción de que con dinero todo se podía conseguir. El dinero enmendaba los padrones que distinguían a nobles y pecheros, rectificaba ascendencias, dotaba matrimonios desiguales,  facilitaba la compra de oficios públicos, perdonaba delitos, eximía de obligaciones militares y reducía los días de purgatorio. Se desarrolla, entonces, un discurso crítico y moral acerca del dinero. Tenía un fondo aristocrático e incluso reaccionario. El dinero, tal y como se utilizaba, era lo nuevo, lo cambiante frente a lo inamovible de la tierra y el rango heredado. Se mezclaba la evidencia con un pesimismo casi nihilista. Uno de sus más destacados exponentes fue don Francisco de Quevedo. También Lope de Vega en La Dama boba, hace decir a un noble: "¡Qué ignorante majadero / ¿No ves que el sol del dinero / va del ingenio adelante? / El que es pobre, ése es tenido por simple; el rico por sabio. / No hay en el nacer agravio, / por notable que haya sido, / que el dinero no lo encubra, / ni falta en la naturaleza / que con la mucha pobreza / no se aumente y descubra". 

sábado, 3 de septiembre de 2011

ESPAÑOLES EN JUTLANDIA

En 1807, como consecuencia de la alianza vigente con Francia, fue enviada a Dinamarca una fuerza militar española, formada por 15.000 hombres y al mando del marqués de la Romana. La presencia de los españoles en Jutlandia, Fionia y otras islas danesas fue recordada durante años por sus habitantes. Al principio fueron recibidos con desconfianza. La gente huía de la presencia de unos soldados llegados del sur, de aire goyesco y hablar recio. Sin embargo su disciplina, el buen trato y, sobre todo, su devoción religiosa contribuyeron a ahuyentar muchos temores. Y, según parece, se portaron ejemplarmente con los daneses. Impresionaba a los naturales, en especial, la marcialidad y el recogimiento que demostraban en la misa del domingo. Y la solemnidad del timbalero de un regimiento acantonado en Randers, montado sobre un gran caballo blanco. Los españoles liaban y fumaban constantemente cigarros cuyas colillas lanzaban, con despreocupación, al suelo y eran recogidas, con santa paciencia, por los vecinos pues temían que se produjesen incendios. Repartían con profusión medallas religiosas y causaba admiración la generosidad que demostraban con los mendigos. Con los soldados franceses la relación no era tan buena, aunque Bernadotte valoraba mucho a los españoles. Algunos formaban parte de su guardia personal. Los sucesos que dieron lugar a la Guerra de la Independencia fueron conocidos por los del marqués de la Romana, a pesar del control de la información que Napoleón había ordenado. Contactaron con los ingleses y, sable en mano, decidieron volver a España. El retorno de la expedición parece de novela de aventuras. También el destino de los que no pudieron o no quisieron volver.


Un excelente estudio sobre este suceso histórico es el escrito a finales del siglo XIX por el comandante Paul Boppe, Los españoles en el ejército napoleónico, hay edición española, Málaga 1995, traducida por Alejandro Salafranca Vázquez.