domingo, 31 de julio de 2011

EL CALOR DEL VERANO DE 1708 Y OTROS ASUNTOS DE CANÓNIGOS

Los años de 1707 y 1708 fueron muy difíciles. España estaba en plena guerra de Sucesión, hubo plagas de langosta y, encima, no paró de llover. No era mala la lluvia pero otra cosa fue aquel diluvio que empantanó caminos, provocó riadas y arrastró los puentes. Llegó a faltar el pan por la pérdida de las cosechas y por la falta de abasto al no poder los arrieros trajinar con tan mal tiempo. Tenían que quedarse en sus casas o al regular resguardo de las ventas y posadas. Para rematar el asunto la langosta arrasó lo poco que había en el campo.
 El verano fue también muy duro por los calores. Los prebendados del Cabildo catedralicio de Jaén padecieron en sus capítulos unos agobios tremendos. Al no vestir con atavíos frescos, y por tratarse en tales reuniones asuntos muy áridos y no precisamente amenos, llegó el día en que no se pudo más y hubo que huir de aquel brasero. El ocho de julio de 1708 decidieron: "como en atención a los excesivos calores al tiempo presente con la ocasión del mucho sol que entra por las tres ventanas de la sala capitular", se mudase el lugar de celebración de los cabildos a la bóveda baja de la sacristía mayor, más fresca y resguardada. Y no sólo por regalo de los beneficiados sino atendiendo a los aprietos que pasaban el escribano y los oficiales que tomaban nota de lo tratado. Para personajes tan graves y siempre reacios a novedades, para los que cualquier cambio era un mal trago, esta decisión no carecía de importancia. Prueba esta afirmación que aparezca en las correspondientes actas del Cabildo. Los prebendados tenían, además, derecho a 185 días anuales de vacaciones o, como se decía en la época, "de recreación". Recreación es palabra festiva, sin duda.  Si faltaban a sus obligaciones más días de los permitidos no ganaban prebenda, es decir, no cobraban sus correspondientes gajes.

Y si estos varones de tan altas prendas tenían días de recreación no está mal que el Retablo de la Vida Antigua cese también durante unas jornadas. Volveremos a hablar de las cosas de antaño cuando se acorten un poco los días. Tiempo habrá si Dios quiere. Reciban todos ustedes mis saludos y mi agradecimiento.

domingo, 24 de julio de 2011

LAS PIEDRAS DEL PEREGRINO GUILLERMO MANIER

Fue Guillermo Manier sastre en Carlepont, en la Picardía, del Reino de Francia. Salió de su nación, camino hacia Santiago de Galicia, en 1726 sin pasaporte ni dinero. La falta de caudal no le impidió comprar varias piedras a las que se atribuían, en su tiempo, propiedades curativas y protectoras. Consiguió una piedra del águila, que tenía forma de nuez rojiza y agrisada. Era muy útil para las mujeres encinta, para evitar abortos y prevenir envenenamientos. También contra los males de cabeza, peste y toda suerte de fiebres. San Isidoro, Plinio, Dioscórides y Alberto Magno confirmaban sus prodigiosos efectos y poco se podía discutir a la lumbre de tales entendimientos. En el Hospital de Oviedo Manier recibió de un peregrino vizcaíno una ágata, también contra los males de cabeza. En otra ocasión compró seis o siete docenas de piedras, por seis o siete cuartos, y de paso tomó nota de una hoja, que decía estar editada en Roma, sobre "Les vertus et propietés des pierres de croix et celles  d´hirondelles". Estas piedras, disueltas en vino y consumidas durante nueve días por la mañana y en ayunas, se empleaban contra los malos espíritus. Servían contra los mareos y para tener buenas navegaciones si se recitaba también el Ave María. Eran además un buen diurético. Se afirmaba que las piedras de golondrina estaban en la cabeza de estos pájaros. Las había blancas y rojas. Las primeras, metidas en la boca del usuario, evitaban la sed y, colgadas del cuello, se decía igualmente, facilitaban los partos e impedían las hemorragias. Un vaso de agua que hubiese tenido en remojo una de estas piedras, durante una noche, se convertía en un eficientísimo laxante. Era también recurso contra las enfermedades de los ojos, la gota, fiebres de todo tipo y peste. Estos datos los he leído en la obra de Vázquez de Parga, Lacarra y Uría, Las peregrinaciones a Santiago de Compostela (1948).
También Álvaro Cunqueiro se ocupó del sastre Manier. Pasó éste por Mondoñedo y le causaron admiración sus grandes laureles, los naranjos y una cebolla de Indias, de tamaño descomunal, que le mostraron. Decía Cunqueiro: "yo no sé muy bien qué cosa sea una cebolla de Indias, y me gustaría saberlo". Igual pienso yo.

lunes, 18 de julio de 2011

CAZADORES DE VÍBORAS

En mayo de 1795 Jovellanos visitó el monasterio de San Millán en la Rioja. Escribió sobre su botica, bien pertrechada de redomería de barro y cristal, perfectamente surtida de hierbas, poseedora incluso de un pequeño invernadero y un estanque para las sanguijuelas. Pocas cosas escapaban a la mirada del ilustrado. Llamó su atención un corralejo, delimitado por unas tapias de una vara y media, orientado hacia el mediodía, con los muros bien lanillados. Era el viborero: "en el fondo piedra, cascotes y las hierbas que nacen allí de suyo; aquí están las víboras, aquí procrean". A pesar de todo, sigue Jovellanos en su diario, cada temporada se reemplazaban por otras nuevas "con las que vienen a vender para proveer el consumo".
No faltaron personas que se lanzaban al campo a capturar éstos y otros animales, entonces no protegidos e incluso, también antaño, considerados dañinos por agricultores y cazadores. Y no hace tanto tiempo. Ignacio Aldecoa escribió en 1954 un relato, "Los hombres del amanecer", que describe la jornada de dos cazadores de víboras. Es una historia triste, con un fondo de ríos cenagosos y pueblos míseros. Se cuenta como capturaban las serpientes con una horquilla y las guardaban en una caja aparejada con una tela metálica. Después las llevaban ocultas para evitar las impertinentes preguntas de los lugareños. En el cuento de Aldecoa las vendían a un laboratorio, a cuatro pesetas cada una, sin contar la propina. Un personaje del relato identificaba los cazaderos atendiendo a la flora y al viento que debía ser, según él, "a medias caliente, a medias fresco" pues era el propicio para que salieran las víboras de las cuevas y se quedaran entumecidas en el campo.
Conozco un caso real que bien pudo servir de fuente a dicho autor. En un número de la revista Estampa, de 1932, aparece entrevistado un personaje, ya anciano, que se dedicó durante años a capturar animales de todo tipo. Comenzó vendiendo peces de río y ranas de las charcas cercanas a Madrid. Después pasó a hacer salidas a lugares más alejados y a practicar otras capturas. Pasó aventuras y grandes aprietos, atacado por lobos, por bandadas de ratas y nubes de mosquitos voraces. Buceó por ríos verdes y turbios. Una víbora se le arrancó y le mordió en la oreja. Se curaba con vino y salía al monte, a veces acompañado por su mujer, con un cedazo, un serón y un borrico. Decía conocer personalmente a don Santiago Ramón y Cajal, entre otros hombres de ciencia a los que suministraba distintos ejemplares. Acabó por construir cerca de su casa una alberca donde tenía, a buen recaudo, todo tipo de serpientes, lagartos, gallipatos y otras especies. A su manera tenía afición por el campo y por los animales. Según el tono de sus respuestas, parecía ser un hombre independiente y vitalista, muy distinto a los personajes, antes citados, de Aldecoa.

martes, 12 de julio de 2011

EL CARLEAR DE LOS PERROS

Escribe Baltasar Gracían en El comulgatorio: "Apetece carleando como el sediento caminante, la fuente de aguas vivas". Explica Covarrubias: "Díxose carlanca de cierto sonido que haze el perro en la garganta cuando está cansado y falto de aliento, sacada la lengua y jadeando; y esto se llama carlear". La carlanca es también un collar ancho, de cuero recio o de hierro, con pinchos por fuera, que se ponía a los perros para protegerlos de las mordeduras de lobos. Entre jayanes y jaques carlanca es el cuello de la camisa. Es, en este caso, palabra desgarrada y acanallada. Tener carlancas es lo mismo que ser astuto y difícil de engañar. Pero volvamos al carlear de los perros. Los de las largas centinelas en las majadas, los que corrían liebres y los que estaban en las rastrojeras encendidas de los mediodías del estío. Da igual que fueran galgos o podencos, de hidalgos o de labradores, de posaderos o de priores cazadores. Carleaban a escote los perros de las calles, hediondas en los veranos, maestros en hambres y en esquivar palos y pedradas.
Atento, pues, lector, si tienes perro. Cuando esté derrengado y sin aliento quizás te venga a la memoria este verbo antiguo, carlear, que parece sacado de romance de frontera. Y lo verás como sombra de otro tiempo.

jueves, 7 de julio de 2011

NIEVE Y HORCHATAS

Las botillerías eran muy populares en la España del Barroco. En estos honrados negocios se despachaban los más variados refrescos: aloja, limonadas, aguas de canela, de anís, de guindas, de escorzonera, de jazmín, de azahar y de claveles, sorbete de ámbar, garapiña de chocolate y, por supuesto, horchatas. En un pliego de cordel rescatado por Caro Baroja, El ganso en la botillería, aparece un tipo rústico que, deslumbrado por el modesto lujo de uno de estos establecimientos, describe la horchata, no sin desconfianza, como "una gacheta que parecía ajo branco". Al aldeano le ocurrió un singular trance al probarla: "al tirarme el primer trago / las quijás y los dientes / de manera se me helaron / que me queé sin sentío". Dice el romance que se quedó también "acirolao", palabra castiza que no encuentro en los diccionarios pero muy descriptiva para indicar que el cliente quedó traspuesto y con no muy buen color, entre la cruel mofa del paisanaje urbano. No estaban los del campo, al parecer, acostumbrados a trasegar brebajes tan fríos, a diferencia de los de la villa y la ciudad, firmes partidarios de enfriar las bebidas con nieve. Fue este asunto, el del uso de la nieve para tales fines, cuestión de enconadas controversias e incluso se publicaron libros al respecto. Es conveniente recordar que la prevención hacia el beber frío se ha mantenido hasta fechas no demasiado lejanas. Doy fe por haberlo oído de muchacho y no por la lectura de libros y papeles de archivo. Probablemente el peligro procedía de mezclar la nieve, a la buena de Dios, con la bebida. Téngase en cuenta que la nieve daba muchas vueltas hasta llegar al cántaro, garapiñera, jarra o vaso penado. Recogida en los neveros, almacenada en pozos, transportada por arrieros, entre juramentos, suministrada finalmente en alhóndigas hasta llegar a los vendedores ambulantes, botilleros y demás vecindario. No eran las pepitas del melón las causantes de las gastroenteritis, que tanto ayudaban a la muerte a hacer su agosto, sino la suciedad de la nieve bien adobada por moscas e inmundicias de diversa suerte. El miedo a los pepinos y al melón era proverbial en los siglos XVII y XVIII.

Uno de los argumentos de los defensores de las bebidas heladas consistía en afirmar que eran muy eficaces como remedio contra determinadas enfermedades. Cuenta Diego de Torres y Villarroel, en su  exagerada y, a veces, pataratera autobiografía, que superó un garrotillo a fuerza de horchatas de pepitas de melón y calabaza, muy azucaradas y puestas a enfriar al sereno. Complementó su terapia con las inevitables sangrías que él mismo se practicaba. Siempre viajaba con un estuche surtido de hilo y aguja, herramientas de cirugía, pluma y tintero "y otros trastos con que remendar la vida y el vestido". Para acabar recordaré al médico Serafín de Alcázar que, en 1791, recordó al Cabildo municipal de Jaén que por "la ardiente y seca estacion que domina han reinado por enfermedades comunes las calenturas erysipelatosas, las erupciones cutaneas semejantes a la sarna de segunda especie, algunos carbuncos y escarlatas" y, para combatir estos males, era conveniente "el uso de  refrigerantes y diluientes cuio vehiculo y mas poderoso auxilio es el agua modificada con nieve" y además "orchatas, cremores o thysanas frias".

viernes, 1 de julio de 2011

LA EXPERIENCIA GUERRERA DE BALTASAR GRACIÁN

Fue Baltasar Gracián capellán de soldados. No era cosa extraña entre los jesuitas de aquellos tiempos a los que, por honra a su fundador, siempre les tiraba lo militar. Evaristo Correa Calderón estudió esta vivencia del escritor. Estuvo Gracián en el socorro de Lérida en 1646, en la guerra contra Francia, cuando lo de Cataluña. En noviembre de ese año contaba en una carta lo que había vivido en esos días. Decía: "estuve exhortando los tercios así como entraban a pelear". Los soldados, vistos en peligro de muerte, querían ponerse a bien con Dios: "toda la noche confesé marchando y cuando hacíamos alto; en mi vida trabajé más". Añade: "venian a porfía por mí los maeses de campo y hubo cabo que dijo que importó tanto esto como si les hubieran añadido 4.000 hombres más". No estuvo Gracían bien recogido en la retaguardia sino en lugares de peligro, con gran riesgo de su persona: "por señas que dieron dos balas de artillería en el mismo escuadrón donde yo actualmente estaba entonces y muchas balas de mosquete que pasaban entonces". Los que tiraban eran los del conde de Harcourt. Acabó la jornada y Gracián recorrió el campo confesando y ayudando a bien morir a unos y otros, españoles y franceses. Debió de ser esto más duro que las refriegas y los asaltos. Allí entre lamentos, tristezas, muertos y moribundos. Da cuenta de los cuatrocientos franceses que allí quedaron: "blancos como la nieve, de rubias melenas, entre los cadáveres de los caballos". Dijo, además, el jesuita: "confesé algunos que aún estaban vivos. Otros no querían confesarse que decían ser de la religión, esto es herejes".